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Entrevista:

El regreso imposible de Wilfredo Lam

El pintor surrealista murió en París, meses antes de la exposición retrospectiva que se prepara en Madrid

Nacido en Sagua la Grande (Cuba), el 8 de diciembre de 1902, Lam describiría, en cierta ocasión, su patria como "una privilegiada encrucijada geográfica, donde todo se reunía y se dispersaba". El mismo -"en una síntesis dispersa y unida", bromea-, conserva sangre de las cuatro razas fundamentales: africana, india, europea, por su madre, y china, por su padre.La vocación pictórica del joven Lam le conducirá, tras ciertos estudios en la academia de San Alejandro, de La Habana, hacia Madrid, aún foco de atracción para la antigua colonia. "Cuando llegué en 1923, era una especie de campesino que no había visto nada. Mi primera visita al Prado fue un impacto, dados mis escasos conocimientos de pintura. Sin embargo, sentí cierta tristeza; era como entrar en una iglesia. Todos esos mártires colgados de las paredes, el ajusticiamiento de los heréticos de Berruguete, los Zurbarán..., eran temas terribles, sin esa alegría que se encuentra después en la pintura moderna".

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Pregunta. En ese momento sigue usted una enseñanza académica.

Respuesta. Con Fernando Alvarez de Sotomayor, que era entonces pintor de corte. Pero, aunque entonces me sentía obligado a ello, no tuvo para mí ninguna trascendencia. En el fondo, saqué más de los libros y de mis propias reflexiones. Con todo, me enseñó a hacer retratos. Yo me había casado aquí y pasaba muchas fatigas -su mujer, una maniquí extremeña, llamada Eva, y el hijo de ambos, Wifredo Víctor, murieron de tuberculosis en 1931 -. Una vez, una millonaria cubana, que vivía en La Castellana, me pidió que le hiciese un retrato de su difunto marido. Andaba tan necesitado de dinero que acepté. Como carecía de modelo, la mujer me entregó varias fotografías, indicando en cada una qué parte se le parecía más. Se planteó un problema con la boca, que según mi cliente no reflejaba en ninguna foto el angel que el natural tenía. Yo, que no veía forma de averiguar tal angel, le propuse un trato: traería el cuadro sin terminar, ella se sentaría a mi lado y me indicaría qué lado de la boca había que levantar. Así quedamos. Cuando estuvo todo preparado me presenté en su casa con el cuadro. Me recibió una criada que me explicó que la señora no estaba y tardaría en volver. Decidí dejar el cuadro, pero advertí que la pintura estaba fresca y no debía tocarse. Lo colocamos en el salón sobre un caballete y me marché. Cuando volví al día siguiente, me recibió de nuevo la criada y me dijo que se habían llevado a su señora al hospital. Al llegar del teatro había abierto la puerta del salón y, al encender la luz, vio el cuadro de sopetón. Como no estaba terminado, tenía un aire fantasmal y ella creyó que era una aparición de su marido. Se desmayó y se rompió la cabeza.

P. Al estallar la guerra civil, usted toma enseguida partido activo por la causa republicana.

R. Yo asistí a la fundación de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, que llevaba, con otros, José Bergamín. Vi hacer los primeros carnés y el mío tenía el número cuatro. Como militante hice muchos trabajos: carteles, telones para obras de teatro... Cuando las tropas de Franco llegaron cerca del Manzanares, se nos convocó a todos los artistas en el sindicato que teníamos en la calle Mayor. Todo el mundo estaba asustado y, a través de las ventanas, oíamos las balas que venían del frente. No sabíamos qué iba a ser de nosotros. Por fin, fui evacuado a Barcelona, donde conocí al escultor catalán Manolo Hugué. El me dijo que no debía continuar con ése tipo de revolución, con un arte estrictamente aplicado a la militancia, que existían otras causas más acordes con mi condición de pintor. Me aconsejó marchar a París. Estábamos en plena época del hambre y, para. animarme, me decía que en París comería carne todos los días. Con su imaginación montparnassiana me hablaba de restaurantes en los que un cocinero presentaba un menú sin fin. Prometí avisarle si decidía marcharme. Cuando Franco pasó el Ebro, arreglé nú visado en la Embajada francesa y me fui a ver a Manolo. El me dio una carta de presentación para Picasso. Nunca supe lo que decía en ella, pero tuvo un efecto fenomenal.

P. ¿Cómo fue ese encuentro con Picasso?

R. Nada más llegar a París, me dirigí a su Casa de la Rue de la Boetie. Me recibió Marcel, su chófer, y yo le dije que quería ver a Picasso y que traía una carta. Como era la hora en que Pablo tomaba su baño matutino en una tina, me contestó que fuera a verlo por la tarde a su estudio de la Rue des Grands Augustins. Al salir, me fui a pasear por el Feaubourg Saint Honoré y allí encontré una galería que anunciaba una gran retrospectiva del arte francés. Entré y al rato miré hacia la puerta y reconocí a Picasso que llegaba acompañado por una mujer. Aceleré mis pasos para no encontrarme allí con él y logré escabullirme. Después del mediodía, me dirigí a su estudio y en la puerta me encontré a Michel Leiris. Subimos en silencio por aquella escalera que parecía a punto de caerse, de puro vieja. Picasso me recibió, tomó la carta de Manolo y comenzó a preguntarme por sus amigos de Barcelona. Me ofreció una bebida blanca que yo entonces no conocía, el calvados, y se rió cuando, un poco alarmado, le pregunté si no me estaba sirviendo trementina, por equivocación. Tras despedirse Leiris, llegó Dora Maar, la mujer que le acompañaba en la galería. Ambos se habían fijado en mí en la exposición. Recuerdo que comenté que lo que más echaba en falta al pasear por París era la belleza de las mujeres españolas. Al advertir la maliciosa mirada de Picasso, caí en la cuenta de que no estaba siendo muy oportuno, pero rápidamente me apresuré a decirle a Dora: "Usted, sin embargo, parece una española". Picasso se echó a reír. Aquella noche me invitó a cenar, me aconsejó unos pollitos tiernos, que pedí y, como estaba sin plata, me regocijaba pensando en el banquete que me iba a dar a su costa.

P. Eran los bistés, prometidos por Manolo.

R. Como acabé con mi plato mucho antes que ellos, Picasso le dijo a Dora en francés: "Este Lam se nos va a comer hasta la pata de la mesa". Más tarde fuimos al café de Flore. Allí me presentó a mucha gente. Entre ellos, al matrimonio Zervos, a Pierre Loeb y a un español grueso y fuerte que era cineasta y del que Picasso decía que parecía un toro (¿Tal vez el catalán Joan Castanyer, amigo de Prévert y Renoir?). Hablamos mucho de la revolución española. Picasso no entendía por qué la resistencia madrileña se basaba en la idea del "no pasarán". Opinaba que se debería hacer lo mismo que con las tropas napoleónicas: abrir las puertas de la ciudad, dejar que entraran y acabar después con ellos a base de cuchillos y agua hirviendo.

P. Fue Dora Maar quien trajo hasta usted a André Breton.

R. La primera vez que vi a Breton fue en mi estudio, al que vino acompañado de su mujer, Jacqueline, y de Dora, por consejo de Picasso. Me trajo un ramo de flores y una caja de bombones.

P. ¿Fue ese el primer contacto con los surrealistas?

R. No, yo conocía ya a muchos surrealistas del Dôme. Por ejemplo, a Oscar Domínguez, con quien me unía una gran amistad. Lo que sí supuso mi encuentro con Breton fue mi inclusión en el grupo surrealista. Sobre todo porque él acababa de llegar de México, donde había discutido con Trosky y Diego Rivera sobre la necesidad de fijar la atención en el arte precolombino y el de las islas del Pacífico.

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