Emocionado encuentro con el consumo
El Gobierno de Bonn regala 100 marcos a cada visitante llegado de la Alemania del Este
MARUJA TORRES ENVIADA ESPECIAL, Un quinteto de metal compuesto por jóvenes de Berlín Oeste tocaban Michelle en plena Kurfustendamm -algo así como la Gran Vía de esta ciudad hasta ahora dividida-, rodeado por un grupo de berlineses del Este. Uno de ellos, que tendría más o menos la edad de los Beatles, empezó a llorar suavemente. Cien metros más allá, otros visitantes menos románticos trataban de descubrir los inapre2iables secretos de Sexylandia, una céntrica sex shop. Los que más, compraban. Pero ésta era la parte de comedia de un fin de semana que ha tenido, sobre todo, grandes momentos épicos.
Por ¡a noche, en la Puerta de Brandeburgo. Ante el muro. En el muro mismo. Sobre la plataforma, que pertenece al Este, unas 5.000 personas, en su mayoría jóvenes, se apretujaban y pedían a gritos el derrumbamienllo isico de lo que ya ha sido elirniaacio de la historia. Al fondo, la imponente escenografía de la puerta aparecía iluminada por los,focos de todas las televisiones del mundo, apoyadas por una una casi redonda que completaba el efecto de ópera wagneriana. A lo largo de todo el muro, jóvenes del Oeste se arrodillaban y golpeaban la pared con sus martillos. Ésa fue la música, ésta sigue siendo la música que acompaña la aventura de los alemanes que se encuentran. Miles de martlillos golpeando el muro que separa las dos partes del corazón de Alemania.Ávidos como criaturas, los cientos de miles de berlineses que durante este fin de semana han pasado al Oeste, sólo para recorrerlo y descubrir con su.s propios ojos cómo se vive aquí, se pegaban sin pudor a los vidrios de los escaparates, a los miradores de las cafeterías. Casi todos llevaban bolsas de plástico con regalos en las manos. Realmente, en cuanto cruzan uno de los pasos -y en este momento hay ya nueve, contando los tres que se abrieron ayer, y es posible que se abran muchos más en los próximos días-, después de recibir los aplausos, los bravos, a veces también los abrazos -aunque para esto los alemanes son muy comedidos-, lo primelro que les ocurre es que alguien les entrega una bolsa de plástico con un obsequio publicitario en su interior. En Bernauer Strasse, que a las nueve de la mañana de ayer se convirtió en otro check point de comunicación, un camión repartía onzas de chocolate y libras de café de la marca Kaiser. Un poco más allá, los cigarrillos West distribuían cajetillas que los recién llegados tomaban como los niños italianos recogían chicle de los norteamericanos en la II Guerra Mundial. Y como corolario, una piedra de dimensiones modestas, con los nombres de nueve caídos ante el muro grabados en su superficie, les ofrecía la ocasión de rogar por sus muertos.
Familias enteras
Paralíticos con el regazo cargado de bolsas de la compra, empujados por sus parientes. Familias enteras con niños colgados de la espalda o cabalgando sobre los hombres. Parejas de novios queno podían evitar besarse en el pasillo que conducía al mundo del glamour y el consumo, entre ovaciones. Muchachos vestidos conc ueros de pacotilla conduciendo bicicletas. Ancianas con peque¡íos sombreros y abrigos de paño vuelto varias veces. Todos reflejaban en su rostro la misma expresión atónita. Miraban a sus conciudadanos del Oeste como si les acabaran de descubrir. Y éstos, a su vez, endomingados, les contemplaban como si algo de ellos pudiera ser reencontrado en los que llegaban.D
espués del martilleo de la noche, que duró hasta las tres de la madrugada, el sábado amaneció con unos esforzados uniformados del Este -los tristemente famosos vopos- tratando de cerrar a punta de soplete uno de los boquetes abiertos la noche anterior. "No es que estén en contra", comentaba, benévolo, un policia del Oeste. "Lo que ocurre es que por aquí no está previsto que haya un paso".
Recuerdos de piedra
Al lado oeste del muro, el suelo estaba alfombrado de botellas de cerveza y sobre todo de champaña que unos y otros utilizaron a discreción durante las horas anteriores. Todo el mundo trataba de hacerse con una piedra de la famosa pared. Hasta la parlamentaria europea francesa Simone Veil se puso las botas cogiendo pedruscos.
Esto ocurría en la muralla.
Más allá, la ciudad era una fiesta, y su fisonomía habitual se veía brutalmente alterada por la presencia de miles de asmáticos coches marca Trabant -los famosos trabbi, de motor de dos tiempos-, Wartburg y Lada, que escupían en el aire sus humos contaminantes, producto de las peores esencias locomotoras. Los berlineses del Oeste, sin embargo, sonreían y estaban como en trance aspirando el perfume demoledor. "De todas formas, esto puede acabar mal", comentó a este periódico la cajera de unos grandes almacenes. "Están viendo que aquí hay muchas cosas que nunca podrán comprar, y puede que cuando vuelvan a su casa estén más frustrados que antes. En donde yo trabajo se han producido pequeños robos. Nada de importancia, porque además tenemos orden de no intervenir. Cosa que no ocurriría de ser otros los autores. Por ejemplo, los turcos".
Para empezar, han obtenido dinero a su llegada. Durante todo el día se han formado largas colas ante las puertas de todos los bancos, que febrilmente han ido entregando los 100 marcos (unas 6.400 pesetas)de regalo que el Gobierno destina a cada berlinés del Este. Para conseguirlos sólo había que presentar el pasaporte. Y para gastarlos, ni siquiera eso. Cosa que todos hicieron alegremente, sin importarles guardar de nuevo cola ante las tiendas, que permanecieron abiertas hasta bien entrada la noche. "Llevo sólo una hora esperando", dijo un ama de casa. "Esto va muy rápido". En las farmacias se acabaron las gominolas. En las papelerías, los cuadernos. En los quioscos de periódicos, los tebeos del Pato Donald. En las charcuterías, las salchichas. En los almacenes baratos, las chaquetas tejanas y las madejas para tejer jerséis. Felices con sus bolsas regresaban a los controles o seguían paseando, arrastrando los pies, bebiendo una cerveza tras otra. Sólo los bares de lujo y los restaurantes permanecían ajenos a sus asaltos.
"Vaya tela, vaya tela", exclamó Roman, de 38 años, aferrándose a las solapas del portero del hotel Kempinski, que le sonrió paternalmente debajo de su chistera. "Vaya tela, menudo traje". Roman, camarero, llevaba unos cuantos tragos y una irrefrenable alegría en toda su corpulencia.
Exhaustos por la noche, pero todavía más cansados por la mafiana, después de haber tenido que dormir en refugios -muchos de ellos lo han hecho en sus coches, con un frío considerable-, seguían y seguían mirando escaparates. Un ejército ojeroso se extasiaba no sólo ante los muebles de diseño y las joyas exquisitas que nunca podrán adquirir, sino ante los rollos de papel para cocina que están al alcance de su bolsillo. En alguna esquina, un viejecito dejaba perder la vista en un paisaje que estaba sólo dentro de su cabeza, y la melancolía le humedecía los ojos.
Rolf, carnicero, entre tanto golpeaba el muro como un verdadero profesional. "Vamos a derruirlo. No puede seguir así ni un día más". Rolf es uno de los muchos que ha tenido que vivir casi toda su vida con esto. Saber que hay gente como él al otro lado y no poder verla. "Gorbachov ha sido muy útil", dice un padre de familia del Este, mientras disfruta de una pizza y una cerveza. sentado junto a su mujer. La esposa no hace más que contemplar su propia cerveza con expresión alelada. Pero no es por la cerveza, es por la copa. Cuando acabamos de cenar me mira con. humildad y pregunta: "¿Puedo llevarme una?". El camarero, que es italiano y está emocionado hasta la tarantela, le regala tres.
"Mejorar en mi pueblo"
Un muchacho que les acompaña ha dicho poco antes: "No me fío en absoluto de lo que pueda ocurrir en el Este a partir de ahora, pero soy de los que piensan que hay que dar una oportunidad al nuevo Gobierno, a pesar del pasado de Krenz". Trabaja como ingeniero agrícola en un pueblo situado al Sur, y dice que allí es difícil conseguir los productos alimenticios básicos. "Pero lo que quiero es mejorar, mejorar en nú propio pueblo. Y que no me impidan venir aquí cuando tenga ganas".
Igual piensa un joven estudiante que se niega a ciar su,nombre por razones de seguridad. "Quiero acabar mis estudios y ejercer allí", afirma inientra señala con la barbilla al otro lado del muro. "Lo que también quiero es la reunificación de Alemania, aunque esto es lo más difícil". "Sí, Gorbachov ayudó", insiste el padre de familia. "Pero lo más importante fue que hemos estado viendo durante muchos años la televisión del Oeste y escuchando su radio y sabiendo que se puede vivir de otra manera". "Lo más desconcertante", añade, "es que ahora que podemos ver a los otros alemanes, no sabemos qué hacer". Excepto emocionarse y comprar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.