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Contra corriente

Antonio Muñoz Molina

La víspera del viaje infructuoso de Manuel Gutiérrez Aragón al Festival de Cine de Berlín, yo tuve la fortuna de asistir a una proyección de El rey del río. Más que de un pase privado parecía tratarse de una cita secreta. Me habían dictado por teléfono una dirección y una cierta hora de la tarde, y al cabo de una travesía en taxi hacia un barrio desconocido y lejano del norte de Madrid me encontré desconcertado, al principio de la noche, en el portal de una casa de pisos, uno de esos edificios neutros y de cierto lujo de los años setenta. En la pequeña sala de proyección, donde las moquetas y los divanes por módulos acentuaban la sugerencia estética de los setenta, se confirmaba un sonambulismo que, de antemano, nos sumergía en una atmósfera de Gutiérrez Aragón.Unas cuantas personas, algunos conocidos, hablaban en voz baja entre sí, un poco difuminadas, igual que el tono de las voces, por esa penumbra turbia que se instala en los cines unos minutos antes de que comience la película. Se apagaron del todo las luces, se iluminó la pantalla y fue como en esas novelas de intriga en las que un grupo de personas que no se conocen entre sí han sido citadas en un lugar extraño por alguien que no llega a presentarse. Pero, a diferencia de algunos malvados fantasmales de Agatha Christie, Gutiérrez Aragón sí apareció. Aprovechó la oscuridad para presentarse con el mismo sigilo con que nos había convocado y desapareció enseguida, una rápida sombra deslizándose sobre las sombras luminosas del cine, retirándose para dejamos solos con una película que al estar ya concluida empezaba a no pertenecerle.

Ser cineasta en un país donde el cine poco a poco va dejando de existir es una tarea singular, un oficio en el que el talento nunca está a salvo de la desolación más absoluta. El éxito tiende a ser patrimonio de las mas necias brutalidades norteamericanas o de astutas naderías europeas provistas de la correspondiente coartada cultural. Cada película digna es un acto de improbable heroísmo. Que aIguien haga, como acaba de hacer Gutiérrez Aragón, una película inteligente y tranquila, que no tiende al espectador trampas emocionales ni estéticas y que además no accede a usar ninguna de las contraseñas de la moda, ya es un acontecimiento inusitado, hasta tal punto que corre el peligro de convertirse en un acontecimiento invisible. De hecho, en el festival de Berlín prácticamente no la ha visto nadie, ni siquiera los que la han tenido delante de los ojos. Según las crónicas, al jurado y, a los correosos cinéfilos de Berlín les ha hecho más impresión la otra película española que se presentaba, película de la que yo he visto unas pocas imágenes en televisión, las necesarias para empezar a comprender algo.

Ignorancia y moda

En El rey del río hay padres e hijos que conversan, que mutuamente se ven crecer y envejecer, que a la hora de la comida, en la mesa familiar, se miran con afecto y en ocasiones con rencor. En esta otra película se ve una chica de cabeza rapada -psicópata, desde luego- que le introduce a su padre en la boca el cañón de una pistola, y supongo que también se verá la adecuada dosis de cabezas reventadas a tiros, sangre y materia cerebral chorreando por azulejos, etcétera. Al director de esta película ya se le llama con arrobo el Quentin Tarantino español. Da la impresión de que se hubieran convocado unas oposiciones a Quentin Tarantino, igual que hace años se convocaron oposiciones a Pedro Almodóvar y a personaje femenino de Pedro Almodóvar. Bajo la doble hegemonía de la ignorancia y de la moda, los juicios de valor sobre lo inmediato tienden a la prudencia, a la íntima e inconfesada coacción: por eso ahora mismo casi nadie se atreve a no admirar al ya citado Tarantino, y hasta el más inepto o el más sádico de sus discípulos tiene grandes posibilidades de obtener la consideración de los entendidos.

Una de las cosas que uno agradece viendo El rey el río es que Manuel Gutiérrez Aragón haya preferido no opositar a ninguna de esas plazas tan acreditadas, aunque tan concurridas. Ahora se exige que las películas o las novelas lo atrapen a uno desde su mismo arranque, como si lo, atrapara un cepo, porque más fácil que apelar a la inteligencia es provocar expectativas morbosas. En una novela repugnante que cayó hace unos días en mis manos y que tiré enseguida (en español se titula, no sin incongruencia, La Machine), el protagonista -otro psicópata, para variar- planea en las primeras líneas asesinar a su madre. Una película española alzada a toda velocidad al pedestal de las obras maestras comienza con la oferta de una felación. El rey del río sucede al principio con un aire engañoso de simplicidad, con una lentitud como de impremeditación, y uno va ingresando en ella sin darse mucha cuenta, atraído por el ritmo majestuoso y común de las vidas sin relieve, de los trabajos y los días, de ese artificio mediante el cual logra el cine la más difícil de sus simulaciones, la del paso dilatado de los años, la monotonía de las edades y las estaciones, las décadas imaginarias, densas de peripecias y recuerdos que caben en unos minutos de película, en el rostro sereno y triste de un actor. Comprendo que los devotos de la casquería cultural se aburran en una película donde el máximo acto de violencia es el ahogamiento (no del todo fortuito ni completamente inmerecido) de un experto en psicología infantil. El cine, que en apariencia es el arte de la máxima visibilidad, es más valioso en la medida en que esté poblado de cosas invisibles. En El rey del río, en algunos gestos y miradas memorables de Carmen Maura y Alfredo Landa, lo que ha hecho Manuel Gutiérrez Aragón ha sido retratar el tiempo.

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