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Mosqueo caballuno

Están aquí los años de andar de un lado para otro, con violines y flautas, instaurando una noche de invisibles navajas que se revuelve ahora entre el sudor y el humo, llevando todos manto de luz negra muy ceñido a los cuerpos recortables: «¡ Lou! ¡Lou! ¡Lou! » Aquel que entre caballos y caballos andaba, que andaba entre los varios tonos de diferentes rojos en los picos, en la acera de enfrente, vuelve a nuestro clamor, revestido de luto y azul pálido, colores del recuerdo, hablando de historietas muy triviales, ya para siempre dueño de un delirio de alcoba parecido al dolor: «¡Lou, bestia! ¡Eres mu malo, Lou!» A través de agujeros en los brazos y sabores muy ácidos en hinchadas miradas de cangrejos, nadie acepta que hay nubes como lágrimas, parodias de campanas invernales y un dorado ataúd. Mas, delante del dios, cuya jeringa ya no suena por vez primera, un gentío de albinos gritadores suspira bajo hexágonos metálicos, remueve la cabeza y el sombrero, en pos de la palabra perdida, de la gastada melodía, del sucio manantial: «¡Que se me empalma, Lou!» El oscuro recobra la, palabra: la palabra sin palabra, dentro ya de la vena y como golosina para la vena. Y un resplandor anaranjado brilla en la oscuridad. Y, contra la palabra de la costumbre abrillantada, gira el gentío alrededor del centro de la vieja palabra, deslizante y fugaz. Oh, juventud, ¿qué he hecho de ti?¿En dónde estará la palabra, en dónde la palabra última resonará? Aquí, no; no hay bastante silencio o lo hay en exceso. Ni en el mar del olvido almidonado, ni en las islas sin monos, ni en la tierra firme del transformista, tampoco en el páramo de la movida más marchosa, ni en las fértiles, tierras del ahorcado por celos. Es el eco atildado de aquella música feroz que resonaba en la barriga de los que andaban en tinieblas lo mismo entre la noche que en el día. Este no es ya el lugar ni el tiempo conveniente. No hay lugar de perdón para ese chulo que canta de perfil, ni hora de gozo para los que aman la dureza al pelo y pasan de toda chocha perfección.

Y, sin embargo, Lou pasa de leopardo a saltamontes sin que el amor accidentado muera. Y de nada serviría, en verdad, lamentar que no nos convoque a la sombra del árbol deshojado, con la bendición de la nieve, olvidándose y olvidándolo, tan sólo unidos en la paz del galope. Esta no es nuestra nada; es nuestra herencia que se eclipsa. Un timo más, muchacho. O las pulidas y amaneradas fauces de un viejo tiburón, borrándose, borrándose, al tiempo que repite ante el espejo: «Anda, déjame solo. No soy digno de ti.» Fin del sinfín. Y, sin embargo, en la primera vuelta del escalón postrero de la turbia ironía puedes aún ver la huella retorcida del fétido vapor, luchar con el demonio de la escalera de caracol, redescubrir el rostro del feliz desconsuelo. Y, cuando lanza el índice al vacío bailable, miles de manos trazan círculos de deseo.

Ay, cuerdo lobo. ¿Rogarán los viciosos por los que siguen en tinieblas blandas? Rogará el personal de la nostalgia por aquel que le ofende con astucia. Que todo es opereta en ésta vida y Lou niega entre espuma lo que afirmó entre rocas. El oscuro se acuerda del desierto en el jardín de las delicias leves. Mastica chicle, fuma y escupe, tontamente, secas semillas de manzana. Aunque vuelve otra vez,, rabioso, cuando nadie lo espera. Aunque ya no quisiera volver. Dudando entre ganancia y pérdida, entre el renacer y el morir. Aunque ya no desea sino la ancha ventana para ver el ayer. Es un vuelo mortal de alas intactas: «Mira, tío, el caballo conserva bien.» Y el espíritu débil se apresta a rebelarse, por la chusma que chilla y el aroma del llanto. Y el ojo ciego crea las formas huecas y eficaces ante las manos de marfil ahumado.

La sed, la sed. Un fotograma de Buñuel, al término, retocado con nieblas, temblorosas y cursilonas, de David Hamilton o así. Quisiéramos que el duro siguiera entre las rocas. Pero llega a enseñamos a estamos quietos, a decimos la tira de hermosas falsedades, a permitir que todo nos separe. Lou toma lo que antaño dio. Cínicamente. A tope. Y el clamor, sin embargo, es de revuelta que se niega a morir en trampa ajena.

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