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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ocho carcajadas vascas (con perdón)

El humor puede resultar un arma temible contra los intransigentes y no puede ser sometido a un 'vade mecum' dependiendo de quién lo establezca en cada momento

Borja Hermoso

Edurne Portela va fuerte. Sostiene —en entrevista con Berna González Harbour publicada en este mismo diario— que la risa suscitada por el visionado de Ocho apellidos vascos no es decente, y no digamos la carcajada. No examinaremos aquí si la no-decencia supone de modo irremediable ser indecente o si entre ambas condiciones cabe un purgatorio, pero tiene pinta de que para la autora de El eco de los disparos prevalece lo primero. La risa puede ser objeto de condena por el Código Penal, qué demonios.

Cuidado con llamar indecentes a las cosas o a las personas si luego no se está dispuesto a sostenerla y no enmendarla. Es muy probable que a Edurne Portela le pase factura esa frase urticante y presuntamente demoledora. La carcajada no es decente si no es “autocrítica”, o sea, que se establece un vade mecum del humor, y por ahí nos vamos derechitos al ojo del Gran Hermano pero en versión Gila. Sajar de un plumazo la posibilidad presente y futura de que el humor —aunque a ella no le guste ese humor concreto— se pueda reír de los asuntos más terribles es apostar todas las fichas a un número de la ruleta. Y la vida da vueltas, como la ruleta, y quién sabe quién sabe si todo, incluida la risa del bufón, nos será necesario para afrontar el infierno.

Todo, recuérdese, empezó en Adorno, que se preguntó si cabía escribir poesía después de Auschwitz. Muchos menos miramientos intelectuales tuvo Aquiles cuando envió al paraíso a Héctor de un pinchazo en el cuello, aunque en aquel gesto podría encontrarse otro acto de decencia, y si no, que se lo pregunten al vengado Patroclo, compañero de armas y quién sabe de qué más cosas de Aquiles. En la guerra como en la guerra.

Se preguntó Adorno —luego dudaba— si cabía escribir ripios, por muy nobles y altos que fueran, después de un infierno como el perpetrado por la hiena nazi. Y resultó que sí, que cabía, como quedó demostrado durante la segunda mitad del siglo XX. Y no solo eso. No solo la literatura, el arte y el cine serios sobre los campos de la muerte —Primo Levi, Leo Hass, Spielberg…— plasmaron el horror con todo el derecho moral del mundo a hacerlo y con conmovedoras dosis de maestría creativa. Es que después, mucho después, llegó La vida es bella de Roberto Benigni, dejando sentado (aunque con la consiguiente y lógica ristra de controversias: me pregunto si a Edurne Portela le gustará esa película) que también el humor podía aproximarse a lo peor de la existencia humana como un espejo deformado… y válido. Los guardianes del templo de la pureza y los administradores de carnés de decencia o indecencia siguieron y siguen en sus trece. La tragedia solo puede tratarse trágicamente. Los demás opinan que todo vale si no se traspasan las líneas rojas de la infamia y si el fin es algo tan deseable como el consuelo.

Edurne Portela dice que Ocho apellidos vascos la dejó “enferma, muy afectada” y seguro que fue así. Y deja entrever que solo formatos graves como las novelas de Fernando Aramburu, las películas de Jaime Rosales o los artículos de Fernando Savater tienen derecho a enfocar lo que pasó en Euskadi y sus consecuencias, aún vigentes. Bueno, también defiende el papel de un programa como Vaya semanita!, un producto televisivo tan brillante y valiente como militante en la equidistancia que ella misma dice aborrecer.

Yo pienso que las carcajadas de Ocho apellidos vascos son un arma temible, no para arreglar aquellos años terribles ni lavar la memoria de las víctimas, pero al menos sí para amargar la poco humorística vida de los terroristas y sus corifeos. Es un consuelo. Conozco a simpatizantes abertzales, viejos especialistas en lo que odiosamente pudiera llamarse la comprensión intelectual de la violencia de ETA a los que las andanzas de Karra Elejalde, Dani Rovira y Carmen Machi les tocaron los atributos de manera irremediable. En la guerra como en la guerra.

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Sobre la firma

Borja Hermoso
Es redactor jefe de EL PAÍS desde 2007 y dirigió el área de Cultura entre 2007 y 2016. En 2018 se incorporó a El País Semanal, donde compagina reportajes y entrevistas con labores de edición. Anteriormente trabajó en Radiocadena Española, Diario-16 y El Mundo. Es licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra.

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