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La sombra libertaria de Johnny Guitar

Sterling Hayden nunca ocultó su desprecio por el cine. Comía de él y era esta una atadura indigerible para uno de los hombres más necesitados de independencia que ha merodeado por este mundo de amos y esclavos.Le gustaba hacer de cuando en cuando libros. Cuentan que los escribía frenéticamente. Luego los vendía mal o no los vendía. Fue un niño desobediente que se escondió durante 70 años dentro de un cuerpo de ogro. Estuviera, donde estuviera, era siempre de otro lugar. Ante cualquier raza, era de otra estirpe. Frente a cualquier poder, era enemigo. Delante de cualquier norma, era excepción.

Le perturbaba la idea de perder un gramo de su libertad y en el cine se sentía súbdito de su profesión, cuando el buen mal niño que llevaba dentro quiso durante toda su vida ser rey, no por monarquismo, no por ambición, sino para tener a mano la posibilidad, soñada por los libertarios de raza, de participar en un destronamiento cada mañana, en el despertar enmarañado ole cada resaca.

Su enorme estatura animal podía mirar sin bajar los ojos a su estatura moral. Un buen día, después e haber esculpido en la pantalla los iconos inmortales de un amigo errante de los caballos en La jungla de asfalto, de Huston; de un policía mordedor de palillos en Crime Wawe, de De Toth; de un desvIlijador a ritmo de jazz de hipódromos lejanos en Atraco perfecto; de un turbio militar genocida en Doctor Strangelove, de Kubrick; de un pistolero sentimental en Johnny Guitar, de Ray, Sterling Hayolen se hartó y se fue.

Durante seis años, entre 1963 y 1969, sobrevivió en las cunetas, sobre las gabarras del Sena, dentro de cualquier anónima pensión de paso. Se dejó tragar por la vida. Fue Sterling Hayden uno de los últimos genuinos hombres de la misteriosa generación beat norteamericana. Había desterrado la vanidad y, a la manera del pontífice Jack Kerouac, siempre le quedaba echarse a los caminos cuando las cosas se ponían duras a este lado del infierno.

Una fiera enjaulada

Ruy Guerra lo rescató para el cine y con él trazó el negro perfil de un misterioso buceador de las rutas de los, pájaros migratorios: Dulces cazadores. Bernardo Bertolucci le hizo dibujar la efigie de un Moisés anclado y sedentario en Novecento. Robert Altrnan le dio el aspecto de los viejos escritores enloquecidos por el alcohol en El largo adiós. Francis Ford Copola rodeó su torre humana con el aire denso y distante de los asesinos envejecidos en El padrino.En estos nueve títulos, que hoy son parte de la leyenda del cine, su estampa hizo estallar las pantallas con la dinamita de los hombres humanos atrapados como fieras en los muros de un zoológico. "¡Maldigo a mi padre!", gritó una vez. No hay que averiguar el porqué de su queja profunda. La pronunció mientras leía un guión en el que ofrecían un personaje. ¿Un obtuso policía, un criminal iluminado? Es igual. El cine le hizo enemigode su cuerpo, cuya singularidad le negó el derecho. a la soledad y a la solidaridad consigo mismo.

Fue como actor al menos tan irrepetible como lo era su persona. Su oficio y su individualidad se fundieron estrechamente en una especie de presencia superior. De ahí, y no sólo de sus pronunciadas peculiaridades físicas, procede esa sensación magnética y granítica que se desprende de sus grandes creaciones. Despreció al éxito y a sus sacerdotes. Pudo ser una estrella fugaz, pero eligió el lugar con hondas raíces de los actores secundarios. Permanecerá.

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