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Tribuna
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Un gran señor jerezano

«La oratoria de este hombre es como una catedral de perfiles clásicos levantada con sillares volcánicos». Así calificaba el verbo inflamado del joven abogado gaditano uno de sus adversarios políticos en los primeros tiempos de la República. Pemán tenía la grandilocuencia de su numen meridional inspirada todavía en la leyenda castelarina y en la tradición mellista. Párrafos largos, redondos, armónicos, proferidos en cascada, a los que el ceceo prestaba un coeficiente de sencillez popular, especie de antídoto de cualquier solemnidad o pedantería.Era un hablar garboso y risueño; adoctrinador y anecdótico; dialéctico e irónico a la vez. Levantaba fervores. Ponía en pie los auditorios. Dejaba fuera de combate a compañeros de candidatura o de tribuna que renqueaban en la tartamudez subsiguiente en medio de la indiferencia del público. Así lo conocí yo en esos años de andanzas mitinescas y electorales. Tenía el aticismo del castellano pulcro y la fuerte raigambre del pensamiento político como una vertebración invisibles del caudal discursivo.

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Opiniones sobre la vida y la obra del autor

Monarquismo racional

Era Pemán exponente del sentir conservador de aquellos años. Pero su fidelidad se hallaba inscrita en la institución monárquica a la que José Antonio, su paisano, había declarado «gloriosamente bendecida». El planteamiento del orador gaditano se situaba en la necesidad de rescatar la Corona para que siguiese aglutinando la sociedad española en torno a los ejes de continuidad nacional y de integridad territorial.

Pemán empezó a luchar por el retorno del Rey desde el 15 de abril de 1931, convencido de que se trataba de un error histórico considerable, que acarrearía innumerables perjuicios a la cohesión y a la paz entre españoles. Su monarquismo no era cortesano, sino racional; no estaba teñido de vanidades, sino anclado en interpretaciones profundas de nuestro ser. Buscaba la reconciliación y la integración. El era hombre inequívoco de la derecha, pero buscaba su compleintritario machadiano en la izquierda. No quería aislarse en la exclusividad totalitaria. Su trayectoria intelectual de escritor y de académico, de dramaturgo y de periodista abrían sin cesar el cauce de su liberalismo hacia el rival político, el adversario, el exiliado, el que había sido quizá su más enconado enemigo.

Ese talante generoso y humano flameaba en él como una bandera. Sirvió al bando nacional durante la guerra en una empresa poética conmemorativa. Nunca en los mezquinos rencores a la vengativa persecución.

Y mantuvo los años largos de la espera bajo el franquismo con una severa dignidad que le valió desdenes y censuras, pero también un acrecentado respeto en la opinión.

No soy crítico autorizado para enjuiciar su obra considerable de hombre de letras de articulista soberano, de juguso narrador de cuentos breves, de auto r teatral de notables éxitos. Sí puedo explicar, en cambio, su credo político desde que ocupó en los años sesenta la presidencia del consejo político del que era entonces el jefe de la Casa Real española, don Juan de Borbón.

Pernán intuyó certeramente el inmenso valor de la Monarquía, que ofrecía como plataforma de encuentros y más tarde como ámbito efectivo de convivencia para las fuerzas del espectro ideológico español que se iban alumbrando en la nueva sociedad. Veía la Corona más como una fuerza que como un poder. La estimaba símbolo de superación; instancia arbitral última; referencia permanente y código de ejemplaridad. Por supuesto, nunca ponía en duda la necesidad de un desenlace democrático. Naturalmente, la exigencia estricta de una monarquía que fuese constitucional para el futuro de España.

Tenía para sus amigos el tesoro de su delicadeza, la intimidad de su casa y el regalo de su diálogo. Era un gran señor jerezano y yo lo visté alguna vez en el Cerro Viejo, entre viñedos, capataces y perros ladradores, mientras entraba al atardecer una leve brisa marina por los alcores. Pero en el contexto de su conversación se le traslucía también, junto al inmenso bagaje del clasicismo escolástico, una punta del ingenio del Bearne a lo Montaigne, hecho de contrapuntos volterianos y de humor erótico, que en su genio estaba presente como un ramillete de la dulce Francia de su linaje.

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