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FESTIVAL DE BAYREUTH

Apasionante y turbador "Tristán e Isolda"

Han pasado solamente 24 horas desde la premierie del festival de Bayreuth, pero el cambio ha sido espectacular, tanto en el terreno artístico como en lo meramente social. Ni despliegues policiales, ni manifestaciones de estudiantes, ni centenares de curiosos, ni la clase política al completo: lo único que. importa a partir de ahora es Wagner.

En una de sus cartas a Mathilde Wesendock, escribió Wagner que una buena representación de Tristán e Isolda "debería volver loca a la gente". La del 26 de julio lo fue. Y aunque la percepción artística se haya enfriado mucho en los hábitos del siglo XX, el público reaccionó con entusiasmo: 20 minutos' de aclamaciones, reloj en mano, frente a los 11 de aplausos el día anterior en Tannhäuser. Waltraud Meier se convirtió en la gran heroína de la noche con su Isolda, pero el director de orquesta Daniel Barenboim y el tenor Sigfried Jerusalem no se quedaron a la zaga. Wagner dejó escritos para Tristán e Isolda algunos de sus hallazgos musicales más turbadores, desde la voluptuosa ambigüedad tonal hasta un cromatismo llenó de misterio. En esta ópera se encuentra el punto de partida de una gran parte de la música del siglo XX.

Waltraud Meier empezó a cantar Isolda, en Bayreuth hace dos años, después de una trayectoria, anterior en que había sobrepasado con éxito retos tan comprometidos como el de Kundry en Parsifal. Se decía entonces que_Meier no acababa de convencer como Isolda, ese papel arquetípico sueña y meta de todas las sopranos de ópera alemana. Pero ella insistía con una tenacidad admirable. Dos años después, la maduración que ha alcanzado con el personaje es asombrosa, y aún puede ir a más.

Pelos de punta

No es evidentemente Kirten Flagstad, porque las. voces wagnerianas no son ahora así -y es bueno que mantengamos la leyenda de este portento, conservado en la sensacional. versión discográfica de Furtwänger de 1952-, pero Waltraud Meier otorga a Isolda, una intensidad, un color y una sensibilidad que la sitúan con naturalidad como la Isolda del año 2000. Su escena de la muerte puso los pelos de punta y provocó un auténtico delirio, tal vez más que por los' medios vocales por la interiorización con que vivió y transmitió el personaje.

S. Jerusalem, un cantante al que se puede aplicar en la cuerda de tenor wagneriano el mismo tipo de consideraciones que a Meier en la de sorpano, dio la réplica adecuada en el atormenta do personaje de Tristán. Su coraje, su entrega, su valentía al acometer esta terrible tesitura, que Jerusalem domina como nadie hoy, hacían vibrar. Tuvo dificultades, cómo no, pero salió sobradamente airoso del empeño. El resto del reparto fue equilibrado. En Poul Elming (Melot) muchos siguen viendo una de las grandes promesas tenoriles del futuro. Hólle, Struckmann y Priew ofrecieron notables prest - aciones del rey Marke, Kurwenal y Brangäne, respectivamente.

Un caso aparte es el de Daniel Bareriboim como director musical de esta ópera. En alguna ocasión ha manifestado que hay un antes y un después de su trayectoria artística, separados por el conocimiento de Tristán e Isolda y el inmenso impacto que le causó. A Tristán vuelve continuamente en Bayreuth, y de Tristán extrae todo ese clima de misterio, atracción del abismo, erotismo, premonición de la muerte y magnetismo que posee. No es cuestión de resaltar el dominio estructural y detallista de la orquesta, que lo posee en grado sumo, sino de admirar la creación de un clima que nos desliza inevitablemente al escalofrío.

Fue el propio Barenboim quien propuso al dramaturgo Heiner Müller para hacerse cargo de una puesta en escena que sustituyese la lírica de J. P. Ponnelle en Bayreuth, buscando una aproximación desde el mundo del pensamiento y la literatura teatral. Müller contó con la colaboración del escenógrafo E. Wonder para los decorados y con el diseñador Y. Yamamoto para el vestuario. El resultado es sorprendente, porque la narración se integra en una lectura plástica que, con un lenguaje contemporáneo lleno de guiños a pintores como Rothko, nos vuelve de lleno al teatro de una determinada época japonesa en su tratamiento ceremonioso de la muerte y el suicidio. No lo comprendió así una buena parte del público, que arremetió contra Müller con sonoros. abucheos.

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