El estado de la pintura joven en España
El mecanismo de selección de la cuarta edición de la bienal nacional de arte Ciudad de Oviedo ha permitido que por primera vez la muestra sea representativa de la pintura española de las últimas generaciones. De aquí se deriva, por un lado, la posibilidad de comparar las aportaciones de las diversas regiones; por otro, la de confrontar a los artistas ya consolidados con aquellos otros que, más jóvenes, han sufrido en mayor medida la influencia de las últimas corrientes.En Asturias son los más jóvenes quienes cultivan la abstracción. El modo elegido para hacerlo consiste en aludir, a través de la misma materia, a una visión muy interiorizada del paisaje, con un alto nivel poético en A. Guache y más descriptivamente en M. J. Rodríguez, M. Álvarez y V. Pastor. La utilización de las corrientes neoexpresionistas tiene su más reflexivo representante en Pelayo Ortega. Y aunque se observa mayor vivacidad en los artistas más jóvenes frente a la persistencia en su estilo de pintores como Úrculo, Gomila, Pedrosa, Sanjurjo, Sierra, Santamarina o Lombardía, existe un grupo intermedio enraizado en la abstracción pura (E. López, M. Beltrán, C. Casariego, F. Velasco, F. Fresno y F. Fernández).
También entre los pintores de Madrid se advierte una dualidad que enfrenta la madurez de Villalba, Alexanco, Teixidor, J. A. Aguirre o S. Sevilla al desbordamiento expresivo de los más jóvenes, como P. Gadea. Destacan entre estos últimos, J. M. Sicilia y S. Saiz Ruiz. Contrasta la lógica densidad de buenos pintores en Madrid y la variedad de sus propuestas con la precaria uniformidad de Castilla y León, representada por abigarradas versiones expresionistas; las obras de Sánchez Calderón, S. Madrigal y J. Vidal constituyen la excepción.
En Galicia, el neoexpresionismo ha logrado asumir una naturaleza propia y original, como revelan los ejemplos de M. Lamas, A. Patiño, X. Freixanes o J. Martínez de la Colina, particularmente interesantes los dos últimos. También en Cantabria se advierte idéntica tendencia, pero despliega mayor variedad de registros: bronco en Martínez Cano, fantástico en X. Vázquez, misterioso y narrativo en C. van der Eynde, suntuoso en J. Uslé y muy pictórico en C. Cuevas. El País Vasco-Navarro se presenta, como suele hace años, con una homogeneidad y personalidad muy acusadas, en las que coexisten figuraciones de carácter mágico (Zumeta, Ezquieta, De la Fuente) con otras más realistas (Borrás, Goenaga, Gortázar).
La excelente calidad de la pintura catalana permite que, pese a la ausencia de Zush, García Sevilla, Amat, Barceló o Vélez, el conjunto sea el más consistente. A ello contribuyen la presencia de Llimós, Sala, Franquesa, Herreros, Broto, Grau, Bennassar, R. Agenjo o A. Genovart, pero también la solidez de la tradición pictórica catalana y la libertad mostrada por los 15 pintores seleccionados frente a las modas internacionales. Poco puede decirse, por el contrario, del resto del Levante, salvo el caso valenciano, donde se ven buenos Peyró Roggen, Morea y Verdú, al lado de una V. Civera, cuya pintura remite antes a la tradición del norte que a la levantina. Entre los aragoneses destaca su representante más joven, S. Arranz; entre los canarios, José Herrera.
La sutileza cromática y compositiva y un afinadísimo sentido pictórico han sido siempre característicos de esa brillante nómina de artistas sevillanos, aquí excelentemente representada por G. Delgado, J. Suárez, M. Quejido, I. Tovar, P. Simón o J. M. Bermejo, a los que puede agregarse ahora a G. Domecq. Pérez Villalta y Chema Cobo ilustran otra vía andaluza, más manierista.
En resumen, la bienal ofrece un panorama de la pintura española en donde sólo la personalidad de algunas regiones (sobre todo Cataluña, Andalucía, el País Vasco y, en segundo término, Galicia, Valencia, Asturias y Cantabria) es capaz de imponerse a la estéril proliferación neoexpresionista. Con estas excepciones Madrid aparece, como foco de individualidades, con un sentido más abierto.
Babelia
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