Bruce Springsteen y el precio que pagamos
El músico, que triunfó en Barcelona, ha desechado para los coliseos europeos tocar por completo 'The River' por temor a que sus pasajes más sombríos aburran a las masas
Cómo nos conservamos nosotros —aquellos jóvenes que en abril de 1981 nos apostamos en la primera fila del debut barcelonés de Bruce Springsteen— parece hoy más trascendental que la mayoritaria idea de lo estupendo que está el ídolo a sus sesenta y seis primaveras, pese a las bajas en esa gran familia del rock’n’roll sin artificios que es la E Street Band. Salgo del estreno europeo de The River Tour y no puedo dejar de preguntarme qué ha cambiado sutil o clamorosamente, que hemos ido perdiendo por el camino. Para empezar, las dimensiones son incomparables: de un pabellón deportivo cubierto a un gran estadio vociferante, de la proximidad que aquella jubilosa explosión de rock’n’roll traducía en extática sensación de fraternidad al estruendo de setenta mil almas en anulada conciencia crítica por la inasequible magnitud del espectáculo y la presencia escénica del animador definitivo. Quienes sentimos el vapor que desprendían sobre las tablas aquellos cuerpos cercanos no podemos experimentar lo mismo ante gigantescas pantallas de vídeo.
Queda la música, por supuesto, aunque las condiciones no sean las idóneas para disfrutarla en otro modo que no sea el de un robusto exhibicionismo. Seguramente The River —que nacía como colección de canciones con voluntad de acoger todas las facetas de la vida en palpitante compendio— sea el álbum que mejor se presta a ser interpretado en su totalidad, por su carácter vívidamente narrativo, por su misma condición de fresco existencial de ese momento en que debemos comprometernos con las ineludibles verdades de la edad adulta. Pero la restauración completa de la obra que se escuchó en Estados Unidos, briosa pero asimismo sutil en su puesta al día de algunos arreglos, se ha desechado para los coliseos europeos por temor a que sus pasajes más sombríos aburran a las masas. Harán falta tres cañonazos iniciales, el primero la arrolladora Badlands, para dejar a la muchedumbre boquiabierta y poder emprender el repertorio prometido, en versión fragmentada que esta noche ignora piezas esenciales del álbum recordado como Independence Day o Stolen Car, de poso menos jubiloso, para dejar lugar a los obvios grandes éxitos de su discografía, todos y cada uno de ellos, en imparable y atropellada secuencia. Al menos disfrutamos de extraordinarias versiones de I Wanna Marry You —con introducción doo-wop y el cantante blandiendo unas maracas— y la abrumadora, hiriente Drive All Night.
La cercanía de la banda con el público y el revisionismo desde la madurez de las canciones de The River, interpretadas de principio a final, que se vivió en los conciertos americanos —el del Madison Square Garden está disponible en YouTube— en el Camp Nou se ven arrasados por la potentísima maquinaria de una banda infalible y un sonido apabullante. Al final de sus presentaciones estadounidenses, el cantante concluía Wreck on the Highway, otra lamentable ausencia, con un breve monólogo en el que proponía que el río de la canción, que en su día representaba esa corriente principal de la sociedad que el protagonista ve con recelo pero también anhelo de pertenencia y comprensión de esos ‘’lazos que te atan’’, es hoy la conciencia del inexorable curso del tiempo y de una vida a la que ya quedan menos episodios por delante. Aprovechemos lo que nos reste, sea mucho o poco, para afianzar nuestro lugar en la familia, en la comunidad, reflexionaba.
Es esa simple pero elocuente mezcla de efusiva fiesta escénica y verdades esenciales la que ha conectado a Springsteen con sus seguidores. Somos nosotros quienes le hemos puesto ahí arriba, le hemos convertido en espectáculo de masas, no podemos olvidarlo. Él lo sabe bien, y lo agradece con exultante bonhomía, pues nació para hacer lo que hace y no otra cosa, aunque lleve décadas sin entregar un disco de la importancia de The River, álbum que le situó en la pista de despegue hacia un éxito desmesurado. Lástima que esas ideas se perdieran en el torbellino de unos bises previsibles y ese facilón Twist and Shout final. Triste que el artista no confié en su público, tan devoto que no hubiese rechistado de presentarse The River íntegro. Es el precio que pagamos al haberle tomado por sobrehumano. Nadie lo es.
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