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Un triunfalismo desatado [DD] Rincón,/

Para toros, Bilbao, dice el tópico. Pero eso sería antes, oiga. Porque ahora, en vez del toro sale el gato, y no pasa nada. Y si el gato está inválido, tampoco. Y si además le han cortado las uñas, pues lo mismo. No sólo no pasa nada sino que los toreros hasta pueden tener un éxito apoteósico. Con el triunfalismo se arregla todo. Está pegando el torero unas gurripinas -que en otros pagos llaman manguzás- y va el presidente y ordena, que suene la música.Bilbao es de las pocas plazas del mundo donde la banda toca sólo si lo ordena el presidente.

Como un vicio

Se comentó, en su día, que era para regular esta manifestación festivo-cultural, a fin de evitar excesos. Muchos no se fiaron de tanta regulación, e hicieron bien. Porque de lo que se trataba en realidad era de evitar -tal cual se ha venido comprobando corrida a corrida y año tras año- que un día llegaran a la plaza los músicos sin ganas de fiesta ni de ruidos, y se abstuvieran de tocar. La música es como un vicio. En muchas plazas del ancho planetario taurino, los respectivos públicos piden "¡Músicaaa!" apenas los toreros han pegado una docena de pases -si son gurripinas o manguzás, da lo mismo-, mientras, en Bilbao, bastan tres o cuatro para que alguien del tendido se levante pidiendo "¡Músicaaa!" y el presidente la conceda, colocando amorosamente su blanco pañuelico sobre el tapiz del palco.Y con la imúsicaaa!, sonora, fortachona, bien interpretada porque el maestro Urbano Laorden dirige estupendamente a sus músicos utilizando un puro de batuta, el triunfalismo se desata. Ayer se desató y Enrique Ponce acabó encontrándose con dos orejas en la mano, César Rincón con una, que, tal como fueron sus respectivos toros y las consecuentes faenas, en otros cosos ni las habrían soñado.

Toros absolutamente derrengados; faenas escasitas de temple. Meritoria la de César Rincón, al cuarto Torrestrella, porque fue ganando paulativamente en ajuste; torerita la de Enrique Ponce, al quinto, pues puso en alternancia las tandas de redondos y naturales e intercalaba adornos con sentido de la oportunidad y gusto, aunque vaciaba lejos y sin ritmo las suertes, que, de esta manera, perdían en los remates toda su calidad y destruían la ligazón.

Gran estruendo

Los anteriores toros de ambos diestros estaban tan inválidos que las respectivas faenas carecieron de relevancia; sin embargo Ponce mató al suyo de un bajonazo, perdiendo la muleta además, y eso enardeció al público bilbaíno que le pidió la oreja, con alborotado flamear dé pañuelos, gran estruendo y un menudeo de denuestos a la presidencia, por no concederla.El tercer espada, Julio Aparicio, si estuvo en la plaza, no se notó, lo que se dice nada. Aparicio es un joven discreto, de buena crianza. Al becerro que salió en tercer lugar, le intentó algunos muletazos con ambas manos; al sexto, ni eso. Le pitaron, naturalmente, pero poquito, pues el público estaba pendiente de la salida de Enrique Ponce por la puerta grande, y tras aclamarle, abandonó el coso jurando "por éstas" que acababa de ver la corrida del siglo.

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