Robles enmienda la plana al maestro
El maestro estaba ayer en horas bajas, como lo estuvo en Bilbao, y Robles, alumno aventajadísimo, le enmendó la plana. Un maestro no tiene por qué ir proclamando su maestría a toda hora. Le bastan sutiles barruntos, como en el cuarto toro el trincherazo, o los ayudados arqueando hermosamente la pierna, de la que va a erigir monumento la afición de Madrid.Si en los grandes almacenes vendieran piernas arqueadas de Antoñete, las comprarían miles de aficionados, para ponerlas en casa sobre el televisor. La afición madríleña acudió en multitudinario peregrinaje a la feria de San Sebastián de los Reyes, "la Pamplona chica", que llaman, con el místico propósito de asistir a la que había de ser una de las últimas lecciones de Antoñete, y se encontró con la sorpresa de que era Julio Robles quien las dictaba, además con discurso fluido y sólida argumentación.
Plaza de San Sebaistián de los Reyes
29 de agosto. Primera corrida de feria.Toros de El Chaparral, encastados Antoñete: palmas; oreja protestada. Julio Robles: dos orejas; oreja y dos vueltas. Pepín Jiménez: silencio; palmas
Julio Robles construyó dos faenas técnicamente irreprochables, acelerada la segunda, cadenciosa la primera, ésta al mejor toro de la tarde, naturalmente. Julio Robles, cuya plenitud profesional es evidente, lanceó a la verónica citando medio de frente -según mandan los cánones-, ciñó chicuelinas de suave trazo, imprimió hondura a las suertes de muleta, que aderezó con un desusado sentido del temple.
El diestro entraba en trance, convirtiéndose en parte sustancial de su propia creación y convirtiendo la encastada. nobleza del toro en el otro componente básico de la belleza mágica del toreo. Y cuando floreaba la templanza exquisita del natural y el redondo, le estaba enmendando la plana al maestro, y de ello tomaba conciencia; porque el maestro en horas bajas no había templado nada, excepto los testimoniales apuntes barruntativos sobre arqueada pierna, que la afición madrileña quiere fundir en bronce.
Ajeno al trajín del primer tercio, Antoñete estuvo precavido ante la encastada embestida de su primero, pues aunque chico sacaba genio, y ensayó naturales al cuarto, de más atemperada boyantía, que le salieron poco brillantes. Durante las otras faenas permanecía en el callejón, succionando pitillos, para reponer los pulmones de humo, que es su oxigeno y su antídoto contra la fatiga. Si a Antoñete le dejaran fumar mientras torea, cogería el temple a todos los toros, y no se retiraría jamás.
Entre un maestro por antonomasia y un artista que le enmienda la plana, Pepín Jiménez tiró por la calle de en medio, fiel a su personalidad, y dejó traslucir buenos detalles toreros, tanto como su falta de sitio con los toros. No se acopló ni con el reservón querencioso a chiqueros, ni con el manejable.
Los ejemplares de El Chaparral, terciados y sospechosos de pitones, no se caían, uno derribó, tenían casta y eran buenos para el estilo de Pepín, el del maestro y el del artista que le enmendó la plana.
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