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Tribuna
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Mi abuelo Claudio

Caray con los viejos. Durante estos últimos días no dejo de sorprenderme de estas personas que ahora les ha dado por llamar la tercera edad, como si la palabra viejo tuviera algo de despectivo Yo mismo reconozco mi ceguera y mi error al menospreciar la capacidad que podemos llegar a tener en nuestra senectud.A mis 26 años; para el que no se haya enterado todavía que el ilustre historiador es mi abuelo, y cuando ya pensaba saberlo todo, voy a tener que empezar a replantearme muchas cosas. ¿O es que me estoy volviendo viejo? Y en todo caso, ¿qué significa ese apelativo?. ¿O quién es más viejo, un adolescente con uniforme paramilitar y el brazo derecho alzado o un hombre de 90 años que se reafirma en su frase "la flor de la guerra civil es infecunda"? ¡Qué injusticia de la naturaleza que el cuerpo se apague cuando la mente rige perfectamente!.

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Claudio Sánchez Albornoz, en la hora de Ávila

Don Claudio, como le llama casi todo el mundo -yo le llamo simplemente abuelo-, me está demostrando que, a pesar "de estar hecho la santísima puñeta", sigue siendo un pibe, como muy bien dice él.

Tercera juventud

Sus palabrotas y su rebeldía, su debilidad por las mujeres guapas y su buen humor, todas estas cosas adornadas con una pizca de coquetería, son virtudes; también habrá quien las considere defectos, propias de una juventud, tal vez una segunda o tercera juventud.

Desde hace dos semanas don Claudio está otra vez entre nosotros, después de sufrir un exilio tremendo. Muchos otros como él, para qué nombrarlos de nuevo, también han padecido en su juventud los rigores de un destierro al que les habían empujado, rompiendo sus familias, perdiendo sus profesiones, despojados de casi todas sus pertenencias, en algunos casos salvando únicamente la vida y los ficheros. Porque únicamente con mucha vitalidad y con unas cuantas fichas históricas recogidas por Castilla en sus años mozos arribó a Argentina, hace 43 años, exactamente, un 3 de diciembre de 1940.

Trabajos y días

Con su memoria prodigiosa me ha contado con lujo de detalles, hace unos días, la odisea que fue su salida de Burdeos, invadida por los nazis, su paso a la Francia libre y su travesía hasta Argel y desde allí en un tren hasta Casablanca, para tener que pedir garantías para su seguridad y así viajar hasta Lisboa en un velero de 300 toneladas, con una promesa telegráfica de Salazar de que no lo entregaría a Franco.

Y así nuevamente cruzar el charco hasta Río de Janeiro y luego Buenos Aires, en un barco, que por cierto yo ya no recuerdo su nombre, pero él recordaba hasta el nombre del capitán. Su memoria me apabulla. Es la historia viviente, tanto por sus conocimientos de historia de España como por sus recuerdos de los años trágicos de la guerra, que afortunadamente le obligaron a retomar el camino de la docencia y la investigación.

Y ha trabajado mucho, tanto como para poder jubilarse dos veces, una a cada lado del Atlántico; pero él no piensa en eso, sino todo lo contrario. Piensa seguir trabajando y que su labor histórica no se detenga. Yo he visto cómo en estos días de hospital, después de realizar ejercicios con el fisioterapeuta, que él llamaba cariñosamente torturador, ha estado corrigiendo personalmente las galeradas de su próximo libro, que se publicará probablemente en octubre y cuyo título dice mucho de él. Se llamará Aún, y como muy bien dice él con su castellana hidalguía, "peor sería no verlo o no tener con qué mear".

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