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El ladrón de libros

Duncan Jevons, un inglés de 50 años, que trabajaba en una granja de pavos y fue estudiante de teología y filosofia en su juventud, ha sido condenado a 15 meses de prisión por robar 52.000 libras. Parte de ellos han sido recuperados y han salido a subasta al no identificar la policía a sus legítimos propietarios. No era el lucro el móvil de Jevons, pues almacenaba los libros en su casa. Según los jueces, lo movía una pasión enfermiza, o esto dicen al menos las agencias de prensa, que han transmitido la noticia este verano de lluvias escandalosas y truncos magnicidios.No sabemos, yo no lo sé, qué oscuros traumas teológicos o filosóficos han nutrido el atormentado espíritu de Duncan Jevons. Pero yo quiero hacer el elogio de este ladrón de libros porque es una hipérbole viva de la cultura, un desenfrenado apologeta de la desacreditada galaxia Gutenberg.

Recuerdo ahora a Pedro Sáinz Rodríguez, conspirador antirrepublicano, obstinado putañero y servidor siempre de su rey, pero también un gran bibliófilo, lo que para mí excusa sus múltiples pecados. Don Pedro, cuando le echaba el ojo a un libro interesante, hacía todo lo posible por quedárselo, no importa con qué mañas, y al final se lo quedaba. Duncan Jevons ha hecho lo mismo sólo que de modo elefantiásico, gigantesco, absoluto. El es como un ectoplasma de Borges, que únicamente concibe el universo bajo la forma de una biblioteca; es un pariente próximo de Alonso Quijano, de quien la crónica cuenta que enloqueció leyendo libros de caballerías, pero no cuenta, y debiera haberlo contado, que llegó un momento en que, entrampado con los libreros de Madrid, recurría a todas las astucias posibles para hacerse con los libros que no pagaba y tampoco devolvía.

Los ex teólogos o ex seminaristas acaban a veces mal: pagan su audacia con la vida, como el Julien Sorel de Stendhal, o se convierten en agudos salteadores de caminos, como hemos leído en algunas novelas. Pero ya se ve que el delirio de la teología engendra también ladrones misteriosos, portentosos amantes de la propiedad ajena, que en este caso sólo son líneas y más líneas llenas de letras, renglones y más renglones donde el mundo se entiende y malentiende, se aclara y se oscurece, se afirma y se niega a sí mismo. Duncan Jevons robó por dos veces la colección completa de la Enciclopedia Británica, que sustrajo de un convento de monjas. Las sores, cuando el primer robo, repusieron la enciclopedia, de 27 volúmenes, pero Jevons regreso cuatro años más tarde al convento y volvió a robarlos. El mundo es para este Duncan Jevons una biblioteca sin sentido, porque su sentido sólo está en la sucesión de los volúmenes, en la yuxtaposición de libros y más libros, que él no ha leído pero le han acompañado en secreto durante 30 años.

Yo imagino a Duncan Jevons en el sótano de su casa repitiendo los títulos de los libros más cercanos, pasando con mimo la mano por los lentos volúmenes, degustando sus superficies dintintas y cambiantes, acariciándolos con la mirada cansada, melancólica y de buen ladrón. Y al imaginarlo no puedo reprimir el sentimiento de una honda solidaridad con este hombre que ha renunciado a muchos paseos por los verdes caminos de Inglaterra, o a algunas horas de amor tierno y alegre, por robar libros y más libros, por mirarlos en el sótano o en los pasillos de su casa, invadida por el olor a tabaco seco y a polvo cortante que emiten los libros acumulados. Por eso yo, burgués respetuoso con el derecho de propiedad, lealmente convicto y confeso de haberme quedado con algún libro que no me pertenecía, hago aquí su elogio.

Mientras la voz de pato mareado de José María Carrascal suena en la tele del vecino, mientras cuatro contertulio s condenan a Felipe González al infierno para siempre jamás en la radio de mi otro vecino, el invidente, yo quiero hacer aquí el elogio abierto, fraternal y solidario de este ladrón teologal, tan heroicamente terco, tan dulcemente desmesurado.

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