Muere, a los 77 años, el autor dramático francés Jean Anouilh
El dramaturgo y escenógrafo francés Jean Anouilh, considerado como uno de los más grandes autores teatrales de nuestro siglo, murió el sábado a la edad de 77 años, víctima de una crisis cardiaca, en la ciudad suiza de Lausana, donde vivía desde hace 30 años. Anouilh vivió por y para el teatro durante medio siglo, completamente al margen de los movimientos del teatro popular de la posguerra y de la vanguardia. Sus obras más conocidas son Eurídice, Antígona, La salvaje y El viajero sin equipaje. Su obra Antígona, representada en 1944, fue considerada una alegoría sobre la Resistencia francesa y la ocupación nazi, aunque posteriormente se le criticó por su pesimismo y su anarquía de derechas. Jean Anouilh deja escritos cerca de 62 libros, entre piezas teatrales y adaptaciones, en los que se puede descubrir la complejidad de su pensamiento y la personalidad, irónica y púdica a la vez, de este gran autor.
El desencanto antes de tiempo
Anouilh fue entrando en España poco a poco, en salones privados o en teatros de cámara -por una sola representación-, hasta que, al fin, estalló; no tardó mucho tiempo en extinguirse, porque había llegado después de su tiempo. La censura, desconfiada y hostil, le reprochaba su carácter inmoral -era amoral, por lo menos con respecto a la moral establecida y reinante- y su aspecto negro. Más tarde sufriría una aventura muy común y muy aciaga: los intelectuales le encontraban demasiado teatral, demasiado entregado al orden clásico del teatro comercial: muy burgués, muy de derechas. Algunos consiguieron ver algo más en él -José Luis Alonso trajo no sólo su teatro, sino a él mismo en persona: tímido, oscuro, callado-, pero, apenas comenzó a brillar, se pasó su moda. Hace unos cuantos años se puso en escena La salvaje -en el teatro Lara, con una Carmen Maura en la cima de la popularidad-, y no fue prácticamente nadie. El tiempo le había dejado atrás.Teatro negro, efectivamente, y también teatro rosa: fueron los dos colores en que él mismo clasificó sus primeras obras -como Bernard Shaw ordenó las suyas en agradables y desagradables-, aunque muchas veces el rosa era más oscuro y más siniestro que el negro. Más tarde acudiría a otra catalogación: comedias chirriantes -grinçants- y brillantes. Pero lo que ha quedado como definitivo es el invento de la comedia negra, que se le atribuye: una forma de expresar el dolor, la amargura y el resentimiento con palabras y situaciones a veces dulces, sonrientes. Más allá que la tragicomedia. Algo que viene como de Chéjov -pero son relieves más burdos y más activos- y termína en Joe Orton, después de pasar por los jóvenes airados británicos. La crónica de una caída de la sociedad reinante.
Inocencia perdida
De una lectura de las obras de Anouilh -una treintena, aproximadamente- surge una idea de la pureza mancillada, de la inocencia perdida demasiado rápidamente. Aparecen niños en escena -Totó, de Ardèle- y se les ve repentinamente envejecidos, deshechos antes de tiempo. Los pobres, las víctimas, tienen que luchar y defenderse de los poderosos: no lo hacen como en las obras clásicas, incluso de las características de ese período, ennobleciéndose con su causa, sino volviéndose también malas. Una de sus últimas obras, Le pauvre Bitos, le trajo graves disgustos por la aplicación de esta especie de filosofía: era una comedia de la liberación de Francia tras la ocupación alemana, y quienes habían estado oprimidos por la Gestapo y la policía colaboracionista se volvían también malos y agrios, y culpables. Todo lo contrario de la versión oficial. Se reverdecieron entonces los ataques a Anouilh por su dedicación a un teatro de la derecha (pero la derecha le repudió siempre porque le consideraba nihilista).
Repudió la tragedia. Incluso cuando trató los mitos clásicos -Antigone, con los actores vestidos con ropa actual como para ir a un cóctel-, o la gran epopeya de Juana de Arco-L'Alouette, en España La Alondra-, tendió siempre a disminuir el tono. Era deliberado: decía él que a la sociedad actual no se la puede hablar en tono trágico, porque no lo tiene, ni de héroes, porque los desconoce, sino exponerle la desesperación risueña de la vida cotidiana. Es una de las claves esenciales de su teatro (aprendida de Giraudoux).
Que asombró siempre. Desde las piezas de preguerra -Hermine, Le voyager sans bagage, La sauvage...- hasta el gran estallido de los años cuarenta a los sesenta -su verdadero tiempo-, su teatro era un poco de aguafiestas, quedaba un poco fuera de los grandes circuitos. Dominaba un teatro de espectáculo, o de cierta grandiosidad de temas y de intérpretes -el TNP de Jean Vilar-, y, por otro lado, unas vanguardias que rasgaban los últimos jirones del teatro burgués; mientras, Anouilh iba colocando una tras otra sus obras bien hechas, con carpintería y efectismo. Tras todo ello, apenas se podía ver en su tiempo ese juego de la negación, esa tremenda desolación de lo imposible en un mundo real. Tan poco prendía que llegó un momento en que tuvo que refugiarse en el silencio -rico ya, eso sí- y volver a la oscuridad de sus inicios -cuando fue taquillero en un teatro, del que salió para ser el invisible secretario del gran Louis Jouvet: como un Tántalo, rozando siempre el teatro, pero sin llegar a su núcleo-; pero no fue un silencio impune. Un artículo suyo produjo el descubrimiento de Ionesco -otro burlón del drama diario, otro pensamiento situado como a la derecha-, y su dirección de escena hizo que se recuperase a Vitrac -Victor, ou les enfants ou pouvoir-, perdido y olvidado. Volvió después a estrenar: fue el escándalo del Pauvre Bitos. Pero regresó al silencio: le pesaba la edad y el cansancio. Y había ya otra sociedad. Anouilh había descubierto antes de tiempo el desencanto, la imposibilidad de prenderse en ideales, en esperanzas, ni siquiera en salidas. Y en literatura tan malo es decir algo antes de tiempo como decirlo después.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.