El laberinto nuclear
Es más complicado entrar en una central nuclear que en La Moncloa. Y no es un recurso literario. Es mucho más difícil. Especialmente tras el 11-S. Una nuclear recuerda a una cárcel de alta seguridad. Alambradas coronadas de cuchillas; vallas de alta tensión; guardias con 38 al cinto; perros inquietos; controles de armas; arcos que detectan explosivos. Las cámaras giran descaradas a tu paso. Los procedimientos se complican cuando se pretende penetrar en el edificio del reactor. La catedral de hormigón donde late un corazón cargado de uranio cuya reacción produce calor que origina vapor que mueve una turbina que genera electricidad. Aquí la seguridad es extrema. Hay que cruzar un par de jaulas de acero que se abren con las huellas dactilares. Equiparse de mono, guantes, botas y gafas. Y un dosímetro personal que medirá las radiaciones que soportemos en el interior. Luego, largos pasillos en tonos crema tapizados de cables y tuberías. Todo diseñado para soportar un seísmo. No hay un alma. No huele a nada. De fondo, el machacón murmullo de la ventilación.
Cada pastilla de óxido de uranio del tamaño de una aspirina proporciona tanta energía como 700 kilos de carbón
El "lobby' atómico afirma que el mundo necesita 400 nuevos reactores nucleares en los próximos 20 años
Los expertos cifran en 6.700 toneladas los residuos de alta actividad que se producirán en españa hasta 2030
La renovación o el cierre por el Gobierno de la centralde Garoña marcará el futuro
Ana Palacio, ex ministra de exteriores de Aznar, ocupa ahora la vicepresidencia de la primera empresa nuclear del mundo
El cajón del reactor de la central de vandellòs I, desmantelada en 2003, deberá permanecer sellado 25 años
La central Olkiluoto iba a ser el símbolo del renacer nuclear, pero ha costado 2.000 millones más de lo previsto
Nuestro destino es una compuerta mezcla de caja fuerte de banco y esclusa de submarino. La cruzamos con prevención; se cierra tras nosotros con un susurro. Quedamos atrapados en un corredor sellado por otra compuerta blindada. La siguiente esclusa se abre con parsimonia. Avanzamos. Estamos sobre el reactor. Bajo nuestros pies ocurre algo que supera la ciencia-ficción. La reacción de fisión nuclear en cadena. Algo eterno y poderoso. Cada pastilla de óxido de uranio del tamaño de una aspirina proporciona la misma energía que 700 kilos de carbón. Y lo primero que te viene a la cabeza es Hiroshima y Chernóbil. Sus miles de muertos. Y el macabro imaginario asociado a la energía atómica. En ese instante, un ingeniero nos recuerda que sólo esta central, Cofrentes, en la provincia de Valencia, proporciona el 3,5% de la energía eléctrica que se consume en España. Evita la emisión de nueve millones de toneladas de CO2 (responsable principal del cambio climático) a la atmósfera. Y que es imposible que haya un accidente. Que los operadores de la central se entrenan durante años en simuladores. La central se autorregula. Los sistemas de emergencia están cuadruplicados. Los residuos, concentrados bajo estricto control. Además, el Consejo de Seguridad Nuclear tiene destacados en cada central dos inspectores residentes que fiscalizan el proceso. Y entonces uno comienza a dudar. ¿Sucia, cara y peligrosa, o segura, limpia y barata? ¿El pasado o el futuro de la humanidad? ¿Ángel o demonio? Es la duda nuclear. Más bien, el eterno laberinto nuclear.
La reflexión dura poco. No hay tiempo. Estamos en la cima del reactor. En lo alto del edificio de contención. Hormigón y acero trenzado para que los gases radiactivos no escapen en caso de accidente. La última barrera. Chernóbil carecía de ella. "Chernóbil era peligrosa y lo sabíamos; no tenían inspectores independientes, sino comisarios políticos; no importaba la seguridad, sino el precio del kilovatio. Las centrales soviéticas eran una bomba. Pero aquel accidente es imposible en España", explica el ingeniero, optimista.
-¿Cree que las españolas son seguras?
-No lo creo, lo sé. Si no, no estaría en una.
Bajo la cúpula del edificio se llega a una silenciosa piscina forrada de acero. Su agua es transparente como el cristal. El fondo despide un resplandor azulado. Hay que mantenerse a un par de metros del borde. Da escalofríos asomarse. A 13 metros de profundidad se dibujan las perfectas celdillas metálicas donde se aloja el combustible usado; los residuos nucleares. El agua sirve de refrigeración y blindaje contra sus radiaciones. Aquí están almacenados 25 años de desechos de alta actividad y larga vida. Peligrosos durante miles de años. Nadie sabe qué hacer con estas 600 toneladas de uranio. Ni con las 3.000 que reposan en otras siete centrales nucleares españolas. El tiempo corre. Y no termina de arrancar el Almacén Temporal Centralizado (ATC), el futuro gran cementerio nuclear español, cuya construcción autorizó el Parlamento. Mientras, en la central de Trillo (Guadalajara), los residuos han desbordado la piscina. Y ocupan unos contenedores cilíndricos forrados de acero, plomo y hormigón. Los expertos cifran en 6.700 toneladas los residuos de alta actividad que se producirán en España hasta 2030. Es el lado inquietante del negocio nuclear. Su peor legado.
En Francia, la gran potencia atómica europea, las empresas estatales reciclan ese combustible como parte de su lucrativo negocio nuclear y para autoabastecerse. Una cuestión estratégica en un país en donde el 80% de la electricidad es de origen nuclear. Y que posee un importante arsenal atómico. En Estados Unidos (cuyos modelo y tecnología predominan en las centrales españolas) rechazan esa práctica. El presidente Jimmy Carter (1977-1981) acuñó la doctrina de que el combustible procedente de la industria nuclear civil podría ser reciclado para fabricar bombas atómicas. Era mejor evitar esa tentación. Hoy podría ser el caso de Irán. Para evitar ese trasvase de combustible del uso civil al militar, todos los reactores del mundo están sellados con unos complejos precintos de la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA). Y, según presenciamos en Cofrentes y Vandellòs II, vigilados por unas cámaras de color azul de esa institución de las Naciones Unidas. Se trata de que nadie manipule el combustible nuclear usado. Y que siga durmiendo en piscinas como ésta de Cofrentes. Hasta que alguien descubra qué hacer con él.
-¿Qué pasa si me caigo a la piscina?
-¿Sabe nadar? ¿Sí? No pasaría nada. Lo malo sería que ingiriera agua. Ahí tendríamos un problema. No se acerque mucho.
Que no cunda el pánico. Para los técnicos que nos acompañan, entrar en el edificio del reactor es lo más natural. Quieren transmitir esa impresión. Al final de la visita hay que pasar por unos controles que detectan la posible contaminación nuclear. Tienen el aspecto de modernas cabinas telefónicas. Te apoyas sobre sus pulidas paredes de frente y a continuación de espaldas. El sarcófago pronuncia una cuenta atrás. Y emite su veredicto: ¡Limpio! Suspiro de alivio. ¿Cuánta radiación hemos recibido durante una hora en el edificio del reactor? Un técnico observa la cifra que refleja nuestro dosímetro y sentencia con orgullo: "Como si hubieran hecho un viaje corto en avión o permanecido dos horas delante de la televisión". Lo dicho; lo más normal.
El mundo nuclear se alimenta de consignas. A favor y en contra. Durante más de dos décadas, el lobby (grupo de presión) antinuclear ha ganado la partida al pronuclear. "Los ecologistas comenzaron la guerra antes que nosotros. Han jugado con el miedo de la sociedad a lo desconocido. Han manipulado los incidentes. Han hecho mejor su trabajo", se queja un ejecutivo de la central Vandellòs, en la costa de Tarragona. El poderoso movimiento ecologista de Cataluña (y también del País Vasco) nació y se fue articulando en la década de los setenta en torno a las movilizaciones antinucleares. En Euskadi coincidieron con los años de plomo de ETA contra la central de Lemóniz. Ganarían la partida. A partir de 1984, la industria quedaría congelada en España. Y en esos años, en Suecia, Italia, Austria, Holanda y Alemania. En abril de 1986 estallaba Chernóbil. Freno y marcha atrás. En algunos países, como Italia, la industria desaparecería. En otros sobreviviría sin hacer ruido, como en España, donde aún proporciona cerca del 20% de la energía eléctrica. En Estados Unidos no habría ni un solo pedido de centrales desde finales de los setenta. En Wall Street, ningún inversor se ha atrevido durante dos décadas a meter un dólar en un sector con tan mala imagen e incierto futuro. Aún lo dudan.
En esta década, el escenario ha cambiado: el lobby nuclear ha hecho sus deberes. Y se comienza a manejar con arrogancia. Su argumento es que la energía atómica no contamina. Garantiza el suministro eléctrico y reduce nuestra dependencia del petróleo, el carbón y el gas y del chantaje de los Estados inestables que producen esos combustibles. Por contra, el uranio es más barato y se concentra en Estados civilizados como Canadá o Australia. La consigna es que la energía nuclear es imprescindible. La opinión pública ha comenzado a cambiar su tradicional rechazo hacia lo nuclear. "Ya hay casi tantos europeos a favor como en contra de la energía nuclear", escribía Luis Doncel en El País en febrero de este año. En esa línea, los propagandistas nucleares dicen que son necesarios 400 nuevos reactores hasta 2030. De ellos, una decena se debería construir en España, donde, según Teresa Domínguez, presidenta del Foro Nuclear (que agrupa los intereses del sector), "el mix perfecto de producción de electricidad debería ser un tercio nuclear, otro tercio con combustibles fósiles y el tercero con renovables. Necesitamos diez nuevas centrales. Y como es imposible tenerlas listas antes de 2030, no se puede clausurar ninguna de las actuales. Empezando por Santa María de Garoña (Burgos), en la que antes del 5 de julio el Gobierno tiene que decidir si renueva su licencia de explotación por un periodo de diez años o la cierra. Lo que sería un atropello".
En los últimos años ha surgido una nueva y orgullosa generación de ecologistas nucleares en torno a un negocio de un billón de euros. Cada semana llega al mercado un nuevo libro abogando por lo atómico. La publicidad de la industria muestra verdes praderas, arroyos cristalinos y linces en libertad. China y la India han encargado 40 reactores. Rusia tiene ocho en construcción. En Estados Unidos se han firmado una docena de proyectos durante la Administración de Bush. Los países árabes quieren centrales. Y los latinoamericanos. Suecia se las replantea. El Reino Unido apuesta por ellas, pero, advierte, sin el dinero del Estado. Berlusconi habla de fulminar la decisión que tomó Italia en referéndum en noviembre de 1987 de acabar con la industria atómica. Y afirma que construirá cuatro centrales con los franceses. Incluso Felipe González, el presidente que en 1984 firmó la moratoria nuclear, en su actual posición de responsable del Grupo de Reflexión sobre el futuro de la Unión Europea, ha afirmado: "Es un error dramático que no se quiera debatir la energía nuclear; a favor o en contra, pero lo esencial es tener un debate. La UE no puede estar aislada ni excluirse del debate de la energía nuclear, sobre todo cuando cada vez habrá más países que recurran a este tipo de fuente energética. Se me interpretará que la defiendo, aunque creo que es más razonable que otros usos, pero ése no es el problema; el problema no es el uso, sino que se discuta". Los tiempos han cambiado. La decisión está sobre la mesa. En el Ministerio de Industria nadie parece saber nada sobre la prolongación de la vida de la vetusta central de Santa María de Garoña. Ni sabe ni contesta.
La playa de la Almadraba, en Hospitalet de l'Infant, está desierta. Se cierne sobre ella la cúpula de la central de Vandellòs. Una lancha de la Guardia Civil vigila que ninguna embarcación cruce la zona de exclusión marítima en torno a sus instalaciones. Aquí nos ha citado Eloi Nolla. Un veterano activista de Ecologistas en Acción. Ha participado en todas las batallas antinucleares de los últimos 35 años. "Y han sido muchas. El franquismo nos puso aquí cuatro reactores, los dos de Ascó y los de Vandellòs, pero conseguimos parar otros tantos. No teníamos mucha información, pero Alemania fue nuestro ejemplo. Allí los verdes se opusieron desde el principio y no eran terroristas de extrema izquierda, sino burgueses de clase media que querían calidad de vida. En Alemania hay un calendario para el fin de las nucleares. Y es lo que queremos en España: un calendario. Si el Gobierno lo fija, podríamos hablar de todo. Hasta de construir el Almacén Temporal Centralizado. Todo para que no se hipoteque el futuro del planeta".
-¿Están convencidos de que las centrales son malas?
-Lo vimos en Chernóbil. Matan. Hubo más de 4.000 personas que murieron. En Tarragona no podemos hablar del impacto sobre la salud, porque no hay estudios epidemiológicos. Pero una nuclear no crea tranquilidad; es un retroceso para la economía y se carga el turismo. Y no hay que dejar de lado la contaminación térmica y radiactiva del agua que refrigera el reactor y vuelve al mar. En Ascó y Vandellòs siempre hay algún incidente grave; cuando no es un incendio, es un escape de partículas contaminadas como el año pasado. Y no podemos olvidarnos del accidente de Vandellòs I, en octubre de 1989, que pudo ser nuestro Chernóbil. A punto estuvo de haber un escape de agua y gases contaminados hacia el exterior. No tenía edificio de contención. Se activaron los protocolos de emergencia 50 kilómetros alrededor de la central. Hubo una rebelión popular y en mayo de 1990 el Gobierno la cerró definitivamente. Fue una victoria. Era la primera central que se desmantelaba en España. Tenía 17 años. Y una licencia hasta 2003. Y la cerraron.
A un par de kilómetros de esta playa, una extraña construcción en mitad de un secarral esconde el enorme hexágono de hormigón de 57 metros de altura que albergó el reactor de Vandellòs I. La central fue desmantelada entre 1998 y 2003. Su combustible, descargado y enviado a Francia en los llamados trenes de la muerte. Todas las instalaciones demolidas y 1.763 toneladas de materiales contaminados remitidas al cementerio de residuos de baja y media actividad de la Empresa Nacional de Residuos Radiactivos en El Cabril (Córdoba). Pero no ha acabado todo aún. El cajón del reactor deberá permanecer herméticamente sellado en un proceso de latencia que durará 25 años. Y desde una ventana emplomada perforada en un muro de 70 centímetros de espesor es posible contemplar las 1.100 toneladas de grafito contaminado almacenadas junto al esqueleto del reactor. Conservarán su radiación 5.000 años. Nadie sabe qué hacer con ellas.
Es la herencia de Vandellòs I. Comenzó a operar en 1972 y fue el orgullo del desarrollismo. En el que estaban embarcados los prohombres del régimen. A comienzos de los setenta, la energía nuclear era un ejemplo de progreso. Batas blancas y prestigio internacional. Propaganda para el régimen. España crecía. Necesitaba energía eléctrica. Y el Estado promovía y avalaba la construcción de las centrales. Las que siguen en pie fueron concebidas en los estertores del régimen de Franco. Todo como la seda. Hasta la crisis del petróleo de 1973.
Cuando se realiza un reportaje sobre la energía nuclear la cuestión es encontrar a alguien de centro; que no pertenezca a un bando ni a otro. Lo más aproximado puede ser Marcel Coderch, un ingeniero formado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts que hoy ocupa la vicepresidencia de la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones. "Vivimos una continua ceremonia de la confusión. Y aquí lo importante es saber por qué se dejaron de construir las nucleares y si han cambiado esas condiciones. Y lo que nadie cuenta es que los motivos por los que se abandonaron fueron económicos. Hasta 1973, la tasa de crecimiento de consumo eléctrico en Occidente estaba en torno al 7% anual y ése era el reto que había que acometer. Se necesitaban nucleares. Y llega la crisis del petróleo, la recesión, y se pasa de ese crecimiento del 7% a cifras negativas. Las centrales existentes ya superaban esa capacidad. No había que construir más. Además, con una inflación desatada, los tipos de interés se colocaron en el 17%. Una nuclear necesita mucha inversión, puede costar 5.000 millones de euros, y si los tipos son altos y no está detrás el Estado, el kilovatio deja de ser competitivo. Se cancelaron muchos programas. En Estados Unidos no se han encargado en décadas".
-Y en España?
-Fue peor. Aquí los tipos de interés altos se agravaron con un tipo de cambio con el dólar que nos desfavorecía. El Estado avalaba los créditos y se iban a construir el doble de centrales. Pero ya no hacían falta. Cuando el PSOE llega al poder en 1982 se encuentra ese panorama. Las eléctricas, al borde de la bancarrota. Y ocho centrales iniciadas. Ahí se larva la moratoria nuclear. Que tiene un cariz económico que el PSOE viste de político, porque había que indemnizar a las eléctricas con 700.000 millones de pesetas por las seis nucleares cuya construcción se iba a parar. Y lo tenían que pagar los ciudadanos en el recibo de la luz. Era mejor para el Gobierno pasar por ecologista que por defensor de las eléctricas. Se vistió una decisión económica con un tinte ecológico.
-¿Y ahora?
-La incertidumbre es total. Hay un interrogante mundial. Y mucha declaración de intenciones, muchos apretones de manos, pero ningún contrato en firme en Occidente. Se están construyendo en China y la India y Rusia, pero ya sabemos cómo funcionan allí las cosas. Aquí no hay que precipitarse en un sentido ni el otro. El renacimiento nuclear puede ser la alternativa, pero no hay que precipitarse. Será largo y lento. Puede que en 2016 haya cuatro o cinco proyectos en EE UU, y si se cumplen en plazo y presupuesto, quizá se reactive. En España hay que tener un plan B. Un escenario fijado en torno a 2020 para ver si se pueden sustituir las nucleares por renovables. Y si van a ser rentables. Y si tiene que estar el Estado detrás. Pero no precipitarse en cerrar ni precipitarse en encargar otras 10.
Durante las largas vacas flacas del negocio nuclear, sólo dos países, Japón y Francia, apostaron por seguir adelante. Fue una apuesta estratégica. De consumo interno. Hoy, Japón tiene 55 reactores en servicio y dos en construcción, y nuestros vecinos, 59 y uno más en construcción. Francia cubre mediante empresas públicas, especialmente Areva, un consorcio con 76.000 empleados en 110 países, todo el abanico del negocio nuclear: desde la fabricación del combustible hasta el diseño, edificación y mantenimiento de los reactores y las centrales, y el reproceso del combustible usado. Ana Palacio, vicepresidenta de Areva, describe (con su particular sentido del humor) su empresa: "Somos igual que Nespresso: hacemos el café; lo metemos en la capsulita; fabricamos la cafetera; recargamos las cápsulas gastadas y reciclamos los posos de café". Palacio, que fue ministra de Exteriores con Aznar y vicepresidenta del Banco Mundial con Wolfowitz, recaló en la pública francesa hace un año. Su cometido son las relaciones internacionales. Abrir puertas. Convencer a los poderosos de que la opción del futuro es la nuclear. Algo que ya hizo su hermana, Loyola de Palacio, en su puesto de comisaria europea de la Energía (1999-2004), abogando por la energía atómica. Ella sigue su estela. Aunque le suponga renegar de los negacionistas de la derecha neocon que cuestionan el cambio climático. Sabe que el mejor argumento a favor del negocio nuclear es que no agrava el calentamiento global. Y hay que cuidarlo.
"Lo importante es que haya un debate en los tres ámbitos que preocupan a la gente: la seguridad, la proliferación de armas nucleares y los residuos", explica Palacio. "Y nosotros tenemos respuestas satisfactorias para cada una. Decimos que la energía nuclear es segura y no contamina; es una forma de energía autóctona; en la que precio del uranio tiene una incidencia muy pequeña en el precio de la energía; con seguridad de suministro; constante y predecible de precio. Y, además, reciclamos el combustible. Y cabe en una cancha de fútbol. La energía es el hilo conductor de la globalización; y si se pretende que la globalización sea un éxito, tiene que haber electricidad para todos y, además, ser viable para el planeta. La energía nuclear no es la solución al cambio climático, pero no hay solución contra el cambio climático que no cuente con la energía nuclear".
Areva, que pretende hacerse en las dos próximas décadas con un tercio del mercado de centrales nucleares en todo el mundo (en torno a 60 reactores hasta 2020), está basando su estrategia comercial en el nuevo reactor EPR, que construye para la finlandesa Olkiluoto. Esta central, la primera que se inicia en Occidente en décadas, iba a ser su escaparate y banco de pruebas. Un símbolo del renacimiento nuclear. Sin embargo, los problemas se están acumulando en Olkiluoto. El precio de la central se ha disparado al doble de lo presupuestado. Y ya se prevé un retraso de tres años. Un desastre para su imagen. Según un ingeniero nuclear, "con la incertidumbre que se vive en nuestro sector, las empresas tienen que dar precios cerrados para ser competitivas. Ofrecen un precio atractivo al cliente aunque pierdan dinero. Areva pidió a los finlandeses 3.000 millones de euros por el EPR. Finlandia hizo cálculos y le pareció bien. Era un precio artificial. Y Areva (es decir, el Estado francés) tiene que provisionar 2.000 millones más porque se ha pasado del presupuesto inicial. Y los finlandeses ya están pidiendo indemnizaciones. Con ese panorama, ¿quién se va a comprar una nuclear? Si Olkiluoto no sale bien, es difícil que otros países se metan en ese lío".
Ajenos a la alta política internacional, en la factoría de Areva en Chalon Saint Marcel, entre viñedos de Borgoña, construyen el reactor que irá a Finlandia, otro idéntico para la central nuclear de Flamanville, en Francia, y un tercero destinado a China. No hay tiempo que perder. La visita a esta enorme fábrica proporciona una buena ocasión para ver de cerca el corazón secreto de una central. Tarda cuatro años en fabricarse. La vasija del reactor es una caldera de 13 metros de alto, cinco de diámetro y 552 toneladas de peso fabricada en acero de 25 centímetros de grosor tan pulido como un espejo. Albergará durante 40 años el milagro de la fisión nuclear. 40 años. Es la vida que auguran los técnicos de Chalon Saint Marcel a su reactor.
La misma edad que está a punto de cumplir la central española de Santa María de Garoña, que comenzó a operar en octubre de 1970. Garoña es un símbolo. Nos dará pistas del sesgo que el Gobierno socialista quiere imprimir a su política nuclear (y energética) de los próximos años. Una decisión puramente política. El 5 de julio, el Gobierno o cierra Garoña o renueva su licencia por 10 años más. Una iniciativa, prolongar la vida de las centrales, que se está practicando masivamente en Estados Unidos. Es más barato y menos arriesgado que construir nuevas centrales. Medio centenar han visto prolongada su vida desde los 40 hasta los 60 años. En esa línea, todas las centrales españolas están acometiendo inversiones para mejorar su seguridad interna y externa, reducir la producción de residuos y evitar la corrosión en los reactores. El objetivo es prolongar al máximo la vida de unas instalaciones que ya están amortizadas y dan mucho dinero. Para Marcel Coderch, "si cierran Garoña, no pasa nada; será como fijar un calendario, y cuando las siguientes centrales españolas lleguen a los 40 años, ya sabremos que irán cerrando. Y si alargan su vida hasta los 60 años, tampoco pasa nada; pero tienen que saber que juegan con fuego. Y que un accidente en una central a la que hayan prolongado su licencia se cargaría la industria nuclear mundial durante décadas. Sería peor que Chernóbil".
Un búnker subterráneo en la sede del Consejo de Seguridad Nuclear en Madrid acoge la Sala de Emergencias (Salem). Desde aquí se controla lo que ocurre en cada instalación atómica de nuestro país. Cualquier incidencia o parada. Tiene conexiones con las centrales, fábricas de combustible y cementerios; los servicios meteorológicos, Protección Civil, las subdelegaciones del Gobierno y la célula de crisis de la Presidencia del Gobierno. En caso de desastre nuclear, este recinto quedaría activado, recibiría toda la información y centralizaría una respuesta inmediata. Hay dos funcionarios 24 horas al día, 365 días al año. Esta sala es el mejor reflejo del laberinto nuclear. El dilema continúa.
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