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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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Relato de una violación

Antonio Muñoz Molina

Es raro ya ir a uno de esos cines catedralicios de antes, y como casi todas las películas se ven ahora en lo que algunos estilistas llamaban antes la pequeña pantalla o en las celdillas de las salas municipales, la visita a un cine antiguo vuelve a tener un asombro parecido al de la infancia, y a uno lo abruma de nuevo mirar hacia las vertiginosas alturas del techo de donde cuelgan lámparas inaccesibles o enfrentarse en la oscuridad al tamaño monstruoso de las caras de los personajes.En estas salas con un lujo entre tronado y austrohúngaro, con terciopelos falsos y escayolas doradas, es donde más se ve que el cine se nos va volviendo un arte anacrónico, y que salvo los adictos a Sylvester Stallone y a los dinosaurios de Spielberg, la mayor parte de los aficionados tienen con él una relación semejante a la única que ya puede establecerse con casi toda la mejor pintura: una relación de museo, con sus dosis de inmovilismo y de melancolía, no un trato cotidiano y soluble en la vida, no ese disfrute casual de quedar con unos amigos para ver una película reciente y descubrir sin previo aviso una experiencia memorable.

Ahora a esos cines de porteros de uniforme qué suelen tener en los hombros una pesadumbre como de viejos mayodormos leales sólo va uno cuando accede a la curiosidad de asistir a un estreno, pero en estos casos parece que lo que menos importa es la película, y que la gente mira con mucha más atención hacia el patio de butacas que hacia la pantalla, buscando figuras de carne y hueso y no simulacros impalpables de tamaño fantástico y frías voces con entonaciones de metal. El espectáculo verdadero ocurre antes de que se apague la luz: las llegadas, los focos de claridad blanca en la noche, la gente agolpada tras las vallas de seguridad, los flases que reciben a las celebridades, todo de un americanismo meritorio. y escaso, como nuestro propio cine, tal vez como nosotros mismos. En la oscuridad posterior, cuando ya ha empezado la película, hay un ruido sordo y permanente de desasosiego, una impaciencia porque las luces vuelvan a encenderse y se reanude el llamativo espectáculo de la realidad, en el que cualquiera tiene el derecho a sentirse actor, no testigo miembro escogido de una minoría cuya única razón de ser es precisamente la de asistir a los estrenos.

En una película, Kika, de Pedro Almodóvar, hace unas semanas, el público invitado presencia la escena larguísima de una violación. Un delincuente armado con una navaja irrumpe en la habitación de una mujer dormida, y cuando ella despierta la hoja afilada se le hinca en el cuello, y el asaltante, que parece provocar algunas simpatías entre el público, por las carcajadas con que éste recibe sus interjecciones y exabruptos, está empezando a violarla. Entre el violador y la víctima, que parece asistir como algo distraída a su propia desgracia, hay un diálogo sainetesco interrumpido por jadeos y embestidas brutales, por la irrupción de un tercer peresonaje amordazado y atado que también levanta muchas risas y por la llegada, al final, de un par de policías cómicos que hacen bromas mientras intentan sin demasiado empeño que el violador, un prodigio de potencia sexual que actúa en películas pornográficas con el ingenioso nombre de Paul Bazzo, deje inacabada su hazaña. El público, a estas alturas, ya está muerto de risa, y las réplicas finales se pierden entre los aplausos y las carcajadas.

Incapaz de reírme, nervioso, incómodo en la butaca, miro a mi alrededor y distingo en la penumbra caras de hombres y mujeres cultivados, muchos de los cuales detentan cargos políticos y prestigios intelectuales, y me da un poco de miedo tanta risa, un poco de miedo y algo de asco, como cuando en una reunión de personas educadas se cuenta un chiste de negros o de violadores y nadie, ni yo mismo, es capaz de callarle la boca al chistoso de turno.

No tengo seguridades, sólo incertidumbres: no puedo razonar un argumento, sino atestiguar un rechazo íntimo y absoluto, un cansancio que en los últimos años me ha ido haciendo desertar de los cines, no por puritanismo, sino porque la crueldad constante que ya veo en torno mío me ha vuelto insoportable la exaltación obscena y sofisticada de la crueldad en la que parece haberse especializado ese arte. La literatura, la pintura, el mejor cine, con frecuencia son crueles, en la Iliada, en la Comedia de Dante y en las tragedias de Shakespeare hay carnicerías feroces, en los cuadros de Goya o de Francis Bacon se muestran en carne viva los límites peores del sufrimiento, en muchas películas imborrables suceden violaciones y crímenes. Pero en todas esas obras no sólo hay crueldad: también hay, al mismo tiempo, horror mudo y sobrecogido ante ella y respeto hacia las víctimas.

Salgo del cine a toda prisa, justo un segundo antes de que vuelvan a encenderse las luces y se reanude el espectáculo, y me pregunto qué sentirá viendo esa escena una mujer que haya sido violada. Pero tal vez, pienso luego, acordándome de Billy Wilder, de Chaplin, del mejor Fellini, no sea la tragedia, sino la comedia la forma suprema de la narración del dolor: es la comedia la que alcanza los límites de la burla, ese momento justo en que la carcajada ha de convertirse en piedad. El mejor comediante es el que sabe que de ciertas cosas nadie tiene derecho a reírse.

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