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Reportaje:

Este saquito salva vidas

Pablo Guimón

Existe una siniestra correlación entre la circunferencia del brazo de un niño y su riesgo de morir por malnutrición. Se busca el punto medio entre el codo y el hombro, y si la circunferencia en ese punto es menor o igual a once centímetros, el niño padece malnutrición severa aguda. O, lo que es lo mismo, tiene un riesgo alto de morir de hambre. Hay otros métodos: se puede, por ejemplo, estudiar la relación entre el peso, la edad y la altura del niño. Pero éste es más sencillo y parece que más preciso: once centímetros de brazo significa malnutrición severa aguda. Lo más sorprendente es que la medida vale para niños y niñas de entre seis meses y cinco años.

Once centímetros, como la circunferencia de un plátano. Eso es lo que mide el brazo de Senara Dana, una niña de tres años y 8,1 kilos de peso. Ha venido en el regazo de su madre desde su aldea hasta este rudimentario centro de salud. Una hora de paseo por caminos de tierra del sur de Etiopía. Es una niña preciosa, no llora, no tiene mala cara. Pero un experto advertiría que su piel, debajo del vestidillo rojo, está algo despigmentada y apergaminada, menos elástica de lo habitual; que después de pellizcarla tarda unos segundos en volver a su estado normal. Observaría que apenas logra seguir con la mirada el movimiento de un objeto a un palmo de su cara, que responde algo peor a los estímulos que la media. Lo observaría si Senara se desenganchara del pezón de su madre, del que intenta extraer una leche casi agotada por sus dos hermanos pequeños.

Antes de entrar en esta caseta de planta circular, Senara ha estado en otra donde la han pesado, la han medido, le han presionado con los pulgares en los empeines para detectar edemas -síntomas del tipo de malnutrición conocido como Kwashiorkor- y le han colocado alrededor del brazo una cinta métrica de tres colores. Al apretar la cinta, ésta se ha deslizado pasando del verde al amarillo, hasta detenerse en la frontera con el color rojo que empieza en los once centímetros. El color que indica malnutrición severa aguda.

Dentro de la sala, Senara y su madre han esperado su turno. La madre se ha sacado de la axila una ficha de cartón llena de unas palabras que no comprende y se la ha entregado a la joven sentada en la mesa del centro de la sala. Han charlado en su idioma y la joven ha ido rellenando una de las páginas cuadriculadas de un grueso libro con los datos de la niña. Senara Dara. Ref.: 351 055. Una columna para cada semana; una fila para cada uno de los posibles síntomas (diarrea, vómitos, tos, apetito, temperatura, vista, oído, nódulos linfáticos, piel...).

La joven mete la mano en una caja y entrega a la madre un puñado de saquitos de papel metalizado rellenos de una sustancia llamada Plumpy'Nut. La madre rompe con los dedos una esquinita de uno de los envases y Senara succiona con ansia el interior, una pasta con sabor a mantequilla de cacahuete, pero más suave y más dulce. La niña volverá a casa con su madre y, a razón de dos saquitos por día, recuperará en dos o tres semanas el peso normal. Dicen que no falla. Si Senara hubiera nacido hace diez años, probablemente habría muerto. Pero correrá mejor suerte gracias a este alimento terapéutico que los expertos califican de revolucionario a la hora de combatir crisis alimentarias como la que vive estos días el cuerno de África.

Esto es Fulasa, un pequeño pueblo en SNNPR. Las siglas dan nombre a una región del sur de Etiopía con 77 distritos habitados por 45 grupos étnicos que hablan, cada uno, al menos un idioma diferente y que profesan, casi al 50%, el islamismo o el cristianismo ortodoxo. La región más rural (91% de sus habitantes) de un país eminentemente rural.

Aquí todo es verde, fértil, colorido, es lo primero que sorprende al visitante. Lo llaman la green famine (la hambruna verde). No es fácil comprender que en un sitio así sólo el 45% de los hogares consuma la ración diaria mínima de comida (2.200 kilocalorías) que establece la Organización Mundial de la Salud; que el 42% de los niños esté por debajo de su peso. Pero sucede. Las razones hay que buscarlas en la primitiva organización de la agricultura, en años de mala gestión política, en la natalidad descontrolada de uno de los países más poblados de África (más de 75 millones de habitantes). La familia media en las zonas rurales tiene seis o siete miembros que habitan una casa de 30 metros cuadrados y cultivan a mano, sin tecnología, menos de una hectárea. "Los llaman las granjas del hambre", explica Marc Rubin, jefe de operaciones sobre el terreno y emergencias de Unicef en Etiopía. "Hogares con demasiada gente que dependen de tierras demasiado pequeñas".

En condiciones normales, la cosa se sostiene. Lo de que se sostiene, en realidad, tiene sus matices: el Programa Mundial de Alimentos de la ONU provee comida suplementaria a más de siete millones de personas regularmente en Etiopía. Ésa es la situación normal, una situación que no impidió un esperanzador desarrollo económico del país en los últimos cinco años a ritmos de crecimiento del 10% anual. Pero el equilibrio es frágil y la cosa se complica cuando suceden imprevistos. Tal es el caso ahora.

Dos de las tres temporadas de lluvias han fallado este año y se han perdido las cosechas. Para una familia de seis miembros que depende de una agricultura de subsistencia sin apenas márgenes y sin capacidad para guardar excedentes, la pérdida de una cosecha puede ser letal. Y eso, unido al aumento global del precio de la gasolina y de los alimentos, que hace que llegue a triplicarse en el mercado el precio de algunos productos traídos de fuera, confluye en la actual situación de alarma. El Gobierno etíope anunció el pasado 14 de octubre que 6,4 millones de personas en el país (1,8 millones más que en junio de este mismo año) necesitan ayuda de emergencia. "El cuerno de África se enfrenta a la peor crisis humanitaria desde 1984", dijo en septiembre la directora del Programa Mundial de Alimentos, Josette Sheeran, "y Etiopía está atrapada en el medio".

No es fácil cuantificar las crisis alimentarias. Pero la gran diferencia entre aquella emergencia de 1984, la otra gran crisis de 2003 y la de ahora es que hoy se está respondiendo mucho más eficazmente. "En 1984 había menos gente en peligro, entre seis y siete millones de personas necesitadas de ayuda alimentaria, aunque la población total también era menor", explica Viviane van Steirteghem, representante de Unicef en el país. "Pero la capacidad de respuesta era casi inexistente. En cuanto a la crisis de 2003, se habla de 13,2 millones de afectados. Lo que ocurre es que en esa época aún no existía el programa de Productive Safety Net, que en la actualidad proporciona ayuda alimentaria regular a 7,2 millones de personas. De modo que si sumamos a esos 7,2 millones los 6,4 millones que hoy necesitan ayuda de emergencia, llegamos a un nivel superior al de la crisis de 2003. Lo que ocurre es que la eficacia de la respuesta hoy es mucho mayor, gracias, en parte, a Plumpy'Nut".

Una de las virtudes de Plumpy'Nut es que saca el tratamiento contra la malnutrición severa de los hospitales y lo lleva a las casas. Antes se utilizaban productos lácteos en polvo que debían mezclarse con agua. Se necesitaba agua potable, energía para calentarla, utensilios limpios y una elevada precisión en la mezcla, que, una vez realizada, sólo mantenía sus propiedades durante unas horas. Por eso la malnutrición severa se tenía que tratar en centros de salud: recuerden aquellos grandes campamentos sanitarios donde se hacinaban los niños enfermos, multiplicándose el riesgo de epidemias. Además, durante el tratamiento la madre debía permanecer en el hospital con el hijo malnutrido, de manera que no podía cuidar del resto de sus hijos en casa.

Plumpy'Nut no necesita mezclarse con agua, pertenece a los productos llamados RUTF (siglas en inglés para "alimento terapéutico listo para usar"). Sólo hay que abrir una esquinita del paquete y esperar a que el niño se lo coma. Es más barato que las antiguas fórmulas lácteas (el tratamiento completo en África de un niño durante dos semanas cuesta unos 12 euros) y puede almacenarse durante dos años sin que pierda sus propiedades. La madre sólo tiene que ir una vez por semana a recoger sus saquitos, controlar en casa que el hijo coma dos al día (lo hará con sumo gusto) y verlo engordar. El tratamiento se realiza en casa, permitiendo que la madre continúe con sus labores habituales y liberando recursos en los hospitales para ocuparse de los niños más enfermos. Es básicamente una dulce crema de cacahuetes (un alimento autóctono muy bien tolerado cuyo sabor les gusta a los niños), mezclada con un sofisticado complejo vitamínico, que aporta 500 kilocalorías por cada saquito.

La idea del Plumpy'Nut nació en la mesa de desayuno del científico francés André Briend en 1999. Mientras untaba Nutella en su tostada se le encendió una bombilla que provocó un giro en su línea de investigación. Llevaba años intentando desarrollar un complemento alimenticio listo para usar. Lo había intentado con barritas de chocolate, pero no se conservaban bien, se derretían con el calor y al añadir las vitaminas y proteínas, el sabor empeoraba. Aquel desayuno con Nutella le hizo pensar que una pasta funcionaría mejor.

La fórmula se fue perfeccionando, y Nutriset (www.nutriset.fr), una empresa francesa especializada en alimentos terapéuticos, empezó a comercializar el producto bajo el nombre de Plumpy'Nut, que es la unión de las palabras en inglés para gordito y cacahuete. Se utilizó en el terreno por primera vez en la crisis humanitaria de Darfur (Sudán) y en Níger en 2005. Desde entonces, el éxito ha sido tal que el debate ahora, como recogía la revista Science el mes pasado, está en si sería interesante utilizarlo, no ya para curar, sino para prevenir la malnutrición.

La demanda ha ido creciendo exponencialmente, tanto que, con la situación de emergencia actual en el cuerno de África, la producción en la fábrica francesa no da abasto. Por eso, desde hace unos años se ha empezado un programa de franquicias que permite producir Plumpy'Nut en empresas locales con las garantías de calidad que asegura la patente francesa.

Estamos en la sede de Hilina Enriched Food Processing Center Plc., en Legetafo, a unos pocos kilómetros al norte de la capital etíope, una de las plantas africanas donde se produce Plumpy'Nut sobre el terreno (hay otras en Níger y en Malawi). Belete Beyene muestra orgulloso la fábrica que creó desde la nada, y que el año que viene habrá duplicado su capacidad con una nueva planta de 1.500 metros cuadrados que se está construyendo al lado. Aquí se trabaja 24 horas al día, en turnos de ocho horas. Un total de 104 trabajadores, todos etíopes, jóvenes, mujeres en un 60%, cobrando 55 dólares al mes (20 más que el salario mínimo). Empezaron en 2007 fabricando 100 toneladas de Plumpy'Nut al mes. Ahora casi han triplicado su producción. Y para 2010, con la nueva planta a pleno rendimiento, esperan estar produciendo 600 toneladas al mes, la mitad de lo que produce en la actualidad la fábrica francesa.

Belete, un hombre corpulento, afable, encorbatado, se sienta en el escritorio de su solemne despacho, presidido por las fotos de sus cuatro hijos (una hija suya da nombre a la fábrica), y explica cómo se embarcó en esta aventura. "Debido al rápido crecimiento de la demanda", cuenta, "Unicef se planteó la posibilidad de promover que se trajera parte de la producción aquí, que es donde se necesita el producto. Se pusieron en contacto conmigo, que tenía una pequeña fá­brica donde producía otro tipo de alimentos terapéuticos, y yo les dije que podría hacerlo, pero que necesitaba dinero. Ellos buscaron una patrocinadora, la estadounidense Amy Robbins, que donó a Unicef 300.000 dólares. En Etiopía tenemos buenos cacahuetes, aceite de soja y azúcar de caña. Tenemos el 80% de los materiales necesarios. Sólo necesitamos importar la leche en polvo de India, y la mezcla de vitaminas y minerales, que compramos de Nutriset, que audita también la calidad del proceso".

Ahora venden el total de su producción. El principal cliente es Unicef, que compra el 50%, y el otro 50% se lo reparten una serie de ONG, entre ellas Médicos Sin Fronteras (10%) o la fundación de Bill Clinton (10%). Ahora Hilina es socio de Nutriset. Pero Belete defiende el método de la franquicia y el hecho de que exista una patente porque, dice, garantiza un control de lo que se hace. "Se necesitan muchos controles de calidad", asegura. "No estamos ante una producción industrial cualquiera. Si no tienes cuidado, puedes matar a un niño". Para Unicef, el hecho de que exista una patente no es, de momento, un freno para la expansión de Plumpy'Nut. "Nuestra visión en este asunto", cuenta Van Steirteghem, "es que todo ha ido extremadamente rápido. Nadie estaba siquiera interesado en producir Plumpy'Nut hace un año. No había mercado para ello. Ahora, en los próximos seis meses, se disparará. Y entonces esta discusión sobre la patente y cómo asegurar el control de calidad tendrá sentido".

Ésta es una población mayoritariamente rural, dispersa geográficamente por un país muy extenso, con malas infraestructuras, nulo control de la natalidad... Por eso la invención de Plumpy'Nut por sí sola no habría sido suficiente para combatir una emergencia como la actual. No basta con tener el producto, hay que lograr que llegue a los que lo necesitan. Y para ello el Gobierno ha creado, con la asesoría de Unicef, una red sanitaria ambulatoria que permite que Plumpy'Nut esté allí donde hace falta. "En Etiopía ha coincidido la primera demanda masiva del producto con el programa de extensión de la sanidad que empezó en 2004", explica Van Steirteghem. "Es decir, tienes el producto y tienes un mecanismo para que la atención alcance al nivel de las aldeas. No funcionaría el uno sin el otro. El programa de extensión de la sanidad tampoco serviría con los productos de leche anteriores. Pero con la convergencia de los dos factores estamos logrando responder mejor a esta crisis".

La piedra angular de ese programa son los llamados health extension workers, algo así como trabajadores de extensión de la sanidad. Son unos 24.000 jóvenes de zonas rurales, mujeres casi en su totalidad, a los que se forma y se emplea para visitar a las familias de su comunidad, detectar los niños enfermos o malnutridos y atraerlos hacia los hospitales o los programas de Plumpy'Nut.

Bedria Tadele es una de esas trabajadoras. Tiene 22 años y tres hijos. Empezó a trabajar en esto hace dos años, después de un proceso de selección. "Hay que competir por el puesto", asegura orgullosa. Se fue a la ciudad, donde recibió una formación de un año. Ahora cobra un salario del Gobierno y es responsable, con otras dos compañeras, de una comunidad con 3.188 personas repartidas en 708 hogares, la misma comunidad donde creció la propia Bedria. Camina unas decenas de kilómetros para visitar entre seis y diez hogares cada día. A la pregunta de qué necesitaría para hacer mejor su trabajo, responde sin dudarlo, con sonrisa tímida: "Una moto".

En las visitas a las casas, Bedria habla con las madres, observa a los hijos, les mide la circunferencia del brazo y busca síntomas de enfermedad. Cuando detecta malnutrición, se lo explica a la madre y le da una cita para acercarse al puesto de salud más próximo. Estos precarios centros ambulatorios, que no necesitan más equipamiento que una balanza para pesar a los niños, una tabla para medirlos, stock de Plumpy'Nut y algunas medicinas, han ido extendiéndose hasta lograr que en regiones como ésta casi toda la población pueda llegar andando hasta el puesto más próximo. Si el niño que llega necesita tratamiento más sofisticado, se le traslada a un hospital más dotado.

Se trata de una eficaz red sanitaria que empieza en hogares como éste, el del pequeño Israel, un niño de nueve meses que combate la malnutrición y la enfermedad desde hace una semana con Plumpy'Nut, leche materna y antibióticos. A su casa se accede por un angosto camino de barro, invadido por la frondosa vegetación que brota salvaje de un costado. Por el otro se abre camino un riachuelo que baja con fuerza, causando algún desprendimiento de tierra, debido a las intensas lluvias de esta temporada, la primera desde hace meses que parece estar cumpliéndose, aunque algo más salvajemente de lo deseable. El sendero desemboca en una extensión de hierba rodeada de árboles y presidida por la casa circular de barro, de unos 30 metros cuadrados, donde vive Israel con sus padres y sus tres hermanos mayores, Simón, Mateo y Johanes.

El suelo de la casa es de tierra. No hay electricidad, la única luz la aporta un par de lámparas de nafta. Hay dos pequeños catres hechos de ramas. En uno duerme el padre y en el otro la madre, cada uno con dos hijos. Comparten techo con una vaca, un toro y un joven ternero. Algo contra lo que Bedria, su health extension worker, ya les ha advertido: vivir en la misma habitación que el ganado constituye una amenaza para enfermedades como el tétanos. Ya les están construyendo una cabaña en el exterior, asegura la madre, con el pequeño Israel en brazos.

Parece que Israel está mejorando con el tratamiento. Ha ganado peso, dicen, y se le ve más despierto. Como él, un total de 135.000 niños se han beneficiado hasta ahora de esta masiva respuesta a la crisis de malnutrición que atraviesa Etiopía, una de las mayores acciones acometidas globalmente hasta la fecha. Pero la emergencia no ha desaparecido: el Gobierno etíope estima que 84.200 niños requerirán cada mes alimentación terapéutica hasta el final de este año.

Alrededor de la casa, el maíz y el falso banano que cultiva el padre de Israel aún están verdes. Si las lluvias continúan, puede que esta cosecha no se pierda. Quizá en unos meses haya comida para Israel y, al menos durante un tiempo, no tenga que volver al Plumpy'Nut.

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Sobre la firma

Pablo Guimón
Es el redactor jefe de la sección de Sociedad. Ha sido corresponsal en Washington y en Londres, plazas en las que cubrió los últimos años de la presidencia de Trump, así como el referéndum y la sacudida del Brexit. Antes estuvo al frente de la sección de Madrid, de El País Semanal, y fue jefe de sección de Cultura y del suplemento Tentaciones.

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