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LA BATALLA EUROPEA

El caso del 146 o cuando España dice no

Soledad Gallego-Díaz

El artículo 146 del proyecto de tratado hacia la unión europea -que se discutirá en la cumbre de Maastrich- ha pasado desapercibido para todo el mundo, menos para España. El Gobierno español ya ha hecho saber que lo considera casus belli, es decir, "absolutamente inaceptable".Se trata de un artículo aparentemente anodino en el que se establece la composición del Consejo. Con el nuevo texto se abriría la posibilidad de que algún Gobierno envíe a un representante regional, algo que no sería extraño, por ejemplo, en el caso belga, país dividido entre flamencos y valones. España considera que el riesgo de "contagio" es intolerable y ha anunciado que no aceptará esa redacción.

El caso del artículo 146 es sólo uno de los muchos en los que una lectura atenta del borrador de tratado pone de relieve serios inconvenientes para los países firmantes. Los dos grandes caballos de batalla para España son la "cohesión" (dicho en plata, que los países menos ricos reciban más ayuda económica) y el medio ambiente. En el primer caso, los Doce han desechado ya la propuesta española de un fondo de compensación interestatal, que sólo sería posible si Europa fuera de verdad una federación. El proyecto de tratado no da satisfacción a España, pero tampoco impedirá que se encuentren después los mecanismos adecuados para favorecer el trasvase de recursos.

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Muchas personas que han hablado en los últimos meses con el presidente del Gobierno, Felipe González, se han sorprendido por su aparente obsesión por conseguir que los temas de ecología se aprueben exclusivamente por unanimidad en el seno del Consejo de Ministros, sin que la Comisión (los funcionarios) ni el Parlamento Europeo tengan nada que decir. "¡Ellos, que se han cargado al lince, me van a explicar a mí cómo protegerlo!", afirmaba indignado González ante un grupo de periodistas hace menos de un año.

Financiación

Por supuesto, no se trata del lince ni de una política antiecologista, sino del riesgo de que se imponga una serie de normas (protección de reservas naturales, impuesto sobre la contaminación, etcétera) con un alto coste económico, sin que se establezcan los correspondientes mecanismos de financiación.El lema "el que contamina, paga", a escala comunitaria, sería un desastre para la política gubernamental española. Más todavía si esa normativa queda en manos de funcionarios de la Comisión o de los parlamentarios europeos, muy afectados por las tendencias ecologistas que existen en sus propios países.

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Es cierto que los grupos verdes comprenden el problema y exigen que la CE destine fondos comunitarios suficientes para mantener esa política, pero también lo es que el borrador de tratado no lo establece claramente.

A la hora de la verdad, el Gobierno español teme que la ecología se convierta en algo prioritario, incluso desde el punto de vista electoral, para los colegas de los países más desarrollados, mientras que sigue siendo mucho menos acuciante para los que no han alcanzado ni los niveles de desarrollo ni los de contaminación de los grandes. Como explica algo simplistamente pero con ironía el ministro Fernández Ordóñez, "es como si el vecino tiene dos coches y yo ninguno y me dicen que para proteger el aire hace falta que todo quede como está".

En cualquier caso, la negociación parece prácticamente perdida, porque todo el mundo, menos España, está de acuerdo en que el medio ambiente es, precisamente, uno de los pocos temas en los que debe imponerse el voto mayoritario e, incluso, conceder algún tipo de control al Parlamento de Estrasburgo. Y como asegura Fernández Ordóñez, "cada vez que se vota en este tema, resulta que España tiene que pagar".

Tampoco están recogidas en el proyecto de tratado las reservas del Gobierno español a todo lo que tiene que ver con temas sociales. Madrid estaba indignado con una propuesta holandesa según la cual el tema de las remuneraciones (un salario europeo interprofesional mínimo, por ejemplo) podría decidirse en la CE por unanimidad.

La retirada del texto holandés supuso un alivio, pero no despeja completamente las dudas. Se podría decir que González pone tanto empeño en mantener en sus propias y exclusivas manos todo lo relativo a la seguridad y protección social como John Major en asegurarse que la defensa es de su exclusiva competencia.

Una vez más, la explicación de la postura española es económica. Si Bruselas fijara un salario mínimo interprofesional demasiado alto, según los parámetros del Gobierno español, se vería afectada no sólo nuestra competitividad, sino también el déficit público (puesto que el salario mínimo interviene en la fijación de pensiones, que tendrían igualmente que subir). "Si fijan un salario mínimo, habrá que fijar también por reglamento un mínimo de productividad", se quejaba un político español.

Todo se complica todavía más porque, por otra parte, los acuerdos económicos, que España está dispuesta a aceptar, la obligarían a mantener un déficit similar al de Alemania o Francia. Y si no lo hace así, no podría ingresar en el club de los grandes.

En general, los negociadores españoles mantienen una actitud que ellos mismos califican de "pragmática". Por ejemplo, no se oponen al desarrollo de una política exterior y de seguridad común, pero, en cambio, se sentirán muy preocupados si prospera la idea de decidir por mayoría cualificada (y no por unanimidad) con qué países terceros se firman acuerdos de cooperación al desarrollo. Visto el interés de Alemania y de los países del norte por la Europa del Este y la URSS, intuyen que será muy difícil lograr que se autoricen ayudas para América Latina o para el sur del Mediterráneo, algo que se supone es un "pilar básico" de la política exterior desarrollada por España hasta ahora.

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