El silencio de la huérfana
Es que no la aguanto, te lo digo de verdad, que no puedo más
-Pues anda que la mía Esta mañana he comprado churros, que les gustan a los niños; bueno, y a Pepe, a todos, y cuando los ha visto se ha liado a suspirar. Qué lástima, con lo bien que me sientan a mí las tostadas con aceite. Vale, mamá, pues te hago unas, ¿cuántas quieres? Se ha tomado dos y luego ha atacado a los churros como el que más. Cuatro se ha comido, pero cuando ha llamado mi hermana ¿Qué creéis que le ha dicho? Nada, hija, aquí estoy, desayunando churros, que al volver a Madrid, ya verás el médico ¿Os lo podéis creer?
-¡Huy, eso no es nada! La mía se empeñó ayer en que la montara en el trenecito, con ochenta y dos años que tiene
"Muchos años sin amparo, sin cobijo, sin un cuarto en casa ajena y una cama propia"
Ella oye hablar a sus amigas y no dice nada. No podría hacerlo, porque hace muchos años que no tiene madre. Cuando se quedó huérfana era muy joven, pero ya había dejado de ser una niña, o eso creía entonces. Ahora, después de cumplir los cincuenta años que su madre nunca llegó a tener, ya no está tan segura. Ahora, desde hace algún tiempo, se siente casi más huérfana que entonces, cuando no era más que una cría inexperta y torpe que ya había cumplido veinte años.
- Toda la vida haciéndose la víctima, toda la vida sufriendo, y disfrutando de su sufrimiento, y claro
-Si es que no saben vivir de otra manera. A la mía, hasta le molesta que salga a tomar copas y llegue tarde, estando casada y con hijos.
-Pues mi madre lo que no quiere es que salga mi hija. Está todo el día diciéndole: ¿y esta noche vas a salir?, ¿otra vez?, ¿para eso he venido yo a verte, para que salgas todas las noches?
Desde que sus hijos mayores tienen la edad con la que ella la perdió, se acuerda mucho de su madre. Quizá nunca ha dejado de hacerlo, pero ahora es más consciente. Ahora, cada vez que envuelve las gambas en un trapo húmedo antes de meterlas en la nevera; cada vez que escoge tomates de ensalada de un color peculiar, una exacta proporción de verde y rojo; cada vez que empana los filetes al revés, primero el pan rallado, luego el huevo batido, para que queden más jugosos, esponjosos y dorados como torrijas, se acuerda de que lo hace así porque así lo hacía su madre. Y no es sólo eso.
Ahora se pelea con su hija pequeña de la misma manera, con la misma abrumadora, agotadora frecuencia, que su madre tuvo que soportar cuando ella era adolescente. Y le duele la memoria de aquellas peleas, le duele el recuerdo de su confusión, aquel tobogán de exaltación y depresiones, el hoyo de incomprensible amargura del que sólo sabía salir a grito limpio. Ahora sólo puede estar callada, escuchar a sus amigas y comprender la medida de su infortunio, porque ella no tuvo tiempo para reconciliarse con su madre, no tuvo tiempo para empezar a comprenderla, para ponerse de su parte antes de decidir que no podía aguantarla, como dicen ellas todas las tardes.
A menudo piensa en su madre. Y no sólo porque lamenta que ya no pueda verla. Que aquella mujer impecable, que siempre pensó que su hija iba a echarse a perder, que acabaría borracha, drogadicta, con hijos de varios hombres distintos, o con ninguno y rodando por las esquinas, no pueda alegrarse de haberse equivocado. Que no haya vivido para comprobar que, al fin y al cabo, la vida de su hija se parece mucho a la suya, aunque no haya bautizado a los niños, aunque no los haya llevado a colegios religiosos, aunque siempre haya votado a la izquierda, aunque trabaje, aunque se haya divorciado una vez para casarse dos, aunque se siga quitando la parte de arriba del biquini. Qué pena, mamá, este verano, cuando el mayor ha acabado la carrera, la segunda va a empezar quinto, y la pequeña las ha aprobado todas
-Pero eso da igual, yo no tengo hijos y a la que le da la matraca con lo de salir es a mí.
-Yo no lo entiendo, una mujer como ella, con lo que ha trabajado, con lo que ha luchado Y mi pobre padre, que no sabéis cómo le trata
-Es que llegar a esas edades Yo no digo que sea malo, pero
Ella se calla, mira a la que acaba de hablar, y le dice en silencio que es muy bueno. Buenísimo. Lo sabe porque hace casi treinta años que no tiene madre, más de veinte años sin la garantía de unos brazos a los que poder acudir incondicionalmente, muchos años sin amparo, sin cobijo, sin un cuarto en casa ajena, una cama propia en la que poder dormir la siesta después de comer un arroz riquísimo que nadie hace por ella los domingos. La echa de menos. Tantos años después, ahora que ya no le hace falta, porque su casa está más que organizada, sus hijos criados, su vida resuelta, la sigue echando de menos, quizá más que antes, más que nunca, mientras escucha hablar a sus amigas en la playa, todas las tardes, y todas las tardes calla.
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