Destierro y destiempo de Max Aub
El nuevo académico dedicó su discurso a la figura de Max Aub, al que calificó como "un español demócrata y de izquierdas, sin más raíces que las elegidas por él mismo". A continuación se reproducen fragrnentos del texto leído.
Señores académicos:
Dado que mi primera intervención en esta Academia va a versar sobre el autor de un discurso académico imaginario, no me parece impropio atestiguar mis sentimientos de gratitud hacia esta institución que hoy me acoge citando palabras del discurso de ingreso de un académico que sí fue elegido, pero que no llegó a tomar posesión, por culpa de una suma de infortunios y azares que tienen mucho que ver con los episodios más tristes de la historia contemporánea de España. En las primeras líneas de un borrador que nunca fue definitivo, don Antonio Machado declara: "Tengo muy alta idea de la Academia Española por lo que ha sido, por lo que es y por lo que puede ser. Me habéis honrado mucho, demasiado, al elegirme académico, y los honores desmedidos perturban siempre el equilibrio psíquico de todo hombre medianamente reflexivo".
Antonio Machado, que se pasó tantos años postergando la conclusión de su discurso de ingreso en la Academia, causó baja en ella y en la vida el 22 de febrero de 1939. En 1956, Max Aub, en su exilio de México, imaginó con menos sarcasmo que melancolía la ceremonia de su toma de posesión como académico, redactando un discurso que se titulaba El teatro español, sacado a la luz de las tinieblas de nuestro tiempo, y al que habría respondido otro académico tan imaginario como él, su amigo Juan Chabás, quien además, en la fecha supuesta del discurso ya había muerto. En la Academia en la que Max Aub imaginó que ingresaba en diciembre de 1956 faltaba Antonio Machado, que no habría muerto en el invierno atroz de 1939, sino mucho después, serena y dignamente, en un futuro falso, pero muy razonable, tal vez a principios de los años cincuenta, después de haber sido director del teatro Nacional. Un discurso no terminado nunca se corresponde con otro concluido, pero sólo en la imaginación. En la Academia de Max Aub se sientan escritores que pertenecían de verdad a ella y otros que pudieron ser académicos, pero no lo fueron, y también otros que tardarían muchos años aún en ingresar, con lo cual la ficción casi se convierte en profecía. Miguel Delibes, que es académico desde 1973, lo era ya para Aub desde 1954. En la España de 1952, pocas cosas había tan imposibles como que Francisco Ayala ocupara un sillón académico. Pero el que le asignó Aub acabaría siendo suyo en 1983, de modo que lo que parecía invención arbitraria resultó ser una verdad antes de tiempo.
El tiempo, que según Chaplin es el mejor autor, porque encuentra siempre el final adecuado, vuelve verdaderos algunos vaticinios e iguala en la muerte al académico que no llegó a tomar posesión y al que nunca fue elegido [ ... ].
La etiqueta exige que todo nuevo académico comience su discurso haciendo el elogió del que lo precedió en el sillón que desde ahora él ocupará, pero como, en mi caso, el sillón u minúscula es de nueva creación, tal vez eso me permite la libertad de sentirme vinculado y agradecido no al académico cuyo lugar yo voy a ocupar ahora, sino a todos aquellos que me han servido de ejemplo con sus personas y sus obras. La literatura, entre otras cosas, es la posibilidad de un diálogo maravilloso no sólo entre las generacioines, sino también entre los vivos y los muertos y entre los saberes y las artes, una alianza y tina legión extranjera de desconocidos, como la llamó la novelista, argentina VIady Kociancick. Para mí, aparte del honor que se me ha hecho en elegirme, lo que significa pertenecer a esta Academia es tener el privilegio inmerecido de encontrarme en uno de los lugares donde más intensa y más fértil es la posibilidad de ese diálogo. Después de mi elección se me preguntó muchas veces qué pensaba yo que podía aportar a la Academia, y se conjeturó que la circunstancia casual de mi edad podría tener un efecto renovador o benéfico sobre la institución: pero a mí lo que me ilusionaba y lo que me ilusiona no es lo que yo puedo traer aquí, pues no tengo nada más que las páginas que he escrito, sino todas las cosas que puedo aprender de las personas que hoy me reciben, y a las que aún me parece una presunción llamar mis compañeros.
Un escritor no se vuelve mejor al ser elegido académico, pero tampoco creo que se vuelva peor. El éxito público es mucho más dulce que el fracaso, pero ninguno de los dos resulta muy de fiar. El único galardón indudable en literatura es la maestría, y ésta, cuando se alcanza, a veces sucede sin testigos, o es advertida tan tarde que al escritor le llega el reconocimiento cuando ya nada le importa o cuando está muerto.
A Valle-Inclán, por cierto, no le quita nada de su gloria el no haber sido académico, y a don Benito Pérez Galdós no le agregó nada a sus méritos, pero yo, que he aprendido de los dos con el mismo entusiasmo, me siento hoy más honrado porque entre mis predecesores en esta corporación esté el insigne don Benito, y con él otro de los escritores españoles que más merecen ser admirados y amados, don Pío Baroja, cuya sombra errante me gusta imaginar cuando paseo por este barrio espléndido de Madrid, cuando bajo hasta la cuesta de Moyano o camino por el Retiro, donde, por cierto, le erigieron a don Pío una estatua ignominiosa, indigna no sólo de tan gran novelista, sino de la población de estatuas de escritores y sabios que hay dispersas por aquellas arboledas.
Pero al menos don Pío tiene una estatua, y sus novelas son fácilmente accesibles para el lector común. De Max Aub, el escritor español cuyo discurso académico falso inspira el mío, no sólo no hay estatuas, que yo sepa, sino que además es muy difícil encontrar en nuestras librerías la mayor parte de sus obras. Él, que inventó a tantos personajes que parecían reales, y que tantas veces, invistió a las personas reales de la dignidad fantástica de la literatura, parece ahora en gran parte la invención de un novelista, porque su figura ha sido modelada sobre todo por la lejanía y el desconocimiento. Veinticuatro años después de la muerte en México de Max Aub, y 40 años justos después de su ingreso imaginario en la Academia Española, alguien que nació justo entonces invoca su figura y su obra en este mismo estrado que él nunca llegó a pisar, pero desde el que le habría correspondido dirigirse a ustedes con más justicia que a mí. Sin duda la literatura es un juego de voces que quiebran la lógica del tiempo: la de aquel desterrado a quien yo nunca vi y que estaba muerto cuando empecé a leer sus libros me acompaña y me guía ahora, y a mi voz se superpone el eco nunca escuchado de la suya.
Lo que él soñó me ocurre a mí. En cada uno de nosotros hay siempre un involuntario usurpador. Usurpamos el lugar de quienes nos precedieron en la vida, de quienes podrían haber obtenido con más mérito lo que el azar reservó para nosotros. Pero quizá mi usurpación será justificada en parte si la aprovecho hoy para recordar y vindicar la literatura de aquel novelista español que sentía haberse quedado, por culpa de la derrota y del exilio, sin patria y sin lectores. ¿Existe de verdad un ciudadano sin país, un escritor desconocido por su público? En La gallina ciega, el diario de su visita arisca y desengañada a la España de 1969, Max Aub constata con amargura que casi nadie aquí ha leído sus libros, y eso le hace sentirse irreal e invisible, no mucho más hipotético que el personaje de una novela.
La sensación maxaubiana de irrealidad parcial que yo tengo ahora mismo se me acentúa por el hecho de que jamás se me ocurrió pensar que recibiría una distinción, tan alejada de mis expectativas. No por nada, sino porque el oficio de la literatura me es tan querido que el simple hecho de dedicarme a ella, de publicar libros y tener lectores, ya me parece una recompensa, siempre inesperada y siempre bien venida, a la que no acabo de acostumbrarme y que nunca deja de despertar mi gratitud ni mi asombro. [ ... ]
En la literatura, a diferencia de en la vida, no hay pasados obligatorios. Contra el pasado que fabricaba la cultura franquista uno quería elegir otro" y lo buscaba a tientas, y elegía por casualidad y por instinto nombres proscritos en los que reconocerse. Uno busca maestros, pero también busca héroes, héroes civiles e íntimos de la palabra escrita, que lo enaltecen y lo acompañan, que le ofrecen coraje en la rebelión y consuelo en la melancolía. Yo tuve la buena suerte de encontrarme. enseguida con Max Aub. [ ... ]
Recuerdo el hallazgo de algunas de sus obras teatrales, en los tiempos en que yo, pensaba que el teatro iba a ser mi romántica dedicación como escritor. En esa edad, una novela, una pieza teatral o un libro de poemas pueden arrasarnos como un mal amor: a mí, la lectura de Morir por cerrar los ojos me daba a los 17 años una noción abrumadora de los apocalipsis de este siglo, y añadía a la cruda percepción de la angustia para la que tan dotado está uno a esa edad una conciencia muy precisa del devenir histórico en el que se inscriben los azares de las vidas humanas. Posteriormente, al mismo tiempo que el teatro como tarea literaria dejaba de interesarme, justo cuando me apasionaba el descubrimiento de las posibilidades expresivas de la novela, fue cuando encontré Jusep Torres Campalans, esa biografía falsa de un pintor cubista olvidado que es sin duda la más sólida y la más desvergonzada de las muchas bromas literarias de Aub. De aquella novela, y de un relato de otro de los grandes maestros en las sutilezas de la apariencia de las cosas, Henry James, nació sin duda la idea de la primera novela que llegué a escribir. [ ... ]
A los veinte años, esa clase de invenciones lo deslumbran a uno por su pura cualidad de juego, y porque es el momento de creer en la primacía de lo literario sobre lo real, y en las potestades de la literatura para colonizar espacios en la vida. Sólo mis tarde empieza uno a preguntarse seriamente el porqué de ciertas decisiones estéticas, o su sentido más profundo, el que se esconde detrás del juego literario legítimo y le concede su verdadera legitimidad. ¿Por qué Aub, en Jusep Torres Campalans, en vez de escribir abiertamente una novela, fingió escribir un ensayo de historia del arte, o un libro reportaje del mismo orden del que dejaría inacabado sobre su amigo Luis Buñuel? Se diría que ese tipo de escritura es parecida a esa pintura mural del barroco que simula puertas, composiciones arquitectónicas, incluso personajes reales que al aproximarnos a ellos revelan su condición de fantasmas bidimensionales. Porque además, Aub no se conforma con usar las palabras en beneficio de su impostura. [ ... ] En el caso del discurso de su ingreso apócrifo en la academia, Max Aub no se limitó a escribirlo: lo hizo imprimir y editar con una tipografía y un tipo de encuadernación y de papel que se parecen mucho a los de las ediciones de esta Academia, con un pie de imprenta falso, pero no inverosímil. El ejemplar que yo poseo lo encontró un amigo mío en un puesto de libros de segunda mano en una calle de Ciudad de México: quien no conociera la impostura, quien comprara por simple curiosidad ese folleto, sin saber mucho de la historia contemporánea de España, podría leerlo sin caer en la cuenta de su falsedad. [ ... ]Pero me parece que la intención y el efecto de las invenciones de Aub es justo lo contrario del juego posmoderno: la ideología tóxica y halagadora de la posmodernidad quiere convencernos de que no hay nada que no sea dudoso y trivial, lo cual nos concede en el fondo la posibilidad de no sentirnos nunca afectados por las cosas, responsables del mundo; si todo es un espectáculo más o menos virtual, asquearse por una de las matanzas que aparecen puntualmente en los telediarios es tan pueril, o tan anticuado, como no venerar los simulacros pornográficos de violencia y sadismo en que viene especializándose el cine norteamericano más celebrado por nuestras clases cultas. Lo que hace Aub, usando lo imaginario, es justo explicarnos el negativo o la sombra de lo real, mostrarnos su parte de azar, de mentira, de artificio. [ ... ]
Exiliado en México, Max Aub, tal vez para equilibrar instintivamente el agobio de las cosas que habían pasado, se complació en inventar las que pudieron o debieron pasar, del mismo modo que a Adolfo Bioy Casares le gusta especular sobre la existencia de mundos paralelos y simultáneos al nuestro en los que se van cumpliendo otros futuros.
En uno de esos mundos, la guerra civil española no ha tenido lugar, y un Max Aub de 53 años, director de los teatros nacionales, lee su discurso de ingreso en una Academia Española que, por supuesto, no lleva por delante el título de Real. Por razones políticas, desde luego, pero también literarias: la Academia de Max Aub no es Real, sino Irreal. En esa Irreal Academia Española, como en La calle de Valverde, en Jusep Torres Campalans y en las novelas populosas del Laberinto mágico, se mezclan los muertos y los vivos, y la verdad y la mentira se funden en una aleación que da el oro indudable de la literatura, de lo que pudo o debió ser y no alcanzó la existencia. El. folleto del discurso falso, pero tangible, es una sola gota de ficción que provoca graduales modificaciones químicas en la realidad. Un solo día, el 12 de diciembre imaginario de 1956, cambia retrospectivamente los veinte años anteriores de la vida española. [ ... ]
Cronista amargo y minucioso de las cosas que en realidad habían ocurrido, Aub se toma la revancha contando las que merecieron ocurrir: en 1956, el jefe del Estado español no es el general Franco, sino don Fernando de los Ríos, sucesor de don Manuel Azaña en la presidencia de la República que acaba de cumplir 25 años; según la relación de académicos que viene al final del discurso, Federico García Lorca no fue asesinado en Granada en el verano de 1936: ahora, a los 58 años, académico desde 1942, escucha las palabras de Max Aub, sentado cerca de Miguel Hernández, que no murió de tuberculosis y de desolación en una cárcel dos años después del final de la guerra, porque no hubo ninguna guerra, y por lo tanto, ni Jorge Guillén, ni Pedro Salinas, ni Rafael Alberti, ni Luis Cernuda tuvieron que marcharse al xilio, y él, Aub, mira sus caras atentas y serenas cuando levanta los ojos de las cuartilas que está leyendo en el mismo lugar donde yo leo hoy las mías, casi cuarenta años después de aquella fecha que no está en los calendarios: ve a los que en 1956 ya estaban muertos y a los que nunca volverían a España, pero como no hubo guerra, y por lo tanto tampoco vencedores ni vencidos, cerca de Américo Castro está sentado José María Pemán, y Ramón J. Sender y Blas de Otero comparten su condición de académicos con Ernesto Giménez Caballero y con Pedro Sainz Rodríguez. La fisura tremenda entre los que se fueron y los que se quedaron, la tierra de nadie del desconocimiento y el olvido, no han llegado a existir: Dámaso Alonso puede encontrarse habitualmente en la Academia con sus mejores amigos de la juventud, que no han tenido que marcharse a países lejanos; Miguel Delibes y Camilo José Cela conversan con los maestros de más edad, con Emilio Prados, con el sabio Moreno Villa, con el propio Max Aub, que tal vez ha entrado en la Academia más en su condición de director del teatro Nacional que de novelista, pues, si no hubo guerra, si no tuvo que irse al exilio, si no sintió la necesidad rabiosa de contar lo que había vivido, ¿qué novelas había escrito este Max Aub en lugar del Laberinto mágico? ¿No había dicho él que fue el general Franco quien lo convirtió de verdad en novelista? Escribir y recordar son actos de pura rebelión contra el tiempo: "Hubo un tajo y todo volvió a crecer, se curaron las heridas, lo destrozado se volvió a levantar, ni ruinas quedaron. La gente se acostumbró a no tener ideas acerca del pasado".[ ... ] Ahora que a todos nos quieren encerrar y subdividir en particularismos miserables, y que la palabra español es pronunciada en muchos lugares como un insulto o una acusación, creo que está bien acordarse de alguien que, como Max Aub, decidió ser español, un español demócrata y de izquierdas, sin más raíces que las elegidas por él mismo, sin otras lealtades que las de la convicción civil y la libertad. Ahora que en España crece cada día un delirio de pertenencias y genealogías, de atornillamientos ancestrales, me gusta admirar el ejemplo de este hijo de padre judío alemán y de madre francesa que vino por primera vez a España en 1914, a los 11 años, y se marchó de aquí en 1939, a los 36, y sin embargo contó y sintió como nadie la vida del país y la desgarradura del exilio. Judío, alemán, francés, valenciano, apátrida, mexicano, peregrino en su patria, regresado al destierro y muerto en él en 1972, Max Aub me parece un ejemplo de ciudadanía y de inteligencia españolas, de esa clase de ciudadanía y de inteligencia españolas, de esa clase de ciudadanía y de inteligencia que para nuestra desgracia acabó demasiadas veces en el infortunio y el exilio.
La Academia conjetural a la que él se dirigió en su discurso de 1956 estaba compuesta parcialmente de muertos y de desterrados: el linaje en que debe ser incluido su nombre es el de tantos españoles que debieron abandonar su país o que sufrieron la desgracia de no escapar a tiempo de él. Max Aub es heredero de Gaspar Melchor de Jovellanos, que fue miembro de esta Academia, y también de José María Blanco White, que hubo de renunciar no sólo a su nacionalidad, sino también a su idioma; la condición de académico no es incompatible con la de fugitivo, proscrito o exiliado. [ ... ] Como los judíos y los moriscos de varios siglos atrás y los liberales de 1814 y de 1823, como Antonio Machado y Manuel Azaña y Niceto Alcalá Zamora -que también fue académico, por cierto-, Aub huyó de su país para no ser ejecutado o encarcelado por sus compatriotas. Igual que muchos de ellos, pagó su lealtad con el destierro permanente, con la extrañeza sin remedio. [ ... ]
En ninguna parte, ni en España ni en México, encontró Max Aub el acogimiento que deseaba y merecía. [ ... ]
Max Aub no podía olvidar y no podía volver, y su destiempo, su expulsión del presente, para usar de nuevo las palabras de Claudio Guillén, era más grave y amargo que el destierro. De esas imposibilidades está echo lo mejor de su literatura. Y a pesar de todo, de tantos años y tanto desconocimiento, de aquel olvido que, según él decía, trepaba como una hiedra por España, sus libros vuelven poco a poco a recuperar su ciudadanía entre nosotros, al mismo tiempo que se han ido cumpliendo algunas invenciones tan fantásticas como las del discurso de 1956. Porque no están ni el mañana ni el ayer escritos, la imaginación puede corregir las cosas que han sido irremediables y vaticinar las que aún falta mucho para que sucedan, y hacerlas de ese modo menos imposibles. La muerte de Antonio Machado en Colliure no puede ser modificada, y su discurso de ingreso en esta Academia nunca se llegará a concluir, pero el destierro de Max Aub se alivia parcialmente cada vez que un editor recobra uno de sus libros y que un lector se encuentra con él. La lista de los académicos que hoy me honran tan desmedidamente recibiéndome no es menos diversa que la imaginada por Aub en 1956, o que el Parlamento que en 1977 restauró las libertades españolas, en el que, por cierto, se sentaban algunos personajes del Laberinto mágico. Del mismo modo que el sistema político actual se legitima en la medida en que restaura las libertades de 1931 y con ellas la herencia progresista de las Cortes de Cádiz, yo no creo que la cultura española pueda lograr su verdadera plenitud si no recobra la tradición abolida en 1939, la herencia intelectual y cívica que representan con tal exactitud los escritores que compartieron la misma edad que Max Aub y un destino semejante al suyo, algunas veces más terrible y otras no tan definitivamente amargo. Dije al principio que la literatura era el diálogo entre los vivos y los muertos, el lugar donde se quiebran las leyes del tiempo. Don Quijote, en nuestra imaginación y en nuestra biblioteca, es contemporáneo de Aquiles y de Huckleberry Finn, y los versos de Dante y los de don Francisco de Quevedo nos hablan con una voz tan próxima como la de nuestra propia conciencia. En este salón uno siente la presencia de los académicos que hoy me escuchan a mí y de los que murieron hace mucho tiempo, pero el diálogo no se detiene en este recinto, y se prolonga en las voces de quienes nunca llegaron a ingresar aquí, pero pudieron o debieron haber ingresado. En Luces de bohemia, Rubén Darío comparte el diván de un café con el marqués de Bradomín, con Max Estrella y Don Latino de Hispalis. En la ciudadanía de la literatura, donde ni el destiempo ni el destierro existen, el discurso académico de Max Aub y el de Antonio Machado son menos reales, pero no menos memorables, que el de don Benito Pérez Galdós o el de don Pío Baroja. Pero ya advertí al principio, con palabras de Machado, que los honores desmedidos perturban siempre el equilibrio psíquico de todo hombre medianamente reflexivo. A estas alturas, y a causa de la emoción, de los nervios, del aturdimiento, de la gratitud, de la extrañeza solemne y abrumadora de las ceremonias, yo no estoy muy seguro que este discurso mío no sea también parcialmente, maxaubianamente, imaginario.
Muchas gracias.
Babelia
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