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MANERAS DE VIVIR
Columna
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El malvado alacrán es un imbécil

Rosa Montero

Los humanos, ¿somos como somos por efecto de nuestros genes, o somos un resultado de nuestras circunstancias? En este viejísimo debate entre herencia y ambiente, últimamente parece estar ganando la herencia por goleada. En mis años de universidad, en cambio, triunfaba la explicación marxista y ambiental: el ser humano era un producto de su lugar social y de la realidad en la que vivía. Que en sólo treinta años se haya pasado con tanta facilidad de un extremo al otro hace sospechar profundamente de la seriedad y fiabilidad de ambas posiciones. Supongo que el problema reside en optar de manera radical por una u otra cosa; lo más probable es que tengamos un batiburrillo de influencias, una mezcla de todo.

"Se nos bombardea con un cientifismo 'light' que repite que nuestra voluntad es un espejismo"

Pero el caso es que, actualmente, no hay semana en la que no salga en la prensa algún estudio científico que parece demostrar que los humanos estamos programados por nuestro ADN hasta en los detalles más pequeños. Y así, nos dicen que el amor no es más que el resultado de una sopa química hormonal; que los bebés son capaces de reconocer la belleza porque ya la tenemos codificada cuando nacemos; o que incluso el hecho de votar en las elecciones políticas, o por el contrario no votar y ser un pasota abstencionista, tiene que ver con la calidad y la actividad de dos genes concretos (no me lo estoy inventando: es una investigación que se publicó el verano pasado). O sea, la bomba.

Los estudios son tantos, en fin, y sus conclusiones se airean con tanta alegría y, a menudo, con tan escaso rigor (supongo que los investigadores necesitan llamar la atención para seguir consiguiendo fondos), que de su lectura se deduce que somos una especie de robots orgánicos. Y lo peor es que todo esto, todo este biologismo exacerbado, puede tener consecuencias. El año pasado se publicaron dos estudios semejantes, uno en EE UU y otro en Canadá, sobre unos experimentos realizados con estudiantes universitarios. La cosa consistía en que los estudiantes tenían que resolver una serie de problemas matemáticos; se les dijo que, por un error informático, podían consultar las respuestas sin que nadie se enterase, pero se les pidió que no las miraran. Previamente, la mitad de los sujetos habían tenido que leer un texto en el que se aseguraba que la gente culta no creía en el libre albedrío. ¿Adivinan ya lo que sucedió? Pues que el grupo que había leído el texto que negaba el libre albedrío hizo muchas más trampas.

Tampoco sé si estos resultados son del todo fiables; pero, si lo son, dibujan un panorama social inquietante. Vivimos en un mundo en el que hablar de la responsabilidad personal y del propio deber no está muy de moda. Incluso se considera antiguo, un poco represivo, tal vez reaccionario. Y, encima, se nos bombardea todos los días con un cientifismo light que nos repite que nuestra voluntad es un espejismo y que estamos biológicamente programados. Es como la conocida fábula de la rana y el alacrán. Es un permiso tácito para poder picar el lomo de la rana que nos está sirviendo de barca. Picar y decir: no lo puedo remediar, es mi naturaleza. Picar y por consiguiente suicidarnos.

Pero a mí el alacrán siempre me ha parecido un completo imbécil. Y es imbécil precisamente porque es malvado: soy de los que creen que no puede haber verdadera sabiduría sin bondad (pero ésa es otra historia). En cualquier caso, tengo claro que el alacrán elige, pese a lo que diga; como también estoy segura de que los humanos elegimos. Obviamente somos hijos del azar y no controlamos lo que nos sucede, pero sí podemos decidir cómo respondemos a eso que sucede. A veces el abanico de posibilidades es ínfimo, pero siempre hay un pequeño resquicio, alguna opción. Un preso judío sometido al horror de un campo de exterminio nazi, por ejemplo, poco puede hacer en apariencia, salvo sufrir y morir. Y, sin embargo, como demuestran los testimonios de gente que pasó por esa terrible experiencia, incluso ahí, en ese desolado extremo de la vida, hubo gente que mantuvo la generosidad y la entereza y ayudó en lo posible a sus compañeros, y otros, en cambio, sólo atinaron a sacar lo peor de sí mismos. Sí, siempre hay elección, por diminuta que sea. Y en ese leve espasmo de nuestra voluntad nos jugamos la dignidad y la vida.

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