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Tribuna:EL ÉXITO DEL THATCHERISMO
Tribuna
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La mentalidad de las sociedades bipartidistas

Al conseguir el tercer mandato consecutivo para gobernar el Reino Unido, Margaret Thatcher logró un éxito considerable. Favorecida por el sistema electoral uninominal y de una sola vuelta, conserva en la Cámara de los Comunes una mayoría mucho más fuerte de la que los sondeos de opinión anteriores al escrutinio le otorgaban. Según el autor de este artículo, su hazaña era tanto más inesperada cuanto que esta vez no contaba, como en 1983, con la victoria de las Malvinas ni con alguna otra victoria en los frentes nacional o internacional.

El éxito del thatcherismo da para reflexionar sobre la evolución de las mentalidades en las sociedades bipartidistas (duales) que cristalizan en la mayoría de los países occidentales golpeados por la crisis económica y el paro. El sector de la población activa, y por ello privilegiada en grado diverso, tiende a votar por el mantenimiento de la situación por temor al cambio, o, lo que es peor, por egoísmo más o menos consciente. Prefiere ignorar el desamparo de aquellos que han quedado por debajo de la línea de pobreza, por la ley de la jungla del capitalismo neoliberal. Es cierto que vivir con los parados y los nuevos pobres a la puerta no es muy cómodo, y la sociedad bipartidista (dual) en ninguna parte garantiza la prosperidad y la seguridad para la mayoría de la población. Pero sus promotores pueden ser mayoría en el plano electoral. Ésa es la evidencia que demuestra la victoria de Margaret Thatcher.La izquierda debe aprender la lección que se desprende de esto para adaptarse a la nueva y muy amenazadora situación que sólo concierne al Reino Unido. Pero toda reflexión exige serenidad y una buena verificación de las fuentes, para no dejarse burlar por el exceso de propaganda de los admiradores británicos o extranjeros de la dama de hierro.

Volvamos pues, para comenzar, a la historia electoral del Reino Unido: no es la primera vez en este siglo que el Partido Conservador gana tres elecciones consecutivas.

Ya lo hizo en 1951, en 1955 y en 1959, permaneciendo entonces 13 años en el poder. Cierto es que lo hizo bajo la égida de tres primeros ministros (Churchill, Eden y MacMillan), mientras que la Thatcher hace ocho años que reina sola y sin compartir con nadie. Pero en el Reino Unido se vota por circunscripciones uninominales por un partido y su candidato, y no, como en las elecciones presidenciales, por un primer ministro. La cota de popularidad del Partido Conservador -todos los sondeos lo evidencian- fue mucho más alta durante la campaña electoral que la de Margaret Thatcher. Por tanto, ella no puede reivindicar la victoria en solitario.

Y hay más: Churchill y McMillan ganaban obteniendo grosso modo el 50% de los votos; por el contrario, la dama de hierro apenas sobrepasa la línea del 40%. Y su Gobierno minoritario obtuvo sus 100 escaños de mayoría gracias a las regiones del Sur, beneficiarias del relanzamiento económico. En cuanto uno se dirige al Norte, al corazón de la vieja Gran Bretaña industrial, se acaban las ventajas de los conservadores. En Escocia es el desastre: de 62 diputados, sólo les queda uno. Por primera vez desde comienzos del siglo, los conservadores desaparecen completamente de las grandes metrópolis obreras como Manchester, Glasgow, Liverpool, etcétera.

En el País de Gales, su actuación es igual de mediocre, sobrepasando apenas el 25% de los votos. Paradójicamente, los tories, que históricamente fueron el primer partido nacional del Reino Unido, están convirtiéndose en un partido británico regional.

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La aritmética electoral se acomoda, mal que bien, a esa evolución, pero Margaret Thatcher sabe que no tiene de qué vanagloriarse. Con una modestia que no le es habitual, admite que tendrá que "trabajar mucho en el interior de las grandes ciudades".

¿Pero en qué consistirá dicho trabajo? ¿Podrá volver a abrir las industrias de transformación que su política neoliberal ha condenado y destruido? ¿Quién invertirá en ellas los capitales necesarios cuando la City de Londres prospera gracias a eso que lord Keynes llamaba "casino del capitalismo".

Y eso no es todo: el escrutinio mayoritario o por circunscripciones favoreció siempre a los tories, pero dentro de los límites de lo razonable. En 1951, Winston Churchill consiguió más escaños que los laboristas cuando, a escala nacional, obtuvo 200.000 votos menos. Pero se trataba de una exigua mayoría, y en cada debate importante en los Comunes había que llevar a rastras a los diputados enfermos porque cada voto contaba.

Más tarde, Anthony Eden y Harold MacMillan estuvieron más favorecidos, pero por escaso margen, y debían legislar teniendo en cuenta las objeciones de la oposición e incluso las de su propio grupo.

Maggie, por el contrario, en cada instancia obtiene mayorías desproporcionadas en relación con sus votos reales; en 1983, con el 43,5% de los votos, ganó 140 escaños más que la oposición; en 1987, con el 42,6%, tiene una mayoría de 100. Es algo nunca visto y no existe otro país democrático en Europa que adjudique una prima tan exorbitante al partido de mayoría relativa.

Es cierto que Thatcher no tiene nada que ver con esto, puesto que ella no cambió la demarcación de los distritos electorales del país ni su sistema de escrutinio. Simplemente recibe los beneficios de la división de la oposición, que, en un sistema hecho a medida para idos partidos, paga muy caro cuando la batalla se vuelve triangular.

Voto táctico

Ciertos editorialistas recomendaban a los electores anti-Thatcher un "voto táctico": dar el sufragio, prescindiendo de su preferencia partidista, al candidato de la oposición rnejor colocado para lograr el escaño.

Pero el consejo no encontró eco, y, de hecho, en ausencia de un acuerdo nacional entre el Partido Laborista y la alianza entre liberales y socialdemócratas, era imposible de seguir.

Eso no impide que, al día siguiente del escrutinio, el 58% de los británicos que no querían más thatcherismo sintieran una frustración cercana a la cólera, sobre conservadora que se daba aires hablando sobre "el voto masivo" para Thatcher, valorando su mayoría en escaños y silenciando su modesto score en sufragios.

Pero un país donde la división social se confunde con la división geográfica y donde además la gente tiene la sensación de no estar correctamente representada, es un país enfermo y potencialmente explosivo.

7he Guardian, durante la campaña electoral, buscó en vano un solo intelectual de renombre para defender la gestión y el programa de Margaret Thatcher. En cambio, la prensa conservadora, que monopoliza el 807. del mercado, no desdeñaba ningún medio en su campaña denigratoria contra la oposición, lo que también dejará huellas duraderas en un país acostumbrado al fair-play.

Sobre Neil Kinnock se hacía correr el rumor de que era hijo ¡legítimo de Aneurin Bevan y, por tanto, extremista hereditario; contra su mujer, se decía que era trotskista. Se le colmaba también de buenos consejos para lograr que se convirtiera a la moderación y renunciara a sus convicciones antinucleares.

Pero los resultados del escrutinio están lejos de señalar que, para la oposición, la moderación pague; quienes abandonaran el Partido Laborista en 1981, por encontrarlo demasiado a la izquierda, para aliarse con los liberales, son los grandes perdedores de las elecciones del 11 de junio. Su ideólogo, Roy Jenkins, presidente de la universidad de Oxford, no logró siquiera conservar su escaño en Glasgow, que ocupaba desde hacía nueve legislaturas.

En cambio, Margaret Thatcher tiene mucho interés en moderar su extremismo neoliberal. Luego de haber apartado en la precedente legislatura a los ministros y consejeros del ala moderada del Partido Conservador, llamados wets (húmedos), la dama de hierro no se arriesga a tener en cuenta los sentimientos de su grupo parlamentario. En principio, a juzgar por el criterio vertido durante la campaña electoral, no renuncia a su proyecto revolucionario de dar todavía más poder a las empresas privadas, incluso en sectores sensibles como salud y educación.

Pero, mientras levanta tres dedos señalando sus tres victorias, no puede ignorar que la mayoría de los británicos no acepta su remedio de caballo para una sociedad a la que su política ya ha dividido más allá de los límites de convivencia tradicionales en ese país.

¿Acaso no es significativo, a este respecto, que la noche de las elecciones la BBC haya reconocido al líder laborista, Neil Kinnock, el mérito de haber defendido, durante su brillante campaña, los principios de solidaridad y unidad de los británicos contra la amenaza de estallido de su sociedad desde ya dual?

Traducción: Jorge Onetti.

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