_
_
_
_
Tribuna:Miró
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

"El más surrealista de todos nosotros"

Se ha extinguido con un rumor silencioso, como una estrella caída, un pájaro, una araña, una mujer, criaturas todas del santoral pictórico mironiano. últimamente parecía sentirse incómodo en su taller corporal, allí mismo donde durante 90 años había logrado transformar cada limitación en una victoria. Estaba tan ávido de sentir las cosas, que le venía estrecho lo que sólo podía abarcar con una mirada. Le admiraban los ángeles pintados en los frescos románicos de Montjuich, porque, según le contó a Raillard, "tenían ojos por todas partes", y cuando el crítico francés le recordó a este respecto que Tzara ya había dicho que "todo el cuerpo mira", Miró dejó caer una sola apostilla: "Aun sin ojos..." Un exceso.En realidad, Joan Miró se pasó la vida excediéndose. Tocado por la gracia de lo imaginario, cualquier objeto pesante, dejando sentir su volumen en el espacio, le parecía un obstáculo. El sueño y la fantasía eran los únicos escapes posibles para calmar la angustiosa claustrofobia de un mundo impertinentemente cerrado. Uno de sus primeros maestros en Cataluña, Francesc Galí, percatándose de la dificultad del joven aprendiz para captar visualmente el volumen, le vendaba los ojos y le hacía dibujar con el solo recuerdo de una impresión táctil del objeto.

Cerrar los ojos ante la realidad, dejar libre la imaginación, pensar con las manos, soñar, alucinarse... ¿Acaso Miró era un conformista iluso que quería evadirse simplemente de unas circunstancias incómodas? André Breton, fundador del superrealismo, movimiento en el que se integró Miró inmediatamente, dejó las cosas en claro. La evasión, en términos de creación artística, es sinónimo de invención, la palanca explosiva que hace estallar el conformismo humillante de un pintor tradicionalmente destinado a copiar la realidad.

Merece, pues, la pena reproducir lo que escribió el poeta francés sobre este asunto en El surrealismo y la pintura, primer manifiesto que dedicó a las artes plásticas desde el punto de vista del entonces recién creado grupo de vanguardia.

El grave malentendido

He aquí un párrafo muy sustancioso del mismo: "Una concepción muy limitada de la imitación, considerada como el objeto del arte, es la causa del grave malentendido que vemos perpetuarse hasta la actualidad. El error cometido consistió en pensar que el modelo no podía ser tomado sino del mundo exterior, o incluso que sólo allí podía darse. Aunque la sensibilidad humana pueda conferir al objeto de apariencia más vulgar una distinción completamente imprevista, no es menos cierto que se trata del peor uso del poder mágico de la figuración que algunos poseen el emplearlo en la conservación y el reforzamiento de lo que existiría sin ellos. Hay en ello una abdicación inexcusable. Es imposible, en todo caso, en el estado actual del pensamiento, sobre todo mientras que el mundo exterior parece de naturaleza cada vez más sospechosa, consentir todavía en un sacrificio parejo. La obra plástica, para responder a la necesidad de revisión absoluta de los valores reales en los que hoy coinciden todos los espíritus, se referirá, pues, a un modelo puramente interior o no será".

¿Lo habría adivinado Miró? De todas formas, qué razón tuvo el propio Breton al afirmar que Miró "quizá fuese el más surrealista de todos nosotros". Un superrealista sin esfuerzos ideológicos, sin conversiones, en estado puro. Pero ¿a dónde quería ir a parar Miró tapándose los ojos? ¿Cuál era su reino encantado en donde se siente la realidad, "aun sin ojos", como experiencia palpitante? ' Considera al santo Tomás que mete el dedo en la llaga como un apocado, lo mismo que al Tzara que se daba por satisfecho con el descubrimiento de que "el ombligo también mira".

Frente a estos escépticos dispuestos a creerse una media verdad, Miró replica lo siguiente: "Para mí, una brizna de hierba tiene más importancia que un gran árbol, una piedrecilla más que una montaña, una libélula más que un águila. En la civilización occidental es necesario el volumen. La enorme montaña es la que tiene todos los privilegios... El ombligo que mira es tina banalidad. Por el contrario, en los frescos románicos los ojos están por todas partes. El mundo entero te mira. Todo; en el cielo raso, en el árbol, por todas partes hay ojos. Para mí todo está vivo; ese árbol tiene tanta vida como esos animales, tiene un alma, un espíritu, no es sólo un tronco y hojas".

A este panteísta, que se siente árbol, pájaro, insecto, que ve las cosas desde las cosas y que reconoce los colores del sueño, era difícil estrecharlo en un solo lugar. Peregrino de las estrellas, Miró se pasó la vida. burlando fronteras, abriéndose horizontes cada vez más amplios, evadiéndose. Cuando se marcha a París en 1919, un año después de haber celebrado su primera muestra individual en la galería Dalmau de la cosmopolita Barcelona, entonces en pleno apogeo vanguardista por haber acogido a los artistas refugiados de la gran guerra, le confesó a un pintor amigo: "Hay que irse. Si te quedas en Cataluña, te mueres. Hay que convertirse en un catalán internacional".

Sueño creador

Y es en París donde mejor va a poder expresar sus raíces, que sostienen ahora su sueño creador y no le pesan como una cómoda coartada. Pero en París halla también nuevos puntos de fuga y se instala en el 45 de la Rue Blomet, centro de reunión de otros tránsfugas de la vanguardia fosilizada: André Masson, Michael Leiris, Artaud, Desnos, Prévert, etcétera, iconoclastas fertilizantes de un superrealismo que se estaba gestando como un arcángel justiciero que no ha de tolerar sino la perspectiva ilimitada de un mundo nuevo.

Con Ernst y Masson, Miró fue uno de los inventores del primer lenguaje plástico del superrealismo, de la pintura automática y de la representación interior. Un nuevo modo de ensanchar el universo artístico, cuya revolucionaria técnica William Rubin ha explicado así: "Si los cubistas y los fauves tomaban un tema de la realidad, lo hacían para alejarse más de ella; los surrealistas, por su parte, evitaban partir del mundo sensible y tendían a elaborar, mediante el automatismo, una imagen interior suscitada interiormente, o bien traducir en términos ilusionistas una imagen raental. Ni Masson, al que le influyó principalmente el cubismo analítico, ni Miró, que fue más sensible a la forma sintética del estilo, tuvieron jamás la intención de desarrollar el cubismo o continuar la vía abierta por él. Por el contrario, pertenecían a una generación que se declaraba rebelde frente a todo lo que representaba el cubismo".

"En el corazón de esta revuelta, la necesidad absoluta de rechazar la pintura pura, que el cubismo representaba y simbolizaba a la vez. Cuando declaraba que iba a romper su guitarra, Miró se levantaba contra el principio cubista según el cual el tema de un cuadro no debe ser otra cosa que un simple accesorio de taller, excusa al servicio de estructuras visuales autónomas, portadoras en sí mismas del auténtico sentido de la tela. Los pintores surrealistas, por su parte, pretendían medirse, una vez más, con las cuestiones fundamentales, más importantes que la pintura en sí misma. Así, el amor y la muerte, el nacimiento y la guerra, las profundidades insondables del alma humana -temas que parecían indiferentes al cubismo- volvieron a ser el centro del proceso de elaboración de un cuadro, pero no ilustrados directamente, tal y como había ocurrido en períodos anteriores de la historia del arte, sino mediante la intercesión de imágenes poéticas, evocadoras, alimentadas de lo imaginario más que de lo sensible".

Cambios y huidas

Sucesión de huidas hacia adelante; del destino familiar provinciano, de la ciudad autosatisfecha, de la vanguardia asentada, del movimiento triunfante... Miró parece no conformarse nunca, no quiere dejarse encerrar ni por su propio cuerpo. Está siempre buscando un taller más grande. En 1938, en plena guerra civil española y a punto de estallar la segunda guerra mundial, publicó un hermoso texto que se titulaba precisamente Sueño con un gran taller.

La fulgurante invasión nazi de Francia lo dejó momentáneamente sin ninguno, y Miró, asediadó., por todas partes, se esconde, literalmente, en España, donde por su colaboración con la República tampoco se podía dejar ver. No importa. En Mallorca, casi clandestino, hará el descubrimiento del taller más grande jamás soñado, el taller de la bóveda celeste estrellada, caminante poético por playas nocturnas. Lejos de sus amigos superrealistas, refugiados a la sazón en Nueva York, casi olvidado en su rincón, Miró les envía entonces el fabuloso regalo de una libertad hecha con nada: mirando al cielo; les envía la serie de Constelaciones, viaje por los espacios infinitos de un residente forzoso en la tierra. Tras este despubrimiento, ¿cómo lograr distraer a este vidente, que repite que "el comienzo es todo. Es lo único que me interesa. El comienzo es mi razón de vivir... Es la verdadera creación. Lo que me interesa es el nacimiento"?

Por ello hay poderosas razones para suponer que Miró no se ha muerto -"no me interesa el crecimiento, ni la muerte"-, sino que ha seguido buscando su taller allí donde ya no nos es dado verle. Instalado en el universo, desde la brizna de hierba hasta la estrella caída, seguros de que se siente satisfecho de las cosas que nos ha enseñado a ver, incluso sin ojos.

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_