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CANCION

Gilbert Bécaud: un conejo en el piano

Ayer noche, en la sala Windsor, el cantante Gilbert Bécaud ofreció el segundo y último de sus recitales en Madrid. Su representación primera dejó sabor a intensa brevedad entre un público que, seducido por la garganta rocosa y los ademanes hiperrealistas del intérprete, pedía, puesto en pie, con aplausos y bravos, que se prolongara ese instante de eternidad.

Eterno es el trueno orquestal que precede a Bécaud. Eterna es su corbata de lunares. Eterno es su saludo pícaro de damisela, alzando con la punta de los dedos su chaqueta azul, mientras esboza un remolino de reverencias sonrosadas. Eterna es, en fin, su generosidad a la hora de dejarse acariciar por el fervor de la gente; lo dice sin rubor: "Más, más, más". Y se pasa del dicho al hecho.Aunque el intérprete proclame lo contrario, en su piano hay un conejo. Bécaud se viste con su piel, decidido a roer una galaxia de palabras, decidido a concederle autonomía a sus sólidas manos, decidido a demostrar que el micrófono es una zanahoria suculenta. Sus músicos se transforman en vicetiples del lejano Oeste, se dejan nombrar por el dios de la espera perpetua, se convencen de que Madrid está a sus pies. El conejo recoge un clavel: "Pas vrai!". Así, tan tiernamente, como quien se sorprende de veras.

Acabó el precalentamiento

Fin del precalentamiento. Al tercer tema, C?est en septembre, los suspiros no caben en la sala. Bécaud abre un paréntesis de gravedad en el momento de reconstruir, a base de fijeza en los ojos y chasquidos en los dedos, la pirueta de Et le spectacle continue. Reaparecen los brazos en cruz. Deja ya claro, para quienes le viesen por vez primera, que no es esclavo de ningún truco, sino el inventor de todos los trucos. Dentro del conejo está el sombrero.

El taconeo, el sudor naciente y los juegos de manos dibujan en el aire un arco iris volador: Le petil oiseau de toutes les couleurs. Un coloso se yergue sobre Madrid. Pero no abandona su aspecto de conejo ágil para describir una flor con un gesto muy leve, para acunar a un niño, para insinuar un corte de mangas, para hacerse el chino y para despedirse de mentira con trope chaplinesco.

El reconocimiento hace estragos entre los espectadores, aunque sea a base de una de las canciones más cursis de Bécaud: Quand il est mort le poète. Vaivén y lalalá colectivos. El actor va al grano: "¡Canta, España!". Todo el mundo se da por aludido. Una descarga instruinental modifica el decorado de los sentimientos El retorno al cero. El encariñamiento con una. nueva canción de amor: "Me importa un rábano el fin del mundo, / pero no quiero tu final".

El delirio

Nuevo reencuentro explosivo La solitude ça n?existe pas. El delirio. Pero Bécauod sigue su camino, de París a Estocolmo; dispara con los labios y silba con los ojos, a la par que se entrega al frenesí del baile. Utiliza la barra del micrófono como peonza. Intenta la aventura del ritmo tropical, carnavalesco y pegadizo. La rica salsa fráncesa se llama Gilbert Bécaud.

El conejo no desconoce la tragedia íntima, las desgarraduras, la manera de vender como sentencia honda eso de que la vida es la vida: Rosy and John. Pero el zapateo y otro célebre tema, Je reviens te chercher, disipan el lamento nostálgico.

Llega la caracola más esperada, el soporte ideal para el Bécaud más visajero, el himno de una oscuridad sin fecha: Et maintenant. El distinguido público redescubre la carne de gallina. Bécaud se mueve de un lado para otro, contempla al personal en pie, saca la lengua de manera festiva, es sepultado por claveles multicolores. Ese público, al borde del éxtasis, reclama otra canción: Nathalie. Centenares de voces: "¡Nathalie! ¡Nathalie!". Y más claveles. Pero Bécaud, impugnador a su manera, se despide con L'important c?est la rose. Nadie supo si se trataba de un homenaje a la rosa socialista o si era pura y simple pasión floral. Eterna duda.

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