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'Democratoides'

Andrés Ortega

Son regímenes autoritarios, pero con un barniz democrático. Cuando se produjo el vuelco en Europa, en 1989-1991, se quedaron sólo a medias en el cambio. Hoy en Belgrado y Zagreb, en Tirana y Minsk, en Kiev y Moscú, se miden los regímenes políticos con otra vara que en esta Europa. En muchos casos, no se trata de democracias burdas que estén pasando por transiciones o perfeccionándose, sino del uso de algunas formas aparentemente democráticas para, justamente, evitar un cambio político en profundidad como el que ha ocurrido en Varsovia o en Praga. Estos regímenes democratoides buscan una cierta legitimidad en las urnas. Pero a ello añaden algunas características que desvirtúan el ejercicio: la concentración del poder en la Presidencia, vaciando de contenido el Parlamento y relativizando el papel de una oposición que existe, si bien maniatada; el control de los tribunales constitucionales y supremos y de las comisiones electorales; el dominio cuasi absoluto de los medios de comunicación, especialmente la televisión; y una policía omnipotente (80.000 efectivos en el caso de Milosevic). En el fondo, estamos ante cambios políticos incompletos que han servido para perpetuar las antiguas élites o castas en el poder de los anteriores regímenes comunistas. Lébed considera que un 62% de las personas más ricas en Rusia son antiguos secretarios de comités de distritos del partido comunista.

Si para sus gentes no resultan atractivos, muchos de estos regímenes nacieron y se mantienen con fuertes dosis de nacionalismo destinadas a compensar sus carencias democráticas e incluso sus retrasos en la modernización económíca. Y es esta gasolina nacionalista, fácilmente inflamable, lo que les convierte en peligrosos hacia afuera en una Europa de fronteras complejas y culturas embarulladas. Por eso, no están simplemente ahí fuera, y allá ellos. Afectan al resto de Europa.

Después de todo, fueron los regímenes autoritarios de Serbia y Croacia los principales iniciadores de la larga y cruenta guerra en Yugoslavia. Si parece ser ley histórica que las democracias asentadas no se hacen la guerra entre ellas, los regímenes democratoides pueden producir inestabilidades y conflictos. Un reciente estudio histórico señala a este respecto que en el proceso de cambio, ya sea hacia atrás o hacia adelante, el momento de mayor peligro de guerra por parte de estos Estados que cambian de régimen es mayor a los 10 años de iniciado este proceso que al principio. Sin necesidad de agotar estos plazos, la cuestión es cuál puede ser la estabilidad en los Balcanes con líderes como Milosevic o Tudjman en el poder en Serbia o Croacia. Pregunta que no debe ocultar que las posibles transiciones en estos países pueden generar turbulencias.

Más allá de las consideraciones de seguridad, la propia apariencia de naturalidad de estos regímenes en la otra Europa puede devaluar la idea democrática en esta Europa Hoy se cede allí, y mañana se cede en nuestras imperfectas democracias, o se toma ejemplo en otros lugares del mundo. Es más: algunas decisiones que está a punto de tomar Occidente, como la ampliación de la OTAN o de la Unión Europea, pueden trazar una frontera que separe a los países de democracia más plena de los de democracia demediada cuando no dictadura, a pesar de la OSCE o de otras organizaciones que velan por la limpieza democrática y el respeto de las libertades y derechos fundamentales. Pobre de aquel que haya caído del lado equivocado, porque sus perspectivas históricas no le ayudarán a superar sus carencias.

No obstante, hay esperanzas. No sólo porque se retomen en el conjunto de Europa nuevos aires democratizadores, sin crear muros, sino porque los regímenes democratoides tienen que aparentar. Y en esa apariencia pueden dejar resquicios de libertad para el cambio. En Rumania, ayer, por ejemplo. ¿En Serbia mañana? En Rusia, donde hay más libertad que democracia, conceptos complementarios, pero que no se deben confundir.

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