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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Azaña y la mujer en la Segunda República

La participación de la mujer en el devenir histórico de las sociedades es un hecho que en el mundo contemporáneo adquiere nuevas expresiones. Los cambios económicos, sociales y políticos acaecidos desde el siglo XIX hasta nuestros días van reportando a las interesantes del sexo femenino la posibilidad de intervenir directamente en todos estos campos. Nuevos cometidos, nuevas funciones, se traducirán para ellas en nuevos derechos, pero también en nuevas obligaciones y nuevas responsabilidades. Este proceso puede considerarse una consecuencia inevitable de la evolución histórica seguida por los países industrializados, pero sus repercusiones sobre el organigrama sociofamiliar vigente y la incógnita que supone el sentido que adoptará la intervención femenina lo hacen temible. De ahí la forma escalonada en que a mujer irá conquistando su nuevo status. De ahí también las fuertes y generalizadas polémicas que cada reivindicación suscita; las férreas oposiciones que demoran su conquista. El derecho electoral constituye una de las más características expresiones de ambos hechos.La velada en Benicarló, de Manuel Azaña, sintetiza las cuestiones que surgen en tomo al voto de la mujer. Las posturas que se adoptan, las razones que se aducen, los intereses que tratan de defenderse.

Manuel Azaña, intelectual, representante del «socialismo humanista», se siente, a nivel político, heredero del Partido Reformista y se convierte en defensor de una vía media armonizadora de todas lasrealidades españolas en tensión. Sólo a través de esta armonía puede alcanzarse una sociedad estable obre la que construir un régimen irme. La República, nacida el 14 de abril de 1931, ha de tener esta finalidad como objetivo prioritario. Pero ¿cómo alcanzarlo? El camino a seguir no estaba claro. Ello hace que, en el plano de las actuaciones concretas, Azaña y el resto de los gobernantes republicanos se vean sometidos a un dilema continuo entre el respeto a los ideales liberales y los derechos de las minorías, por un lado, y la salvaguardia del Estado, por otro. La cuestión del voto femenino es claro ejemplo de estos momentos conflictivos, en los que se ha de optar por uno de los dos principios o buscar un camino intermedio que, sin contradecir la naturaleza democrática del régimen, evite el peligro que la concesión de tal derecho supone para la supervivencia del Estado.

Cuando en el otoño de 1931 las Cortes Constituyentes debaten la concesión de derechos electorales iguales para ambos sexos, Azaña no estaba presente; aunque la actitud de su grupo parlamentario, defendiendo la vía media del sufragio condicionado, pueda considerarse representativa del sentir particular de su fundador. Al escribir, años más tarde, la obra que nos ocupa, don Manuel rompe el silencio anterior sobre el tema, pero no llega a exponer con claridad su pensamiento. Como él mismo afirma, se limita a recoger las opiniones existentes en la sociedad española acerca de la participación política femenina.

Desde un punto de vista ideológico, el voto femenino es un derecho inalienable y, por tanto, ha de ser necesariamente reconocido. Este argumento, decisivo en 1931, mantiene en 1937 su vigencia incuestionable para Azaña, pese a los acontecimientos ocurridos. El autor hará decir a Marón: « Las señoras utilizaron el voto con Ipleno derecho». Los que ahora adquieren, mayor significado son las razones que en su día se utilizaron para justificar una restricción en el uso del sufragio por parte de la mujer. En esta actitud, la pervivencia del régimen republícano aparece como prioritaria, y tal criterio es compartido incluso por dos de las tres diputadas constituyentes (Victoria Kent y Margarita Nelken). Dicha pervivencia se veía amenazada por el voto femenino, dado el mayor conservadurismo de la mujer y la influencia que en todas sus decisiones tiene la Iglesia; porque la ignorancia en que ha vivido este sexo le hará actuar de forma más pasional ante las umas, y su falta de experiencia cívica la convertirá en un voto manejable.

Estas razones prácticas eran en 1931 realidades incuestionables para unos; para otros, simples temores futuribles no comprobados y, sobre todo, modificables si se actuaba cerca de la mujer. Desde la perspectiva de 1937, estaba claro que tal cambio no se había producido, pero quedaban varias cuestiones a debate. Por un lado, la responsabilidad que en la rebelión corresponde a la actitud fmenina y la naturaleza de ésta; por otro, si tal comportamiento era consecuencia de caracteres propios del sexo o expresión de coraportamientos colectivos.

Acerca del primer punto, Azaña recoge la opinión, casi diríamos unánime, de la sociedad española. La mujer influyó en el desarrollo del acontecer polítíco republicano a través de su voto y, sotre todo, por su influencia en la familia: «Cuando los sentimientos religiosos o las preferencias políticas de marido y mujer difieren (caso frecuentísimo en la clase media, de donde salen los gobernantes), la paz del hogar se funda en la transigencia del marido ... ». De un modo o de otro, la política espafíola recibió en sus momentos clave el aporte de una fuerza -la-del sexo femenino- movida por sentimientos de defensa de la familia, los hijos, la religión.

Raíz de los sentimientos

Mas ¿cuál es la raíz de estos sentimientos? Las posturas en este aspecto eran dispares y Azaña trata de recogerlas a través de los personajes del diálogo. Para Marón, la actitud femenina es «propia del sexo», al basarse en su ignorancia y falta de experiencia. Ambas impiden que la mujer lleve el análisis de los hechos que vive más allá de sus expresiones externas (por ello confunde «leyes laicas» con «exterminio de la religión», pese a la libertad diaria que en este terreno se respira). Ambas hacen también que sienta con mayor violencia las pasiones políticas que dan pábulo a la guerra, cuya «terquedad exasperada..., algarabía frenética..., resentimiento irreconciliable», son expresiones pasionales «puramente femeninas».,

Para Garcés y Pastrana, en cambio, la naturaleza y expresión de la presencia femenina en la esfera política no ha sido sino reflejo de la actitud de la masa. Como ella, se vio manejada por el miedo a la revolución social y al laicismo, que supieron hábilmente inculcar los sectores y partidos enemigos de la República. Es la misma idea que recoge Clara Campoamor cuando, en 1936, afirma que la mujer, como el hombre, actuó ante las urnas movida por motivos de tipo general sobre orden y política; contra quienes gobernando no han sabido cumplir sus promesas, solucionar sus problemas económicos; hacerlos felices, en una palabra.

Existe aún otro aspecto en la obra de Azaña que merece la pena resaltar. Durante estos años de la II República, y a todos los niveles, los hombres opinan reiteradamente acerca del sentir femenino sobre tal o cual problema, tratan de «adivinar» cuál va a ser el comportamiento de la mujer ante una situación concreta. Sin embargo, son escasas las veces que aquélla se convierte en portavoz de sí misma. En La velada en Benicarló, la protagonista femenina, Paquita, actriz de teatro, está presente en el diálogo, pero apenas toma parte en él. Incluso, cuando se toca el tema femenino, su intervención casi se reduce a un mero asentimiento de las opiniones que emiten sus compañeros. Si aceptamos la lectura simbólica que se ha realizado de los personajes de la obra, la mujer quedaría situada en último plano y en una actitud más bien pasiva. Es posible que ello represente tanto el pensamiento del autor y, en un plano más general, de la propia sociedad al respecto, como que aluda al comportamiento de una parte importante de la población femenina. Pensamiento y comportamiento que estarían justificados por un pasado, que comienzan a modificarse, en ciertas esferas, durante las primeras décadas del siglo XX y que verán truncada su evolución por una guerra devastadora.

Rosa María Capel Martínez es profesora de Historia Contemporánea de España.

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