La vida al límite
¿Se puede vivir a una temperatura de 113 grados, con toda el agua del cuerpo congelada o enterrados a cientos de metros bajo el fondo del mar? Se puede. Hay organismos con habilidades extraordinarias para habitar escenarios casi imposibles y de los que podemos aprender mucho.
Supongamos que llega a la Tierra una expedición científica extraterrestre para clasificar la vida en el planeta. Supongamos también que van al grano. O mejor, al peso. Los microorganismos serían los primeros de su lista: todos juntos suman más de la mitad de la biomasa terrestre. Y entre ellos los primerísimos, por más numerosos, serían los que viven bajo el fondo marino, enterrados hasta un kilómetro de profundidad. Es decir, en términos de biomasa, la mayor parte de la vida del planeta es subterránea y microscópica. Los biólogos llevan de sorpresa en sorpresa varias décadas, desde que empezaron a darse cuenta de que muchos seres vivos no comparten para nada su definición de "condiciones ideales para la vida". Porque, además de bajo tierra, han encontrado organismos que viven en ácido, en el hielo, en agua a más de 100 grados, en ambientes con altísima radiación En lugares tradicionalmente considerados estériles. La moraleja de estos hallazgos es que ahora, como dice el microbiólogo Ricardo Amils, "la comunidad científica entiende que no conocemos los límites de la vida".
Hay una bacteria capaz de soportar una dosis de radiación 10.000 veces superior a la que mataría a un humano
Según la NASA, algunos de estos organismos extremófilos podrían sobrevivir en Marte "semanas e incluso años"
Pero no hay que dejarse engañar. Ese reconocimiento de la propia ignorancia es ante todo un desafío. Una vez que se han demostrado erróneas las viejas ideas sobre dónde hay y no hay vida, los científicos no paran de descubrir hábitats insólitos. La vida extremófila empieza a salir a la luz. "La sorpresa viene del concepto homocéntrico que tenemos los biólogos sobre la vida, o, mejor dicho, que teníamos", dice Amils, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, aunque, como el propio término extremófilos revela, el antropocentrismo se resiste a desaparecer. "Para un microorganismo que crece en la botella de sulfúrico o en un géiser, los raros somos nosotros", añade Amils. El equipo de este investigador estudia en Riotinto, en Huelva, todo un ecosistema formado en torno a seres que viven en ácido y comen hierro. Admite que aún no han dejado de sorprenderle: "Te permiten descubrir cosas nuevas todos los días, eso es lo que más me emociona de mi trabajo".
También hay una excusa técnica que explica que se tardara tanto en descubrir a los ubicuos extremófilos. Sucede que hasta hace poco sólo se podía estudiar los microorganismos que se cultivaban en el laboratorio, lo que suponía cerrar los ojos a un sinfín de especies no cultivables o cultivables con métodos ingenuamente pensados para seres con gustos parecidos a los nuestros. Así se entiende también que hoy se conozca tan poco, tal vez sólo el 1%, de la biodiversidad microbiana. Ahora las cosas han cambiado gracias no sólo a nuevas técnicas de cultivo, sino a que la moderna biología molecular permite estudiar extremófilos sin cultivarlos.
Pero vamos al principio de la historia. Aunque hay extremófilos que se conocen hace tiempo, su actual auge empezó tras varios descubrimientos cruciales. En los años sesenta, el botánico y microbiólogo Thomas Brock descubrió en los géiseres del parque de Yellowstone (EE UU) -el mismo del oso Yogui- microorganismos en agua hasta entonces considerada demasiado caliente para albergar vida. El primero tardó años en publicarse: Sulfalobus acidocaldarius, que es una arquea -un tipo de ser unicelular completamente distinto de las bacterias- que vive en un medio ácido y a 80 grados. "La presencia de criaturas vivas en agua tan caliente que quema es realmente sorprendente", ha escrito Brock. "Pero más impresionante incluso es que estos organismos no sólo sobreviven, sino que proliferan. Están tan bien adaptados a este calor que no pueden vivir en ninguna otra parte".
En 1977 hubo otro hallazgo impactante, esta vez bajo el mar y concretamente en la dorsal meso-oceánica, la cordillera submarina que se forma donde las placas tectónicas se están separando y donde se genera corteza terrestre nueva a partir del magma que aflora del interior. A más de dos kilómetros de profundidad, donde no llega la luz del sol y el agua está a menos de cuatro grados, el pequeño submarino científico tripulado Alvin -que, por cierto, participó en la búsqueda de las bombas de Palomares en 1966- descubrió un exótico oasis en torno a las llamadas chimeneas hidrotermales, géiseres submarinos que expulsan agua a más de 400 grados. Había extraños gusanos gigantes sin boca ni ano de hasta tres metros de largo, cangrejos ciegos, colonias de algo parecido a mejillones Es el hallazgo del que dice sentirse más orgulloso el veterano Robert Ballard, pionero de la exploración a grandes profundidades -fue el que encontró el Titanic hundido, también con el Alvin- y jefe de aquella expedición. "Antes de nuestro descubrimiento creíamos que toda la vida en nuestro planeta era debida al sol: las plantas capturan la energía del sol y la convierten en materia orgánica que comen los animales. Pero entonces descubrimos en la oscuridad total, en un mundo distinto de todo lo que podemos imaginar, criaturas que viven no del sol, sino de la energía de la propia tierra ", ha escrito Ballard. Las criaturas de ese oasis comen compuestos minerales. Por primera vez topaban los científicos con un ecosistema independiente del sol.Enseguida empieza el aluvión de nuevos hallazgos, y también se presta más atención a los viejos conocidos. Los investigadores analizan extremófilos con habilidades propias de cómic de superhéroes. Hay arqueas, bacterias y algas que sobreviven en agua saturada en sal. Están los animales más fríos -no todos los extremófilos son microscópicos-: una mosca que está activa a -18ºC, y el gusano Panagrolaimus davidi, que aguanta la congelación de toda el agua de su cuerpo. Y está la supercampeona de la resistencia: Deinococcus radiodurans, alias Conan la Bacteria, capaz de soportar dosis de radiación 10.000 veces superior a la que mataría a un humano. Los científicos aún no tienen muy claro qué puede haberla hecho evolucionar hasta ser tan resistente.
Es sólo una de las muchas preguntas que generan los extremófilos. Otra: ¿cómo hacen lo que hacen? En algunos casos se sabe, en otros no. D. radiodurans, por ejemplo, tiene una capacidad insólita de reparar ADN dañado. Y muchos hipertermófilos -amantes del calor- evitan que su ADN y sus proteínas degeneren a altas temperaturas.
Otra pregunta: ¿Cómo sacar provecho a estas habilidades? Los expertos reconocen infinidad de aplicaciones, algunas ya palpables. De Yellowstone procede Thermus aquaticus, la bacteria dueña de una enzima que ha hecho posible el actual boom de la genética -sin ella no existiría la fotocopiadora de genes, la PCR, una técnica esencial para la genética-. A Thermus aquaticus se refería Brock cuando escribió que "los organismos de Yellowstone con el mayor impacto económico en la sociedad son invisibles". Pero es sólo uno de muchos ejemplos. Los extremófilos se han usado o se usarán para limpiar contaminación, en detergentes, para dar a los vaqueros aspecto de lavados, en las industrias alimentaria y farmacéutica, en las papeleras, en biominería, etcétera.
Y, por supuesto, los extremófilos también han dado sin querer un empujón a la búsqueda de vida en otros planetas: Si pueden vivir aquí en ambientes tan inhóspitos, ¿por qué no en Marte? "El descubrimiento de los extremófilos ha hecho más plausible la búsqueda de vida extraterrestre, e incluso la posibilidad de la panspermia, el transporte de vida de un planeta a otro", señala Lynn Rothschild, del centro Ames, de la NASA, en Science. Según esta investigadora, ya se ha demostrado que algunos de estos organismos podrían sobrevivir en Marte "semanas e incluso años", y también a las durísimas condiciones del viaje interplanetario. Aunque tal vez lo más emocionante es que los extremófilos podrían encerrar la clave del origen de la vida en la Tierra. A la luz de las nuevas observaciones, muchos apuestan por que el primer terrícola obtenía su energía como lo hacen hoy las criaturas de las chimeneas hidrotermales o como los que hay en Riotinto o bajo los sedimentos marinos.
01 Conservados en salmuera
En el Mioceno, hace cientos de millones de años, se depositaron grandes cantidades de sal en varias cuencas de lo que hoy es el Mediterráneo, no lejos de las costas de Sicilia. Ahora, la sal sigue ahí, formando bolsas de agua 10 veces más salada de la media a cuatro kilómetros de profundidad, sin oxígeno y a una presión 400 veces la del nivel del mar. A cuatro de estos paraísos, que empezaron a descubrirse a principios de los ochenta, ha acudido un equipo de investigadores franceses, británicos, holandeses, alemanes, griegos e italianos, dentro del programa Biodeep, financiado por la UE. Y han descubierto que, en contra de lo esperado, estas cuencas bullen de actividad biológica. "Hemos encontrado unos 400 microorganismos distintos, la mayoría bacterias", explica por correo electrónico Terry J. McGenity, del departamento de Ciencias Biológicas de la Universidad de Essex y uno de los miembros del equipo, que publicó el hallazgo en la revista Science el pasado mes de enero.
Los investigadores están especialmente sorprendidos por la fosa Discovery, la última en ser descubierta (en 1997) y uno de los ambientes salinos más extremos del planeta, casi saturado en sales de magnesio. En ella han detectado "una comunidad microbiana única, con un activo metabolismo". Para McGenity, "esta evidencia preliminar de vida en la fosa Discovery tiene implicaciones interesantes para la vida en otros planetas, sobre todo teniendo en cuenta el hallazgo reciente de sales de magnesio en Marte y la posibilidad de un océano rico en magnesio bajo la superficie de Europa, una de las lunas de Júpiter".
02 A punto de hervir
A varios kilómetros de profundidad en el fondo marino el punto de ebullición del agua sube, por la presión. O sea que la arquea Pyrolobus fumari, campeona en soportar calor, no vive en agua hirviendo, aunque su temperatura ideal sean 113 grados. Pyrolobus habita en los infierno-oasis que son las chimeneas hidrotermales, lo mismo que quien la sigue en la categoría de animales, el gusano de Pompeya (Alvinella pompejana), que vive a 80 grados. ¿Cómo puede haber tanta vida tan lejos de la luz del Sol? La clave está en microorganismos capaces de alimentarse de los gases que emiten las chimeneas hidrotermales, como el sulfuro de hidrógeno, tóxico para los humanos. Los gusanos gigantes (Riftia pachyptila) no necesitan boca porque albergan en su interior miles de millones de bacterias que sintetizan la comida para ellos.
Hace poco, las chimeneas hidrotermales han vuelto a dar una sorpresa. Se sabía ya que el agua en estos hábitats tiene un sutilísimo brillo invisible para el ojo humano, debido a los procesos geotérmicos. En junio, investigadores de EE UU y Canadá hallaron un microorganismo capaz de usar esa luz para hacer fotosíntesis. Otro indicio a favor de la tesis que defienden muchos expertos en extremófilos: "Es probable", dice Amils, "que en la mayoría de los nichos en los que se pueda desarrollar vida, ésta se desarrolle".
03 En una prisión de hielo
El resquebrajamiento de la inmensa plataforma Larsen B, en la península Antártica, en 2002, se convirtió en acontecimiento mediático gracias a las imágenes de los satélites de observación de la Tierra. Lo que ha tardado un poco más en saberse -se publicó el pasado julio en una revista científica- es que el fenómeno dejó al descubierto un variado ecosistema hasta entonces oculto en el hielo. Los científicos, estadounidenses, investigaban el fondo marino donde se produjo la ruptura, y en un valle glacial sumergido, a 850 metros de profundidad, se tropezaron con tapices de microorganismos y grandes mejillones.
Además de ser el primero de esta clase en la Antártida, sus descubridores le atribuyen otra peculiaridad: mientras que la mayoría de los extremófilos que viven en el hielo se alimentan de restos orgánicos, este ecosistema podría estar basado en metano de origen no orgánico; sería, por tanto, otra comunidad independiente del sol.
04 A 500 metros bajo tierra
John Parkes y John Fry, microbiólogos de la Universidad de Cardiff (Reino Unido), se dedican, con ayuda de sus colaboradores, a estudiar muestras de sedimentos marinos obtenidas a cientos de metros bajo el fondo. Ya en los últimos años se había descubierto gran cantidad de microorganismos en este tipo de muestras, pero las técnicas de detección eran incapaces de diferenciar entre seres vivos y cadáveres; los investigadores postulaban que la gran mayoría debían de estar muertos. Pero Parkes y Fry tienen un método que distingue actividad metabólica, y lo han aplicado a muestras del fondo del Pacífico recogidas en 2002. Los resultados se han publicado en julio en Nature: estas comunidades enterradas en los sedimentos "no sólo están activas metabólicamente, sino que son abundantes y diversas".
"Nuestro resultado refuerza la idea de que esta gran biosfera microbiana está viva, no son fósiles", ha dicho Parkes. Se trata, explica Fry por teléfono, de arqueas y bacterias; muchas probablemente metabolizan azufre y generan metano, pero de otras simplemente no se sabe. Lo que sí se sabe es que son seres vetustos: los sedimentos, enterrados hasta 400 metros de profundidad, tienen más de 10 millones de años de edad.
Parkes es uno de los defensores de la idea de que la vida en la Tierra empezó ahí abajo hace unos 3.800 millones de años, cuando la superficie del planeta estaba siendo aún violentamente bombardeada por meteoritos -restos de un Sistema Solar aún en obras-. "La vida podría haber estado desarrollándose ahí, en el subsuelo, a cubierto de los impactos de meteoritos", ha dicho Parkes. "Y cuando la superficie del planeta se volvió más habitable, las bacterias emergieron y la colonizaron".
05 En un ambiente ácido
El río Tinto transcurre rojo como la sangre a lo largo de 100 kilómetros, y sus aguas son ácidas como el zumo de limón. Un ambiente contaminado, sin duda, por las minas de Riotinto. ¿Sin duda? Nada de eso. Hace 15 años la investigadora Anabel López-Archilla demostró que los culpables del ambiente extremo del río son microorganismos. El Tinto es el eje de un ecosistema en torno a organismos quimiolitoautótrofos del hierro, es decir, que captan la energía oxidando hierro a partir de los minerales presentes en la Faja Pirítica Ibérica. Ahora se sabe que la comunidad está formada por estos quimiolitoautótrofos; por algas acidófilas -el 65% de la biomasa del río-; por microorganismos heterótrofos, como hongos, levaduras, protozoos y algunas bacterias; y por depredadores.
Investigar el río no ha sido fácil: "La mayor parte de las microorganismos son quimiolitótrofos estrictos", dice Amils. "Eso complica enormemente su aislamiento y crecimiento en laboratorio. Por otra parte, tienen tiempos de duplicación geológicos, es decir, que no tienen prisa". Ahora el Tinto se ha convertido en fuente de inspiración para estudiar las posibilidades de vida en Marte. Investigadores del Centro de Astrobiología (CAB), del CSIC y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial se han basado en este ambiente ácido para desarrollar un modelo, publicado en Nature en 2004, que explica los orígenes de agua en estado líquido en Marte.
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