Los secretos de la señora Wilde
En 1879, año en que dejó Oxford para iniciar la conquista de la celebridad en Londres, Oscar Wilde conoció en una fiesta a una joven de buena familia y rara belleza que respondía al nombre de Constance Lloyd. Se casaron cinco años después, cuando la ciudad se había rendido al talento del escritor irlandés, aunque la chica de pelo castaño, ojos violeta y rostro de aire prerrafaelista había sucumbido al ingenio y los encantos del irresistible dandi nada más verlo. Fuera de sí, cuando Oscar la pidió en matrimonio, Constance le envió a su hermano Otho una nota en la que decía: "Me he comprometido con Oscar Wilde y soy perfecta y enloquecedoramente feliz". Otho Lloyd no las tenía todas consigo. "Si se tratara de otro", le escribió a un amigo, "no pondría en duda que estaba enamorado de mi hermana". La boda fue un espectáculo a la altura de los cuadros escénicos que aparecen en sus comedias. Pasaron la luna de miel en París. En medio de la felicidad luminosa de los primeros tiempos, Constance percibió la misma sombra que había enturbiado el pensamiento de su hermano cuando le anunció su compromiso. Aunque creía en él, el vínculo matrimonial agobiaba al autor de El retrato de Dorian Gray. Lo que le atraía de verdad era el peligro y la sordidez de los bajos fondos. Su amigo el escritor Robert Sherard lo había introducido en el mundo de la prostitución en Oxford y más adelante lo llevó a conocer los antros más peligrosos de París, nidos de criminales como el Château Rouge o la Salle des Morts. Era aquel el mundo que de verdad le fascinaba.
"Dice que ha amado demasiado y que eso es mejor que odiar, pero es un amor antinatural, una locura peor que el odio"
Wilde atribuyó sus actos a "una forma abominable de obsesión erótica" que le hizo olvidarse de su mujer e hijos
Se acaba de publicar en Inglaterra una biografía que arroja nueva luz sobre la figura formidable de Oscar Wilde, aunque el objeto del volumen no es él, sino su esposa. Su autora, Franny Moyle, ha elegido un título un tanto melodramático: Constance: La vida escandalosa y trágica de la señora Wilde.
Que Wilde tenía, al menos inicialmente, interés sexual por su esposa parece algo probado. Muy pronto, Constance se quedó embarazada, dos veces; la segunda, no bien se recuperó del parto del primogénito de la pareja, Cyril. Mientras que el primer nacimiento fue una ocasión jubilosa, el segundo despertó en Wilde un sentimiento más bien de tedio. La primera contrariedad que causó Vyvyan a sus padres fue no haber nacido niña. La madre pagó un precio aún mayor: deformada por los dos embarazos consecutivos, su esposo dejó de sentirse atraído por ella. Era un abismo que, antes o después, tenía que abrirse. Wilde formuló así sus anhelos ocultos: "A veces pienso que la vida artística es una forma lenta y deliciosa de suicidio... Hay una tierra desconocida, llena de flores extrañas y perfumes sutiles, una tierra en la que el gozo de los gozos es soñar, una tierra en la que todas las cosas son perfectas y venenosas".
Las 300 cartas de Constance que sirven de base a la biografía de Moyle permiten asomarse a las complejidades de un alma desolada y generosa, que no llegamos a conocer bien. Tampoco se alcanza a desentrañar la naturaleza exacta del vínculo que unía a los esposos Wilde salvo, tal vez, el culto al arte y la belleza, profesado por los dos con una entrega casi religiosa.
No hace falta trazar aquí la semblanza del escritor, por ser sobradamente conocida. La protagonista en esta ocasión es Constance Wilde, cuya personalidad había sido eclipsada por su proximidad con un genio tan abrasivo como el de su marido. Franny Moyle nos permite seguir de manera irregular e intermitente, dado lo relativamente exiguo del material a su alcance, los avatares de un alma frágil y exquisita, de un ser extraordinariamente sensible y vulnerable. Durante las temporadas que su marido desaparecía en los abismos voluptuosos y decadentes en que le gustaba perderse, Constance se sumergía en la lectura del original del Inferno de Dante, o buscaba refugio espiritual en un convento, como el de San Juan Bautista, en Windsor, lejos de sus hijos. El público sentía viva curiosidad por ella, pero Constance fue siempre un personaje elusivo. El gran escritor Jerome K. Jerome intentó llegar al fondo de su personalidad en una entrevista publicada en la revista To-Day, sin conseguirlo.
Le interesaban el espiritismo, el arte, la religión y la literatura; tocaba el piano, pintaba al óleo, fue una fotógrafa técnicamente avezada, hablaba francés y leía italiano. Vivió intensamente el feminismo, escribió cuentos para niños, que reunió en un volumen, cultivó el periodismo, se implicó en actividades políticas de índole diversa, y fue pionera del movimiento que reclamaba la creación de clubes sociales exclusivamente para mujeres. Moyle describe con inteligencia la manera en que expresó su rebeldía revolucionando la manera de vestir (rasgo que compartió con su marido), llegando a desempeñar un papel activo como miembro de la Sociedad a favor del Vestido Racional. Sus inquietudes la llevaron a experimentar con diversas modalidades de espiritismo y la teosofía, tal y como preconizaba la célebre Madame Blavatsky. En ocasiones incurrió en desvaríos, como el que la llevó a ingresar en la estrambótica Orden Hermética del Amanecer Dorado, de la que fue miembro fundador. El poeta William Butler Yates, amigo de los Wilde, se sumó unos años después a esta orden.
Vivió la tragedia de su marido, condenado por homosexualidad en un juicio humillante, en silencio, devastada por el abismo que, ahora sí, se abría más allá de los límites de lo aceptable, viéndose obligada a ocultar a sus hijos (aunque Vyvyan era demasiado pequeño para entenderlo) un espectáculo del que todos los periódicos daban cuenta a bombo y platillo. Su tragedia mayor fue aceptar que el verdadero amor de su marido no había sido nunca ella, sino un joven de aspecto frágil, rubio y barbilampiño, lord Alfred Douglas, hijo del marqués de Queensberry, alias Bosie.
Lord Douglas era el reverso exacto de Constance Wilde: deletéreo y retorcido, difícil, egoísta, hedonista y ambicioso. "Douglas poseía un alma fea", llegaría a decir de él el escritor en De profundis, texto estremecedor en el que repasa los errores de su vida. "El odio le excitaba más que el amor". Nada de ello impidió que Oscar se entregara a él en cuerpo y alma.
Como no podía dejar de ser, ávida de afecto y privada de todo contacto sexual, Constance acabó por enamorarse de otro hombre, un ser anodino que pertenecía al mundo comercial, que tanto despreciaba Wilde. Pero apenas se atisba esto en la biografía, por falta de datos. Para colmar un hueco así sería preciso acudir a la ficción, y no es el caso.
Tampoco es necesario detallar las circunstancias que precipitaron la caída de Oscar Wilde. Tras protagonizar una persecución diabólica de los amantes por todo Londres, un día el marqués de Queensberry se presentó en el club que frecuentaba Oscar Wilde y a la vista de todo el mundo dejó una tarjeta en la que le llamaba "somdomita" (sic). Siguiendo el nefasto consejo de su amante, el escritor llevó a Queensberry a los tribunales, acusándolo de difamación. No tardó mucho en comprender la gravedad del error que había cometido. Queensberry lo acusaba del "delito" de homosexualidad. Para hacer frente a un cargo así, Oscar Wilde se vio obligado a presentarse ante el jurado como lo contrario de lo que era, es decir, como un "campeón de la conducta respetable, del puritanismo en la vida y la moralidad en el arte". Sus posibilidades de salir airoso eran nulas. Al tercer día del proceso, Wilde retiró los cargos. Aquella misma noche, era detenido y encarcelado.
Es difícil pensar en una humillación mayor que la que padeció Wilde durante su proceso, pero a la vez, su actitud puso de relieve la grandeza de su alma y la entereza de su carácter, y en eso estaba mucho más cerca de Constance que de Bosie. "No es prudente mostrar el corazón al mundo", había escrito en una ocasión, para hacer exactamente todo lo contrario durante las causas judiciales a que fue sometido. Interrogado acerca de un verso en el que lord Douglas invocaba "el amor que no se atreve a pronunciar su nombre", Wilde hizo una encendida defensa de aquello mismo de lo que se le acusaba: Aquel sentimiento era "puro y perfecto", y era el que "alentaba las grandes obras de arte debidas a Shakespeare y Miguel Ángel". Wilde declaró que aquel amor "era hermoso, era digno, la más noble forma de afecto".
Wilde hubiera podido eludir el trance terrible de su condena y encarcelamiento huyendo del país antes de que se iniciara una segunda causa contra él, como le instaron a hacer sus amigos, pero se negó a ello. Había en la raíz de su actitud una conciencia plena de que la misión del arte verdadero es socavar los cimientos de una sociedad moralmente corrupta, como la de la Inglaterra victoriana. "Esencialmente, no hay contradicción entre la cultura y el crimen", afirmó con contundencia. Según el contexto, ser criminal podía revestir caracteres heroicos. Fue eso lo que hizo que alguien como Thomas Mann emparentara su heroísmo y su rebeldía en nombre del arte con una actitud tan radical como la de Nietzsche.
El juez que lo condenó encarnaba a la perfección los valores de la sociedad en cuyo nombre hablaba. El delito que había cometido el escritor era "tan abominable que es menester ejercer la más rigurosa contención al describirlo, pues habría que utilizar un lenguaje al que prefiero no recurrir", decía la sentencia. "No hay palabras para describir los sentimientos que inflaman el pecho de un hombre de honor que ha escuchado los detalles... Los individuos capaces de cometer semejantes acciones han dejado morir en ellos el menor residuo de vergüenza... Es el caso peor que he juzgado nunca".
Constance, por el contrario, le perdonó, aunque no llegara a entenderlo. Tampoco sería objetivo insistir demasiado en la imagen heroica que presentó Wilde en algunos momentos del proceso instruido contra él. A nadie se le puede pedir que albergue sentimientos que corresponden a épocas posteriores a la que le tocó vivir. Wilde le escribió una carta a Constance (la única que le permitieron enviar desde la cárcel) pidiéndole perdón por su conducta, y cuando se dirigió a las autoridades solicitando que lo excarcelaran antes de cumplir la totalidad de su condena, atribuyó sus actos a "una forma abominable de obsesión erótica" que le había hecho olvidarse de su esposa y sus hijos.
Cuando por fin dejó la cárcel, la relación de Wilde tanto con su esposa como con Bosie volvió a ser objeto de violentas e infinitas fluctuaciones. Tuvo palabras de extraordinaria dureza contra Constance, lo cual no impidió que, alejada definitivamente de él, cuando cayó en sus manos un ejemplar de la devastadora Balada de la cárcel de Reading, se sumiera en un llanto de una pureza inconsolable. "Dice que ha amado demasiado y que eso es mejor que odiar", comenta en una carta. "En abstracto, eso es cierto, pero el amor de que habla es antinatural, una forma de locura peor que el odio. No le guardo rencor, pero me da miedo".
La esposa de Oscar Wilde murió de manera absurda, con tan solo 39 años, a manos de un ginecólogo inepto. Unos meses antes de morir él, el escritor quiso visitar su tumba. En una carta a un antiguo amante, uno de los afectos más constantes de su vida, Robbie Ross, resumió así lo que sintió entonces: "Fue muy trágico ver su nombre esculpido en una tumba... Figuraba solo su apellido, el mío por supuesto no se mencionaba... Solo decía: Constance Mary, hija de Horace Lloyd. Deposité unas flores. Aunque me sentía profundamente afectado, era plenamente consciente de la inutilidad de lamentar nada de lo ocurrido. Nada hubiera podido ser de otro modo. La vida es algo terrible". En 1967, alguien tuvo la piedad de reparar la omisión, añadiendo una frase que reza: "Constance: esposa de Oscar Wilde".
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