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El hinchamiento moral

Han llegado, a bombo y platillo, las esculturas de Botero. Así, como caídas del cielo, como paracaídas de puré de castañas glaseadas, como agua bienhechora en pleno mes de mayo. ("¡Oh Bolombolo!", tal vez exclamaría, a modo de saludo, León de Greiff, poeta colombiano que usaba la fanfarria sólo por fastidiar.) El caso es que han llegado, a la hora precisa, a su recoleto jardín. Y ese oportuno estar ahí, tal como están las cosas de disipadas, tiene un algo de toqueteo mágico, ligado y bien ligado a la abultada realidad. En realidad, boquiabiertos y babeantes, las estábamos esperando: para que rellenasen, a escape y con firmeza, el vacío moral de este momento histórico. Y aquí están ya, por fin, sobre el césped escaso, predispuestas a múltiples lecturas, atascos formativos y honestos tocamientos de la ciudadanía en celo.En realidad, esto había tenido su precalentamiento fecundo. Con Antonio López, Romero de Torres y Lucian Freud, los padres de la patria se aplacaron al no poder decir impunemente: "Eso lo hace mejor mi niño...". Era una forma graduada de desprenderse de cualquier complejo, de regresar al grano o al divieso de la figuración, de dejarse de pajas abstractas, guarrerías conceptuales y minimalismos borrosos. Pero, entre los pioneros de nuestro escaparate cultural, todavía se deslizaba la fecunda sospecha de lo enfermizo. Faltaba una inyección de optimismo, un himno a la abundancia, un subidón de leche, la glorificación de la manteca.

En realidad, andábamos hambrientos de rotundidades. Y a fe que son rotundas, amén de lisas, estas bellas figuras de mamanconas y mamoncillos. Sobre todo, cuando su creador aclara que no son gordas, sino volumétricas. Ello ha evitado al punto que una pandilla trasnochadora de jovenzuelos siguiera por allí jugando al corro al ritmo de la Orquesta Mondragón: "Ellos las prefieren gordas/gordas, gordas, muy, muy gordas/gordas, gordas y apretás..." Hecha la aclaración y desdibujado el dañino propósito -"de hacerla, hacerla gorda"-, el buen gusto se ha impuesto. Para que lo admirable lo sea al mismo tiempo para todos: de Celia Villalobos a Ramón Tamames, de Txiki Benegas a Paloma San Basilio.

Sublimes y rollizas creaciones descienden a la calle para expandirse, para disfrutar a sus anchas, para libramos de la crisis moral y estética que a la anorexia nos llevaba. Aquí se vuelve a tocar arte como se toca pelo; en medio de sonrisas del espíritu, estimulantes lisuras, distracciones instructivas, olor a pez y reconocimiento del bueno, auténtico pata negra: "A mí, después de esto, no me la dan nunca más con queso".

El orondo consenso ante un arte palpable es de los que nos curan de cualquier depresión y cualquier carencia crónica. Alabamos incluso su desnudez, que, por inabarcable, ni sembrará inquietud entre las fuerzas vivas. Celebramos su placidez, estable y contagiosa, que logra distanciarnos del Gobierno y acercarnos a Shelling, quien pensaba que una felicidad que no puede comunicarse no es felicidad. Nos derretimos al contemplar unas esculturas que se muestran contentas de su condición escultórica. Y nos gusta un montón que rebasen el límite de lo admirativo para convertirnos en verdaderos hinchas suyos. Hasta el extremo de desear que, de la mano de Chillida, le levantemos a Botero una estatua de pura gratitud, pues nunca tanto espacio cubrió hueco tan justo.

El, a cambio, que no nos regale aquello que imaginó a distancia. Un poco más arriba de donde se solazan sus criaturas y nuestras miradas, tiene la gran oportunidad de transformar las dos torres de KIO en un majestuoso gigante, ya entreabierto, plasmado de cintura para abajo. Sería el monumento que ni pintado para que, de una vez por todas, se nos hinchara la moral. Sólo tendría un rival en el entorno: la fotogénica cucaracha hinchable con la que más gozaba Roldán. Pero ése es otro cantar: el del eterno combate entre lo sensual lo rijoso, entre el querer y el poder,y entre la figuración y la realidad.

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