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El Oscar de barro

Los premios de la Academia de Hollywood nacieron en 1928 y con mal pie. Ganó una bonita película de William Wellman titulada Alas, pero lo hizo a costa de las geniales Amanecer, de Wilhelm Murnau; El viento, de Victor SJostrom y El héroe del río, de Buster Keaton, que hoy son palabras de oro del libro del cine. De ahí le vino a la estatuilla dorada el insulto -ahora elogio- de Oscar de barro. Hay muchos oscars relucientes, de plomo chapado con oro de escasos quilates; y unos pocos de barro, amasados con el sudor y el polvo de las caminatas imaginarias de la gente común en las rutas inexploradas de la sábana blanca. La lista de Schindler es de esta segunda noble especie.El muñeco enderezó a trompicones su escaso prestigio inicial, para luego caer en descrédito adornando a películas efímeras. Su itinerario es una quebrada de vaivenes desde el abismo a la cumbre. En el abismo estuvo durante casi todo el pasado reciente, hasta que hace tres años se agotaron los caramelos de la tienda de Reagan y volvió a la gente, con las grietas de un muro resquebrajado, el temor y con el temor la costumbre de buscar en la pantalla viejas verdades consoladoras. Y un retorno a la cumbre se inició, tras la huella de El silencio de los corderos y Sin perdón, en la fiesta californiana, mientras recobra vida la paradoja de que el tío Oscar vuelve a ser de oro precisamente cuando el cine escarba en el barro. Schindler, obra más a ras de este tiempo de lo que parece, lo confirma.

En ella hay un paño caliente final del comerciante Spielberg, que el cineasta Spielberg sabe ajeno al largo sueño que lo precede. Este epílogo da un broche de mal documento a lo que en las tres horas anteriores es pura ficción, por ocurrido y cierto que sea lo que cuenta. Algunos guardianes celosos de la memoria del Holocausto es esto lo que no perdonan al filme: que aborde lo inabordable y lo haga sobre el tejido de una metáfora. Claude Lanzmann, autor del ascético documento Shoah, se llevó escandalizado las manos a la cabeza en Le Monde. No es el único. Hay quienes ven en el filme un lado turbio precisamente en lo que tiene de más cristalino en cuanto cine: su capacidad para tocar con las yemas de los dedos de la imaginación la página más negra de la historia del dolor humano. El lado arriesgado del filme no es que intente representar lo irrepresentable, sino que al intentarlo busque crear alegría y así recuperar el perdido milagro eufórico de la ceremonia trágica, el poema por excelencia. Esto ofende, pero es bueno que la poesía ofenda allí donde la prosa reina.

El miedo a la ficción es tan antiguo como el miedo a la libertad, pues transmite ésta en forma de contagio sentimental y, por tanto, ingobernable. El miedo a la ficción es por eso un sentimiento despótico. La película es discutible: todo lo que merece la pena lo es. Pero hay quien cae en este autoengaño: se siente volar alegre en las redes de un melodrama habilísimo, se deja conmover y zarandear por el vaivén de emociones que se agita en sus imágenes, y es esto precisamente lo que le perturba: sentirse bien, experimentar el llanto como forma de placer. Danièle Heyman, tras abrirlo así: "Es un formidable ejercicio de cine, obra de un cineasta en total posesión de su talento, una obra maestra de virtuosismo rítmico y estilístico", cierra su demolición de La lista de Schindler así: "Este filme extremadamente emocionante hará que nos arrepintamos de haber experimentado con él esta emoción". Es decir: una amenaza sacerdotal de pecado, de sacrilegio; y, al fondo, el dogma de que la ficción ensucia las realidades superiores, que sus guardianes sitúan por encima del alboroto de los hombres vivos e instalan en el silencio impenetrable del depósito sacramental de los muertos.

No se entiende este nudo o se entiende bien y es indicio de que La lista de Schindler daña contradicciones ajenas y es por ello depositaria de un auténtico Oscar de barro, lo que la convierte en una ficción imperececera, que crecerá sobre sus cenizas, lo que es el indicio que, antes de serlo, dejan a su paso por su tiempo las futuras obras clásicas.

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