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Crítica | Bailando la vida
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La penúltima copa

La comedia no engaña, pero está muy lejos de sorprender por el convencionalismo en la puesta en escena de su director y un guion mejor dialogado que pergeñado

Imelda Staunton y Timothy Spall, en 'Bailando la vida'.
Imelda Staunton y Timothy Spall, en 'Bailando la vida'.
Javier Ocaña

BAILANDO LA VIDA

Dirección: Richard Loncraine.

Intérpretes: Imelda Staunton, Timothy Spall, Celia Imrie, Joanna Lumley.

Género: comedia dramática. Reino Unido, 2017.

Duración: 111 minutos.

Conscientes de que el arco de público instalado en la sesentena de edad, jubilado del trabajo pero nunca del entretenimiento, ahora más que nunca, y quizá necesitado de estímulos vitales y emocionales, pasa por ser uno de los más fieles en los cines españoles, las distribuidoras se afanan en descubrir productos con los que saciar su constancia. Algo que están encontrando sobre todo en Reino Unido, donde desde hace algo más de un lustro son habituales las películas a medio camino entre el drama y la comedia, siempre con el buen rollo como bandera —lo que ellos llaman feel good movies—, forjadoras de un espíritu un tanto superficial, pero cotidiano, identificador y, hasta cierto punto, ensoñador. Obras como Tres veces 20 años, El exótico hotel Marigold y su secuela, El nuevo exótico hotel Marigold, y Una cita en el parque, a las que ahora se une Bailando la vida.

Instaladas en el subgénero de la comedia romántica de corte otoñal, todas ellas se agarran al cliché como sello de estilo, y aquí hay unos cuantos, desde el baile de salón como semanal salida de escape para las relaciones sociales y el mantenimiento del físico, hasta el viaje esperanzador como ideal de escapada hacia lo aún no vivido. Un espíritu de esforzada efervescencia que, claro, debe convivir con asuntos como el del alzhéimer, el cáncer, la discusión constante y, por qué no, las relaciones extraconyugales a edades tardías, pero aún de cierta lujuria.

Dirigida por Richard Loncraine, que sabe de lo que habla a sus 71 años, Bailando la vida no engaña, pero está muy lejos de sorprender, marchitada por dos razones. La primera, el convencionalismo en la puesta en escena de su director —con solo una película importante, aquel Ricardo III ambientado en la II Guerra Mundial, con el monarca gritando “mi reino por un caballo” entre los tanques—, que incluso se arma un pequeño lío con la perspectiva en la secuencia del descubrimiento del adulterio, entre la escalera, los protagonistas y los invitados. Y segunda cuestión, un guion mucho mejor dialogado que pergeñado, lastrado por una trama donde la previsibilidad de cada acontecimiento y de cada giro es constante.

Sin embargo, otros dos aspectos la hacen levantarse hasta alcanzar la categoría de película obvia, aunque siempre llevadera. El carisma y el brillo de sus extraordinarios intérpretes, comandados por Imelda Staunton y Timothy Spall. Y un hermoso subtexto que subyace con convicción entre lo predecible: esa magnífica sensación de penúltima copa de una vida, a la que es necesario agarrarse, porque aún queda un rato para que se enciendan las luces de la discoteca y pongan punto final a la diversión.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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