La Orquesta de Cámara Escocesa interpreta a Beethoven en tiempo de rutina
El programa Beethoven, escuchado el pasado viernes en el Teatro Real de Madrid, bajó de manera muy notable la línea de continuidad mantenida hasta ahora por el Festival de Otoño. Ni la Orquesta de Cámara Escocesa por un lado ni su director, Wilfried Boettcher, por otro, ocupan lugar, hoy por hoy, entre los grandes de la interpretación musical, aunque luzcan -sin discusión posible- un buen nivel de profesionalidad.Lo que resulta más atractivo de este grupo que es una formación de tipoclásico, con vientos a dos arcos, en razón de ocho violines primeros- son las cuerdas, a las que el excelente violonchelista que fue Boettcher (Bremen, 1929) ha impuesto un limpio estilo camerístico-sinfónico.
Todo esto se advirtió a lo largo de toda la actuación de la Orquesta de Cámara Escocesa, que fue iniciada con la obertura Prometeo y cerrada con la Segunda sinfonía. Habita en ambas obras, sobre todo en la Sinfonía en re, el gran espíritu dramático que caracterizará la gran ruptura beethoviana. Quizá Boettcher se inclina demasiado hacia lo clásico vienés, y aun esto entendido de un modo formulario y cuasi burocrático, con predominio del mezzoforte y del mezzotempo. Salvaría de este cuadro el Lerghetto, cantado con propiedad y expuesto, como debe ser, con más pulso que metro.
Flexibilidad y estilo.
La pianista Imogen Cooper (nacida en Londres en el año 1949) tocó la parte solista del Concierto en si bemol y lo hizo con un gran poder de sugestión. El touché de la pianista es nítido, muelle; varia la capacidad colorística; posee una amplia y poética potencia expresiva; y tan riguroso como permite la necesaria flexibilidad, es su concepto estilístico. No estuvo la pianista demasiado bien acompañada por la orquesta (pues le falta simultaneidad en los ataques y padece un desnivel en la relación dinámica con el solista), la Cooper recibió considerables ovaciones.No faltaron tampoco las ovaciones para los visitantes de la Orqueta de Cámara Escocesa, que correspondieron a la acogida del público madrileño interpretando el final de la sinfonía Haffner, de Mozart. En resumen: sólo un concierto más en el curso madriléño, pero en realidad no del todo justificado, si se tiene en cuenta que está enmarcado dentro de un festival que "debe ser, en principio, una fiesta algo excepcional, algo fuera de la rutina de los programas de la temporada", como definió a este tipo de acontecimientos, hace tres décadas, el filósofo Denis de Rougemont, fundador de la Asociación Europea de Festivales.
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