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Celibidache, el Maestro

Todos hemos perdido mucho con la muerte de Sergiu Celibidache, pero lo verdaderamente grave es lo que ha perdido la música: nada menos que un máximo y casi último defensor de su verdad gracias a una visión que trascendía los sonidos. Pero la vía de acceso a estas significaciones no era otra sino la rigurosa exigencia perfeccionística y una lógica dimanante de los imperativos de la música misma. Nada de capricho o inspiracionismo, tan frecuentes en intérpretes que se suponen tocados por la magia de las hadas.Funciona cual tópico generalmente admitido una dicotomía que separa el arte de la ciencia. Según ella, lo decisivo en el fenómeno artístico es el impulso, los dones inexplicables y las pasiones instantáneas; se reserva a lo científico la necesidad de un sistema que conduzca a la verdad demostrada en tanto se piensa que los artistas obedecen, primordialmente, a la verdad revelada. Grave error. Ni en la ciencia deja de actuar la inspiración (recordemos lo escrito por Ortega), ni en el arte cabe prescindir del conocimiento, la razón y el sistema.

El camino de perfección en Celibidache era tan evidente que lo detectábamos en las obras que le escuchamos desde joven y hemos seguido escuchándole en los umbrales de la ancianidad. Se trataba de profundizar cada vez más, de descubrir el misterio antes que de refugiarse en él como salvavidas artístico. Los tiempos, la elevación melódica, el equilibrio de las armonías y contrapuntos, la exacta calibración de los acentos, la prodigiosa continuidad no perseguían otro fin sino el de la clarificación, el de explicar de modo meridiano cuanto las partituras contienen y ocultan.

Decía Mahler que en una partitura está escrito todo "salvo lo esencial" y Celibidache, desde una honda fidelidad a la letra, buceaba hasta dar con la sustancia de la música, con su verdad. En sus versiones lo más complejo y arduo parecía transparente y sencillo. Nos obligaba así a penetrar en el hecho musical prescindiendo de impresiones personales o preferencias que, las más veces, son sólo herencia de unas tradiciones viciadas o producto de una repetición. hasta el infinito de convenciones y errores.

Inmensa humanidad

Por otra parte, este maestro irrepetible nos descubría, a poco que se le tratara, su inmensa humanidad. En la confianza de las relaciones amicales podía descubrimos rasgos y opiniones sorprendentes. El último coloquio, largo y sustancioso, con Celibidache lo tuve en Las Palmas durante el Festival de Canarias 1995. Miraba hacia su pasado y, de pronto, lanzó esta confesión: "Si antes de morir pudiera elegir una gracia solicitaría volver a escuchar a Furtwängler para ver si con lo que yo sé hoy me hacían la misma impresión aquellas versiones que entonces me parecían milagrosas". Y le inquietaba que dado el talante del viejo director alemán, tan distinto al de Celibidache por menos sistemático y racional, desembocara en resultados capaces de determinar mucho de lo que Celibidache haría. Quien lo dude, que escuche con atención la Pastoral, de Furtwángler, o la Sinfonía grande de Schubert.Curiosamente, Celibidache alcanzó en Bruckner una cota de entendimiento considerablemente superior a la de su antecesor en la Filarmónica de Berlín, en tanto limpiaba de adherencias el patetismo de Chaikovski o ejercía dosis sorprendentes de imaginación sonora y acústica en la orquesta de Rimski, Prokófiev, Ravel o Bartok. Fue un genio si entendemos el término como "larga paciencia" y supo identificarse con todo músico auténtico: por ejemplo, Benedetti-Michelangeli o Daniel Barenboim. Nos lega, junto a mil vivencias, el testimonio magistral de sus grabaciones y ensayos en láser, pero también un interminable silencio, una dramática ausencia por la cual difícilmente podremos acercanos a versiones de las obras que a él le escuchamos. Entre ellas y nosotros se alza, ahora, una inderribable muralla de China.

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