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Una historia de Bobby de Niro

Antonio Muñoz Molina

Lo que más admiro de un actor no es que sea capaz de encamar a otras personas que no se le parecen, sino que a lo largo de todas sus transfiguraciones continúe siendo él mismo, induciéndose simultáneamente a desconocerlo y a reconocerlo, a intuir que en la verdad del personaje hay una parte de la verdad personal de quien lo interpreta. En la música, esta evidencia parece aún más clara que en el teatro o en el cine: Mstislav Rostropóvich, siendo un intérprete escrupuloso y técnicamente insuperable de las suites para violonchelo de Bach, sabe convertir cada una de ellas en una confesión o un arrebato personal; cuando Ella Fitzgerald canta una canción de Cole Porter o de George Gerswhin, la alegría inmediata y enérgica y el fondo de tristeza que transmite están a la vez en la música, en la letras, en el metal de su voz y en su experiencia de la vida.

Los actores escépticos y de una cierta edad tienden a reírse de la escuela de la interpretación excesiva, de la conocida superstición según la cual un actor ha de poner toda la fuerza abrasada de su alma en los gestos más triviales y enfrentarse a un papel como a una inmersión psicoanalítica, buceando en el texto significados ocultos que a él le toca revelar. Encendiendo un cigarrillo, subiéndose la cremallera de una cazadora o diciendo buenos días James Dean informaba al mundo de las mareadas interiores que lo atormentaban, y seguramente estaba tan convencido de que él mismo era mas importante que cualquier personaje que a lo largo de su vida sólo accedió a hacer de James Dean, del mismo modo que Marlon Brando se ha pasado la mayor parte de la suya haciendo cada vez más tediosamente de Marlon Brando. Son como esos desatados pianistas románticos a los que detestaba Glenn Gould, tan ocupados en desplegar su virtuosismo que no nos dejan escuchar la música que tocan.

Uno de los papeles que a mí más me han gustado de Brando, por cierto, lo hizo Robert de Niro: el Vito Corleone joven de la segunda parte de El padrino. Robert de Niro tiene muchos adictos, sobre todo en Europa, pero no es probable que obtenga alguna vez las reverencias mitómanas que se prodigan a James Dean o a Brando. De Niro ha interpretado con frecuencia a personajes bizarros, pero en él hay siempre una sugerencia de personal usual, de tal modo que a los pocos minutos de empezada una película ya lo miramos con una familiaridad que expresamente nos vedan con sus manierismos los actores de la escuela de Brando y de Dean. A Robert de Niro no lo imaginamos ennoblecido o arrastrado por un destino de malditismo romántico, ni abotargado en la misantropía y la megalomanía de un sátrapa. Sabemos de él que vive más o menos en la mismas calles de Nueva York en las que creció, y que sus amigos de ahora siguen siendo los amigos antiguos del barrio. En un documental que vi hace poco sobre Martin Scorsese, su madre, una señora gorda con vestidos estampados de verano que podía ser una vecina de Madrid, hablaba de Robert de Niro llamándole Bobby, con ese afecto que reservan las madres para los amigos de infancia de sus hijos.

Algunas de las películas que a mí, me gustan más de los últimos 20 años las ha dirigido Martin Scorsese: a pocos actores les debo un mayor número de interpretaciones memorables que a Robert de Niro. Scorsese ha derivado últimamente hacia excesos de decoración, de amaneramiento y de golpes de efecto de los que estoy seguro que volverá indemne cualquier día con cualquier película plenamente suya. En cuanto a de Niro, después de aquella maravilla menor que fue La chica del gánster, ahora nos llega con mucho retraso la primera película que ha dirigido, Una historia del Bronx, que en su país no tuvo ningún éxito, pero que a mí me ha permitido disfrutar de alguna manera de las emociones básicas del cine, y más exactamente de lo que los aficionados solíamos llamar con reverencia el cine americano, que aunque no lo parezca es un arte muy poco cultivado estos tiempos en Estados Unidos.

En Una historia del Bronx, que fue primero escrita e interpretada a solas en el teatro por el magnífico Chazz Palminteri, Robert de Niro no hace de gánster, sino de padre de un niño que magnifica con sus ojos infantiles a los gánsteres del barrio, de conductor de autobús que ve crecer con ternura y alarma a su único hijo y va comprendiendo que su destino de padre es dejar de ser un héroe para el chico y convertirse poco a poco en una sombra quejumbrosa y opresiva, en un modelo no de lo que hay que ser, sino de aquello de lo que es preciso huir a toda costa. En el cine y en la literatura de estas ultimas décadas, contaminados irreparablemente de psicoanálisis, las figuras paternas no han gozado de mucho prestigio, porque había que matar al padre o rebelarse contra el padre y porque una parte considerable del comercio se alimentaba, y se alimenta cada vez más, del halago a la adolescencia. Una historia del Bronx tiene, entre otras virtudes, la de ser una de las pocas películas en las que está contada la emoción y la incertidumbre de la paternidad y ese misterio del niño que crece queriendo ser como su padre y luego siente que se aleja de él para buscar a otro padre imaginario, a otros maestros que le impartan esas lecciones de la vida que el héroe de la infancia ya no puede enseñarle.

Robert de Niro ha hecho persuasivamente de psicópata, de, pistolero sanguinario y sentimental, de fotógrafo acobardado y comodón de la policía, de inmigrante italiano recién llegado a América, de boxeador joven y atlético y viejo y gordo y alcoholizado, de taxista neurótico, de contrabandista de licores, de fumador de opio, de aristócrata adicto a los remordimientos de clase y a la cocaína. Pero por debajo de esa apariencia de transformismo inagotable discurre una identidad única, un sigilo y un oficio solvente que acaba siendo la simple verdad de una presencia humana, tan inmediata como la voz joven de Ella Fizgerald cantando a Gerswhin, como la resonancia salobre de la madera. en el violonchelo de Rostropóvich. En el padre joven y proletario de Una historia del Bronx, en el modo en que conduce un autobús o habla con su hijo o lo vigila o se asusta de verlo de pronto convertido en un adolescente, Robert de Niro alcanza esa naturalidad que sólo es posible cuando uno, en el fondo, y en un punto de equilibrio entre la confesión y el pudor, se está mostrando a sí mismo. Quizás por eso él dedica la película a la memoria de su padre.

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