La insólita dedicación cinematográfica de Juan Rulfo
Un volumen de cuentos, El llano en llamas (1958), y una novela breve, Pedro Páramo (1955), bastaron para convertir al mexicano Juan Rulfo en una de las figuras esenciales de la literatura contemporánea. Su posterior silencio literario no ha erosionado en modo alguno su merecida fama como narrador. Pero los innumerables lectores de tan impresionante escritor pueden ahora deleitarse con un nuevo libro, El gallo de oro, recientemente publicado en México por Ediciones Era,del crítico Jorge Ayala Blanco. Al tiempo que consumado guionista, Juan Rulfo también se nos revela como fotógrafo y actor.
A menudo, la escritura rulfiana posee una sequedad desgarradora que no es del todo ajena a la eficacia fotográfica: « Después engordó. Tuvo un hijo. Luego murió. La mató un caballo desbocado». Es el anhelo pavoroso de condensar en una sola imagen las espirales de toda una vida. De ahí que sorprenda sólo a medias contemplar por vez primera la secuencia fotográfica de Rulfo titulada Los músicos (Oaxaca, 1955), donde el autor de Pedro Páramo da sobrio testimonio de su pasión secreta: la fotografía.Sorpresa limitada es, asimismo, contemplar su actitud pensativa y amarga en algún fotograma de la película En este pueblo no hay ladrones. El aspecto físico de Rulfo tiene tales dosis de irrealidad creíble que a nadie puede extrañarle en verdad su desliz como intérprete cinematográfico.
Menos sorprendente resulta todavía que muchos cineastas se hayan interesado por filmar las ficciones del gran escritor. Sin embargo, como escribe Ayala Blanco en la presentación del volumen El gallo de oro, «en términos generales, su filinografía la integran mediocres y serviles, cuando no grotescas o muy alejadas versiones de sus obras narrativas». Dos únicas excepciones quedan anotadas en ese prolongado error ajeno. La primera se titula El despojo, un cortormetraje de doce minutos, dirigido en 1960 por Antonio Reynoso y fotografiado en blanco y negro por Rafael Corkidi, que «inauguraba una ficción rural de tema indígena asombrosamente despojada de cualquier paternalismo, y sin mácula de folklorismo espurio». Segunda excepción: La fórmula secreta, mediometraje de 42 minutos, dirigido y fotografiado por Rubén Gámez, que «postulaba un cine político antiimperialista desde una vertiente de imaginación desbordada, postsurrealista, rabiosamente poética».El volumen de que damos aquí noticia incluye una reconstrucción del argumento rulfiano de El despojo, «jamás escrito, con base en la película terminada, insertando diversas acotaciones descriptivas». También se publica el texto -en versión rítmica- escrito por Rulfo para dos de los diez episodios que forman La fórmula secreta.Pero la verdadera sorpresa reside en el argumento, «nunca filmado cabalmente», que da título al libro: El gallo de oro. Se supone que Rulfo lo escribió a principio de los años sesenta. Ayala Blanco precisa desde el prólogo: «Aunque Roberto Gavaldón acometió en 1964 una versión fílmica del mismo asunto, incluso cumpliendo con el trámite de darle crédito a Rulfo, su película ni remotamente tenía algo que ver con el original.Rulfo crea en El gallo rojo «un extraño, apretado, misterioso tejido de relaciones entre dos seres marginales y errabundos: el gallero salido de la nada, Dionisio Pinzón, y la cancionera de palenques a quien apodan La Caponera». Cuando el crítico desbarra es a la hora de la valoración literaria del argumento: «Redactado en el lenguaje llano, plástico, funcional y sin preocupaciones estilísticas que requiere todo proyecto cinematográfico repleto de precisiones cosa que contrasta con la acabadísima elaboración formal de la obra literaria de Rulfo, el argumento posee, empero, el don de sumergirnos en las obsesiones características del universo de su autor».
La lectura de El gallo rojo permite un placer no sólo sugerido por la atmósfera, sino amasado por un estilo inconfundible: «La sangre de la cresta comenzó a bajarle a las narices al Dorado y le produjo hoguío. Dionisio Pinzón le limpió la cabeza. Sopló el pico para desahogarlo. Tomó tierra del suelo y la restregó en la cresta de su animal para contener la hemorragia y, lo que no había hecho nunca, comenzó a desentrañarlo arrancándole plumas de la cola para encorajinarlo. Así, cuando sonó el grito de: ¡Suelten sus gallos, señores!, el Dorado, enfurecido, no cayó suavemente en la raya, sino que pareció huir de las manos de Dionisio Pinzón y fue a darse fuerte encontronazo con el Giro, que lo paró en seco con un brinco de medio vuelo, metiéndole las patas por delante. Luego lo trabó del pico. Lo zarandeó; para después, tras unas cuantas fintas y aletazo , trepársele encima, destrozándole la cabeza a picotazos mientras le hundia el puñal de su espolón en la pechuga. El Dorado quedó patas arriba, lanzando navajazos, pero ya en los últimos estertores».Rulfo no renuncia aquí a su estilo. Y El gallo rojo merece figurar, sin restricciones hilvanadas bajo el pretexto de lo cinematográfico, junto a sus dos obras maestras.
Babelia
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