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Tribuna
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Al fin

Miguel Delibes es, al fin, premio Cervantes. Sus muchos lectores se sentirán a, su vez recompensados. Delibes es, en efecto, un escritor popular, rango al que ha accedido con una escritura digna, pacientemente ejecutada durante mucho tiempo, sin dar nunca gato por liebre, como han hecho otros. Esta popularidad explica el éxito de recientes libros menores, donde la figura humana y literaria del autor son la misma cosa. Consciente tal vez de ello, el novelista no ha dudado en trasponer a la ficción su historia más personal, más íntima, en su última novela, Señora de rojo sobre ondo gris, endeble como fábula, brillante como demostración de estilo.Eso, el estilo, es algo que desde ninguna posición cabe discutir a Delibes. La prosa acerada, bruñida, tensa, intensa en su raíz castellana, es, seguramente, su logro más sostenido, el que vertebra la ya larga parábola que va desde La sombra del ciprés es alargada y Mi idolatrado hijo Sisi, hasta Los santos inocentes y otros títulos ulteriores. Miguel Delibes no ha aportado visiones radicalmente nuevas a la narrativa española. Fiel a un realismo de corte tradicional, aunque técnicamente renovado en el tiempo, el escritor se ha movido en un doble escenario, de signo castellano: el rural y el de la mesocracia de la ciudad provinciana. Ese ruralismo puede hoy antojarse anacrónico, pero conviene no olvidar la dimensión idílica que lo sustenta en sus mejores momentos -El camino es un título destacado-, más el rescate que en él se lleva a cabo de vastos acervos léxicos y antropológicos -(Castilla habla). En este sentido han de entenderse también sus celebrados libros de caza.

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La producción de una vida

Dos títulos, sobre todo, cabe destacar en esta obra: La mortaja y Cinco horas con Mario -una preferencia personal que sanciona un notorio consenso crítico- El primero, que Alianza acaba de lanzar en su nueva colección, es un texto de una enorme eficacia, notable por su sobreconcentrada economía de medios, donde se dibuja la patética figura de un niño enfrentado al sombrío trance de amortajar a su padre: parábola de la infancia aterrada, inmisericordia de la muerte.

En Cinco horas con Mario, Delibes crea una de las grandes figuras femeninas de la narrativa española de posguerra: Carmen Sotillo. Aparecida en el apogeo del segundo franquismo (1966), la novela no ha sido bien entendida: se ha subrayado hasta el exceso la condición reaccionaria de Carmen y se ha elogiado el presunto progresismo de Mario, el marido ante cuyo cadáver Menchu, la viuda, lanza durante una noche sin tregua una dolorosa acusación que pone en la picota al muerto y encierra, a su vez, una amarga lamentación por la propia vida arrasada. Carmen es una reaccionaria, cierto, pero está habitada por una bullente, abrumadora humanidad, que la hace mucho más positiva, mucho más completa que el izquierdoso esperpento del esposo, triste, átono y preso de abstracciones doctrinarias. Carmen vive en la palpitante materia vital de su monólogo, que no ha envejecido, aunque sí lo haya hecho su contexto social e histórico.

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