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La obra de Isak Dinesen es rescatada del olvido

Se cumplen 25 años de la muerte de la cuentista danesa

Vicente Molina Foix

Hoy se cumple el 25º aniversario de la muerte de la escritora danesa Karen Blixen (1885-1962), por matrimonio baronesa de Blixen-Finecke, más conocida en España como Isak Dinesen, uno de los varios seudónimos que utilizó para firmar sus cuentos. En ese género destacó, como maestra, hasta el punto de que Ernest Hemingway declaró, al obtener el Premio Nobel, que tenían que habérselo concedido a ella. Karen Blixen vivió casi 20 años en Kenia, a comienzos del siglo, y allí fue feliz y fracasó como granjera. A su regreso a Dinamarca, a una edad en que muchos escritores ya han escrito la mayor parte de sus libros, y enferma de una sífilis que le había contagiado su marido, se instaló en la casa familiar de Rungstedlund y comenzó una obra que, después de unos años de semiolvido, últimamente ha conocido un nuevo esplendor en todo el mundo Destacan Memorias de África, Siete cuentos góticos, Cuentos de invierno, últimos cuentos y Ehrengard.

Antes de que una película de buenas intenciones, pero borrosa definición, la elevara al cielo de las heroínas románticas, Isak Dinesen vivió un limbo dorado y prestigioso. Cuando en 1959, a los 73 años, fue invitada a dar una serie de charlas en Estados Unidos, la escritora encontró en los cenáculos y en la Prensa americana de mayor eco una apreciación y una curiosidad que superaban el entusiasmo secreto que acompaña a los escritores para escritores, algo que, sin embargo, entonces y durante el purgatorio que iba a seguir a su muerte, Isak Dinesen continuó siendo.Pero en el invierno de 1959, huésped de honor en Nueva York de la Academia norteamericana de Artes y Letras, la antigua baronesa Von Blixen era solicitada por retratistas de la talla de Avedon y Beaton, rodeada como una diva por los admiradores a la salida de la ópera, festejada por Truman Capote, E. E. Cummings, Samuel Barber, Steinbeck, Carson McCullers. Tal fue el impacto de su presencia frágil y sus potentes recitales literarios en público, que a la anciana no le costó mucho satisfacer el capricho que más le ilusionaba: conocer a Marilyn Monroe.

El 5 de febrero, en un helado Nueva York, las dos mujeres almorzaron cara a cara; Dinesen, como después se supo, resistiendo el desgaste de tantos compromisos sociales a base de anfetaminas. Bajo la mirada benigna del entonces marido de Marilyn, Arthur Miller, y de Carson McCullers, admiradora devota de Dinesen, actriz y escritora hablaron de macarrones y de leyendas y, según algunos asistentes, bailaron juntas sobre la mesa de mármol de la casa de la novelista sureña, anfitriona de la comida. Dinesen, fascinada por la actriz, comentó más tarde: "Me recordó a un cachorro de león que me trajeron en África mis criados nativos".

Las dos mujeres morirían, por causas diferentes, en el mismo verano de 1962.

Celebrada hoy, como es natural, sin el glamour fúnebre que rodea a Marilyn desde su muerte, Isak Dinesen tiene nombre, pero quizá le falte (sobre todo en nuestro país, donde su difusión editorial fue tardía y por desgracia no siempre ha estado bien servida por las traducciones) un reconocimiento merecido: el propio de una figura mayor de la literatura del siglo XX, a quien han hecho sombra no sólo su vida errante y retirada, su mestizaje cultural y confusión de lenguas, sino, especialmente, la anomalía de su obra narrativa.

En el tiempo de las grandes convulsiones de las vanguardias, y mientras la Europa de los narradores destruía con estudiado genio los patrones vigentes de la novela en las tres grandes lenguas de la crisis -el francés analítico de Proust, el alemán alegórico de los austrohúngaros, el inglés extraterritorial de Joyce-, una danesa paciente y memoriosa se dedicaba en África a recoger los restos de un logos vapuleado para recomponerlo como mythos (en el último cuento de sus Últimos cuentos resume en una página esa heroica tarea), recuperando también, en la contracorriente de los lenguajes rotos y las vastas empresas novelescas, la unidad del cuento y el repleto escenario de una Europa romántica.

Cuentista

Andando al compás riguroso de la historia, ese miniaturismo y la inspiración gótica serían suficientes para privar a Dinesen de la condición de moderna, aunque ambas profesiones, aun sin necesidad de invocar el descrédito de los rigores del espíritu moderno hoy imperante, adquieren en su obra perfiles engañosos. Dinesen, en efecto, no sabe escribir novelas (la única que hizo, Vengadoras angelicales, es un divertimiento comercial desestimado por la propia autora, y de Albondocani, su máximo proyecto novelístico, quedan sólo capítulos aislados, que no son sino cuentos); pero el grande y en apariencia desordenado número de sus relatos exige una lectura de conjunto; no sólo hay en él recurrencias constantes de personajes y nudos cronológicos, como en las epopeyas de Faulkner, Proust y Musil, sino que el paisaje propio, tan inconfundible, de las narraciones de Dinesen forma un repertorio moral de alcance, barrido por los aires de un tiempo histórico en movimiento.

"La última gran fase de la cultura aristocrática" es, según la escritora, el período de situaciones de sus fantasías, fijando los límites, en un característico juego numeral, entre 1781, fecha de la muerte del poeta danés Ewald, fantasma tutelar de la autora, y 1871, fin del segundo imperio. Pero tras la adornada y decadente fachada de ese decorado fin de raza están todas las claves de una cultura y una mentalidad, superpobladas de significados, descreídas, fundacionales, crepusculares, captadas en su tensión más actual.

Huida del yo

De la misma manera, en la prosa suntuosa, pero translúcida, de sus historias, y bajo las facciones de príncipes, sopranos y piratas, Dinesen siempre plantea, con la sombra sesgada de su ironía, la lucha de contrarios de la moderna conciencia desdichada. Personajes en constante suplantación y huida de su yo, el juego especular de las máscaras del uno que aspira a ser muchos (y qué hermosamente se resuelve este dilema en las páginas de Los soñadores, el más inolvidable de sus Siete cuentos góticos) y una obsesión repetida en su obra, a la manera de variaciones musicales, con el motivo emblemático de Ariel, ese espíritu grácil, inocente y perverso de La tempestad, de Shakespeare, como figura representativa de "nuestros ideales incorpóreos", en las palabras del crítico Robert Langbaum, el gran iniciador, con su libro de 1964, de la revalorización dinesiana.

Precisamente, el Shakespeare parabólico de las últimas obras, al lado del Kierkegaard de los conflictos éticos de la sensualidad (la figura del filósofo asoma sibilinamente en las páginas de Ekrengard, para mí la gran obra maestra de Dinesen), el Mozart chispeante, pero trágico, de Don Giovanni y su admirado compatriota Andersen, alumbran los senderos bifurcados de esta moderna Scheherezade que, como la cuentista astuta de Las mil y una noches, logra con sus relatos aplazar la angustia del final de los sueños.

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