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Tribuna
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El cacique

Al final se ve el pueblo. La noche cae por el perfil del horizonte. La gente vuelve detrás de sus bestias hundidas de fatiga. El campo abierto, difuminado por la puesta del sol, se precipita en el espacio. Abu I-Jer, a pasos largos, se acerca al pueblo. Miedo intenso le paraliza el corazón. La violencia del sufrimiento le insensibiliza Los que vuelven del campo le miran furtivamente; ojos y bocas se abren asombrados. Cunden cuchicheos y cábalas sobre Abu I-Jer. Sus conocidos evitan cruzar las miradas. Él continúa su camino, ausente, aproximándose irremediablemente a su destino. Los ojos le siguen mientras se aleja poco a poco, hasta que no queda de él más huella de la que deja un sueño en la mente. Entonces sacuden las cabezas y sentencian "Está perdido... Es el fin de Abu I-Jer...".La tragedia de Abu I-Jer ocurrió, según las apariencias, por casualidad. El sueño le había vencido una noche en el granero de la finca del amo. Le despertó un movimiento. Al principio sólo estuvo seguro de que algo había oculto en la oscuridad... ¿Dónde estaba? ¿Qué hora era?... Tardó un poco en caer, luego le fueron llegando los efluvios del grano; prestó atención al movimiento que le había despertado y hacia él dirigió la mirada a través de la oscuridad. Entonces oyó una voz suplicante y asustada:

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-No..., no..., señor...

La conocía, ¡era la voz de Zannuba Bint Aliwat!, tan aterrada como si una fiera fuera a comérsela. Ya iba Abu I-Jer a ofrecerle su ayuda cuando una voz gruesa y ronca se le anticipó:

-¡Estate callada!

Abu I-Jer se quedó quieto, aflejó su impulso. También conocia aquella voz: ¡era la voz de su señor, Abd al-Galil, el amo, la autoridad, la ley, la vida y la muerte! Olvidó a Zannuba y su pensamiento se concentró en que su presencia era injustificable en aquel lugar, en la crítica situación en que le había puesto una siesta traidora y en qué contestaría si era preguntado. Inmediatamente comprendió que aquella situación iba a traerle desgracia a él, no sólo a Zannuba, y que el crimen lo estaba cometiendo él y no el amo; al amo no se le piden cuentas de sus actos. Taladró la oscuridad hasta distinguir un cuerpo grande, una forma confa sa sacudida en movimientos Quizá era el amo estrujando a la chica, un pajarito en las garras de un ave de presa. Ella seguía lloriqueando, se retorcia enconadamente, resistiéndose como las hojas de los árboles agitadas por la tormenta.

Abu I-Jer estaba aterrorizado era presa de¡ odio y la impotencia, ¡qué gran cosa si Dios se dignara oír su súplica.? Del suelo Hegaba ahora un ruido ahogado al que se unieron los pasos de Abu I-Jer, alargados y furtivos, que escapaban dando de lado a la comprometedora pareja. Un lamento de dolor le persiguió; un sonido como el crepitar del fuego. Le pareció que la oscuridad crujía rompiéndose a una fuerte presión. Creyó que sus propias venas iban a estallar. Casi se le escapó un grito que no llegó a articularse porque la congoja, que le paralizaba sólo le permitió percibir una exclamación del amo que se le adelantó: un inesperado grito de dolor empezó agudo, se enronqueció, acabó en aullido:

-¡Bandidal

Oyó el golpe de un bofetón seguido de un lamento rendido, desesperado..., y la caída de un cuerpo, de un cuerpo delgado y delicado..., y el amo decir rabioso: "¡Bandida, toma.'", y lanzarse en tromba con un viejo y enorme martillo sobre la que sollozaba: .¡Toma..., toma..., toma.?".

El jadeo de la lucha fue decreciendo hasta quedar en ayes susurrados de Zannuba. El amo seguía: "¡Toma..., toma..., toma.'"; la ira había encendido su furia sin contén.

Entonces fue cuando a Abu I-Jer se le escapó: "¡Dios bendito!".

En respuesta, una voz como un estallido preguntó:

-¿Quién hay ahí?

Abu I-Jer se abalanzó a la puerta y la empujó, la puerta se abrió y la luz de la luna se derramó iluminándole. El amo gritó:

-Te he reconocido, Abu I-Jer, ¡quieto!

Pero él había salido corriendo como una bala, disparado por el miedo, el odio y la desesperación; la voz le perseguía:

-¡Muchacho! ¡Abu I-Jer.... asesino..., no huyas, asesino!

La voz del amo le seguía persistentemente los pasos; los oídos no son sordos y no tardó en despertarse el pueblo.

Abu I-Jer corrió y corrió hasta llegar a la cabaña de un amigo, vigilante de un campo de melones en Zimam. al-Amri. Se tiró junto a él; estaba exhausto por el esfuerzo. El otro le acogió amable, le consoló, le trajo una jarra de agua para que bebiera y se remojara la cara, y en medio de la noche prestó oídos a su tragedia; Abu I-Jer acabó el relato con un suspiro y preguntó:

-¿Y si voy y lo. cuento todo en el cuartelillo?

Su amigo negó con la cabeza avisadamente.

-Te matarán, aunque te hagan un juicio.

Abu I-Jer preguntó confuso:

-¿Qué puedo hacer?

-Esconderte.

-¿Toda la vida?

El guarda levantó los ojos al cielo sin contestar. Abu I-Jer dijo:

-Mi mujer y mi hija están en el pueblo a merced del amo, sin amparo...

-Piensa en tu vida...

Suspiró con intensa preocupación:

-¿Y la justicia?

El guarda se rio irónicamente.

-La encontrarás dormida en el vientre de un melón.

Al día siguiente, el guarda le trajo noticias. Le dijo que se comentaba en el pueblo que Abu I-Jer había reñido con Zannuba, que la había matado y que luego había huido. El mismo amo había atestiguado esto y todos lo creían sin discusión. La familia de la víctima estaba loca de dolor, lo mismo que los vecinos y todos los demás. Muchos hombres habían jurado venganza. La justicia había emprendido la investigación siguiendo el testimonio del único testigo. La vergüenza había caído sobre su mujer y su hija y la consternación las había reducido al silencio.

-¡Mi crimen es haber visto el crimen de otro!

-¿Por qué te dormiste en el granero?

-¡Dios lo quiso!

Le miró con conmiseración:

-¡Escóndete!

Vinieron a la casa del guarda algunos hombres de¡ amo preguntando por Abu I-Jer, con ellos iban también algunos parientes de la víctima. Abu I-Jer desde su escondite oyó las voces de los que se dedicaban a buscarle y vio sus rostros torvos y el ansia de matarle que desprendían sus pupilas.

-Tengo que huir.

-Sí, Dios te acompañe.

-No tengo un céntimo.

El otro desvió su mirada para ocultar la vergúenza que sentía por tener que decir:

-Ni yo.

Abu I-Jer se lanzó a la oscuridad sin plan y sin rumbo. En su vida había ido más allá del zoco, ni sabía nada del mundo. Tendría que evitar los pueblos de las cercanías porque sabía que el amo habría mandado avisos. Hasta las autoridades le persiguen. No hay posibilidad de ser declarado inocente. Por estos lugares estará siempre expuesto a que llegue la bala que acabe con él. Las sombras de la noche no durarán siempre, pronto habrá de amanecer, y él aparecerá ante los ojos del mundo como un escorpión propicio a ser aplastado con palos y sandalias. ¿Y qué va a ser de su mujer y de su hija? ¿Quién las defenderá de¡ odio y la venganza?

Abu I-Jer iba andando sin rumbo. Le sobresaltaban formas que bien miradas luego resultaban sauces o palmeras o un sembrado que había invadido el sendero o una acequia de aguas cantarinas y brillantes. Salió de su sopor. Se concentró en una idea flamativa que se había abierto paso en su amodorrada cabeza; miró a la izquierda y vio la luna varios codos ,por encima de la tierra -desde luego, la cosa más grande que había visto- enviando sus rayos blanquecinos; y por primera vez en su vida la luna le molestó. Empezó a desandar lo andado muy deprisa. A lo lejos, unos ladridos rompían el pesado silencio; un aullido que se dejó oír después heló sus venas. ¿Hacia dónde estará la capital para mezclarse con sus multitudes y encontrar un refugio y un bocado? ¿Qué tiempo puede necesitar él para recorrer la distancia que el expreso recorre en cuatro horas? Su corazón se detuvo al oír un sonido penetrante que le pareció el pito de una locomotora. Quizá le dieran el alto para preguntarle quién era y adónde iba. Tuvo miedo de seguir andando. Se dirigió hacia un sicomoro para echarse entre sus raíces, que sobresalían del suelo; allí no estaría demasiado visible cuando llegase la luz del día..., pero ¿quién defenderá a su mujer y a su hija? ¿Es que puede ser feliz la vida del fugitivo cuyo corazón está lacerado por el recuerdo de la mujer y la hija? Abu I-Jer permaneció echado mirando al vacío. Sus pensamientos se debatían. Las horas pasaron y acabó por vencerle el sueño.

Cuando fue despertado soñaba que caía rodando desde la cima de una montaña. Abrió los ojos y vio unos cuantos pies enormes formando un círculo acusador. Aterrorizado, se puso en pie y miró a aquellos hombres, que a su vez le lanzaban miradas afiladas como piedras de honda. Miró sus caballos de raza que piafaban detrás de ellos.

De lo más hondo le salió un grito:

-¡Piedad..., por el profetal

El golpe de uno de ellos le volvió a echar por tierra:

-Pero huiste.

Abu I-Jer repitió:

-¡Piedad..., por el profeta.

El otro le plantó el pie en el vientre chillando:

-Reñiste con la chica y la mataste.

-Yo...

Estuvo a punto de decir "soy inocente", pero recordó que su suerte no mejoraría por protestar a los hombres del amo y desistió; dirigió al hombre una mirada humilde y muda que fue contestada con un:

-Te llevaremos y confesarás.

Abu I-Jer gimió:

-¡Me colgarán!

Aquel hombre le golpeó con violencia añadiendo:

-El amo no te dejará llegar a la cuerda de la horca.

-¡Dejadme escapar!

Le golpeó más fuerte que la primera vez y le dijo:

-Tu familia podrá vivir en paz.

No replicó. Sólo pudo articular un lamento desesperado.

Las gargantas de aquéllos le azuzaban impacientes.

Abu I-Jer susurró:

-Está bien, volveré...

Un hombre le cierra el paso por delante; otros, por detrás.

Al final se ve el pueblo. La noche cae por el perfil del horizonte. La gente vuelve detrás de sus bestias hundidas de fatiga. El campo abierto, difuminado por la puesta del sol, se precipita en el espacio. Abu I-Jer, a pasos largos, se acerca al pueblo. Miedo intenso le paraliza el corazón. La violencia del sufrimiento le insensibiliza. Los que vuelven del campo le miran furtivamente; ojos y bocas se abren asombrados. Cunden cuchicheos y cábalas sobre Abu I-Jer. Sus conocidos evitan cruzar las miradas. Él continúa su camino, ausente, aproximándose irremediablemente a su destino. Los ojos le siguen mientras se aleja poco a poco, hasta que no queda de él más huella de la que deja un sueño en la mente. Entonces sacuden las cabezas y sentencian: "Está perdido... Es el fin de Abu I-Jer...".

Esta narración forma parte del libro Cuentos ciertos e inciertos, publicado por el Instituto Árabe de Cultura en 1974. Sus traductores son Marcelino Villegas y María Jesús Viguera.

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