El infierno en la tierra
Existen peores maneras de morir. Podía haber muerto desangrado, como murieron miles de personas en Sierra Leona durante la guerra, después de que les cortaran las manos hombres, o niños soldados especialistas, que llevaban a cabo su tarea con el ritmo mecánico de carniceros despedazando piernas de cordero. Pero las circunstancias en las que Steven Lebbise perdió la vida, comunes en África sea en tiempos de paz o de guerra, ya fueron lo suficientemente atroces.
Mi amigo Fernando Moleres, un fotógrafo español, le conoció en la principal cárcel de Freetown, la capital de Sierra Leona, en febrero de este año. Un tribunal había condenado a Steven a tres años por robar dos ovejas. Tenía 17 años y llevaba 18 meses en la cárcel de adultos. Había varios adolescentes más presos, todos ellos los últimos monos a la hora de recibir agua y jabón -artículos de lujo para todos los reclusos y una ración de arroz. La tarea que consumió a Steven al final de su vida era rascarse las heridas de la sarna. Prácticamente todos en la prisión tienen sarna, una enfermedad de la piel contagiosa que florece en las celdas abarrotadas de hombres que yacen, de noche, como merluzas en un pesquero. Pero nadie estaba peor que Steven, una enciclopedia de infecciones y enfermedades ante las que su cuerpo, privado de vitaminas, ofrecía escasa resistencia. He visto varias fotografías de él. Poseía los ojos vidriosos que se ven en niños desnutridos, o febriles, o abandonados. Steven era las tres cosas. El joven, un ejemplo perfecto de los detritus humanos producidos por una guerra civil que comenzó en 1991 y terminó en 2002, que costó 50.000 vidas y otras tantas violaciones y que expulsó a medio millón de personas de sus hogares, no había recibido ninguna visita en los casi dos años que llevaba encerrado, ya que sus padres habían muerto y el resto de su familia que vivía lejos, en el interior le había olvidado hacía mucho tiempo.
Los colores visibles oscilan entre el gris y el marrón: los muros, las camisas, la piel de los hombres
El agua se vende por cubos. La mejor estación del año es la de las lluvias. Duchas gratis para todos
La bondad es la esencia del gran misterio de África. La gente tiene una enorme capacidad de perdón
La gente aquí vive en el presente. Olvidan el pasado. Viven aquí y ahora, y nada más"
Issa kamara, de 15 años: "Condena: tres años. Crimen cometido: rompí el cristal de un coche"
Cuánta brutalidad y corrupción hay en África. También cuántas lecciones que podrían enseñarnos
"Me siento mal todo el tiempo. Como porque no tengo más remedio. Tengo miedo de algunos presos"
Fuimos a ver a una abogada, y dijo: "En Sierra Leona, si uno no tiene dinero, no puede obtener justicia"
Fernando, que en una vida anterior había sido enfermero, volvió en agosto y se encontró con que Steven había muerto. "Como un perro callejero", dice. Quedaban muchos más perros callejeros donde había estado Steven. El que llamó la atención en esta segunda visita a Fernando fue Abdul Sesay: la misma mirada enferma y vacía; la sarna extendida por todo el cuerpo. Dijo que tenía 16 años, pero parecía que tenía 12. Él también procedía del campo, y sus padres también habían muerto, su padre en la guerra y su madre de enfermedad. Había vivido solo en las calles de Freetown, la capital, desde los 9 años. Sierra Leona, según pude descubrir cuando viajé allí con Fernando, es un país de Oliver Twists, de huérfanos errantes que se buscan la vida en unas condiciones que Dickens habría podido reconocer en los barrios más siniestros del Londres victoriano. O tal vez no. La capital del imperio mundial del siglo XIX tendría más bullicio y riqueza, más oportunidades para que los desafortunados pudieran construirse una vida que fuera algo más allá de la mera supervivencia animal.
En un libro sobrecogedor llamado Soldiers of light (Soldados de luz) que leí en el vuelo a Freetown, el autor, Daniel Bergner, cita a un veterano funcionario de cooperación del Gobierno británico que dijo que el futuro que preveía para Sierra Leona era "a mitad de camino entre la edad de piedra y el mundo moderno". Yo había visto también un informe del Departamento de Desarrollo Internacional (DFID) del Reino Unido que explica que Sierra Leona, el antepenúltimo país del índice de desarrollo humano (en el puesto 180 de 182), pese a su gran riqueza natural en diamantes y otros minerales, tiene unos índices de mortalidad neonatal, infantil y materna de los peores del mundo, y un índice de analfabetismo superior al 50%. Otro dato estadístico: el 70% del presupuesto del Estado procede de donantes extranjeros.
Aterricé en el diminuto y caótico aeropuerto internacional de Freetown a las dos de la mañana y descubrí que la forma más rápida de ir a la ciudad no era por carretera, sino por mar. Pronto comprendí por qué. El breve camino hasta el embarcadero fue una carrera de obstáculos para todoterrenos. Con cráteres en los que podía dormir una familia de hipopótamos. Me dijeron que existía una carretera hasta Freetown y que si hubiera estado asfaltada habríamos tardado 20 minutos en llegar. En el estado en que se encontraba, tardaríamos cuatro horas.
Eran ya pasadas las tres cuando salió el ferry hacia la ciudad atravesando la bahía, uno de los pocos puertos naturales de la costa occidental africana, descubierto por los navegantes portugueses que, en el siglo XV, inspirados por lo que les pareció la forma de león de las colinas que veían desde sus barcos, asignaron al país el nombre latino que aún hoy conserva. En el ferry había alrededor de 20 pasajeros, todos provistos de un chaleco salvavidas de color naranja. Los dueños están haciendo fortuna lo que es una fortuna en Sierra Leona con su monopolio, pero los demás pasajeros y yo coincidimos, mientras surcábamos el mar agitado, en que esa era una buena inversión. También fue buena idea que nos pusieran una película en DVD sobre una gran pantalla situada en la proa. El título de la película, de la que no pudimos ver más que media hora, era 10.000 aC.
El oficial de guardia en la entrada del edificio gris de la prisión, que los habitantes locales llaman Pademba Road (un nombre que en Sierra Leona tiene connotaciones amenazadoras), nos pidió a Fernando y a mí que le entregáramos nuestros teléfonos móviles y nuestro dinero. "Por su seguridad", dijo. Le di el móvil, pero no el montón de billetes que tenía en los bolsillos de mi vaquero. En una pizarra figuraba escrito el número de presos: 1.307. Indicaron a un guardia de uniforme verde que nos acompañara, y también lo hizo el capellán, un señor mayor distinguido. Eran las once de la mañana; teníamos permiso para estar en la cárcel hasta las cuatro. Nuestro objetivo era dar esquinazo a nuestros acompañantes y entrevistarnos a solas con Abdul Sesay y otros menores internos. Pero antes teníamos que hacer la visita guiada. Abrieron las puertas y entramos en un complejo dominado por cuatro edificios grandes y de baja altura. Los colores visibles oscilaban entre el gris oscuro y el marrón claro: los muros, los tejados de chapa ondulada, los pantalones cortos y las camisas que llevaban los presos (hasta las camisetas del FC Barcelona y el Inter de Milán que llevaban algunos parecían haberse vuelto grisáceas), la piel de los hombres. Cientos de ellos, que daban vueltas en un gran patio, se detuvieron y se agruparon a nuestro alrededor, casi todos con una gran sonrisa. "¡Fernando!", gritó uno. "¡Fernando!", otro. "¡Fernando! ¡Fernando! ¡Fernando Torres!". Su apellido no es Torres. Ese es el apellido del futbolista español que juega en el Liverpool y a quien todos los presos de Pademba Road (y todos los habitantes de Sierra Leona, según iba a descubrir) conocen y adoran. Pero este otro Fernando, menos famoso en el resto del mundo, era una estrella del rock para los reclusos. Había pasado todo el mes de febrero fotografiándolos, conviviendo con ellos durante el día. Y había vuelto 12 días en agosto. Ellos le querían porque les trataba con respeto y buen humor, y porque -a falta de que lo hicieran las ONG que pululan por Freetown les llevaba medicinas. Fernando se detuvo en el centro del patio y abrió una bolsita que llevaba en el cinturón del vaquero, y la muchedumbre se arremolinó en torno a él. Sacó un tubo de crema y los presos se colocaron para que les pusiera un poco en sus manos. En cuanto la tenían, se bajaban el pantalón corto y se apresuraban a aplicársela en la entrepierna, para calmar el picor. A algunos les dio también una pequeña píldora roja, un antídoto contra la sarna. La escena se repitió en todos los rincones de la cárcel a los que fuimos. "¡Fernando! ¡Fernando!", y él se disponía a hacer de Florence Nightingale. Estábamos entre los miserables de los miserables de la tierra, algunos de ellos criminales peligrosos, en un país que durante los años noventa había sido testigo de los actos más brutales de crueldad humana, sin parangón en ningún otro país excepto Ruanda. Sin embargo, en vez de sentir que estaba bajo peligro, lo que percibí en todo momento fue curiosidad y buena voluntad. Los presos venían, uno tras otro, a darme la mano, presentarse y preguntarme mi nombre. Nuestro guardia, que iba sin armas, parecía completamente relajado.
El capellán nos llevó a un oscuro taller en el que los presos aprendían carpintería, tapicería, costura y zapatería. Esparcidos por mesas improvisadas, taburetes y el suelo de cemento, vi martillos, sierras, objetos de metal afilados: suficientes instrumentos letales como para comenzar una pequeña guerra. El capellán no parecía alarmado, ni mucho menos, y expresó su pesar porque a los presos, al quedar en libertad, les resulta prácticamente imposible conseguir esas herramientas, con lo que el oficio que han aprendido en prisión no les sirve de mucho a largo plazo. Sin embargo, el guardia explicó que las chanclas y las prendas de vestir que hacen (un preso me mostró con orgullo un vestido de niña que había hecho en la máquina de coser) se las compran él y otros colegas para venderlas luego en los mercados. Con ese dinero compran jabón y agua -que llegan en camión a la cárcel, donde se venden por cubos y, si les sobra algo, alguna comida extra. En el patio vi a uno de los afortunados beneficiarios del sistema. Completamente desnudo, observado con envidia por otros presos, estaba enjabonándose el cuerpo de la cabeza a los pies, el rey de Pademba Road. La mejor estación del año, señaló Fernando, es la de las lluvias. Duchas gratis para todos.
Gobernado por un presidente benévolo, bienintencionado y debidamente elegido, llamado Ernest Bai Koroma, cuyo principal objetivo es reconstruir el país tras el caos y la devastación de una guerra que afectó a todos y que todos parecen querer olvidar, la verde y exuberante Sierra Leona parece un lugar tranquilo en el que las tensiones, si es que existen, consisten en las batallas diarias de la gente para salir adelante. Las únicas rivalidades sociales visibles son las de los equipos europeos de fútbol que cada uno -por motivos misteriosos- decide apoyar. Es difícil encontrar un coche que no lleve una pegatina en la que proclama su fidelidad al Manchester United, o al Arsenal, o al Chelsea, o al Barcelona, o al Real Madrid. Un taxista con el que hablé me dijo que era del Real Madrid, pero que su madre era del Barcelona. "Tenemos grandes peleas sobre ello mi madre y yo", dijo sonriendo.
En Soldiers of light, un oficial del ejército británico se muestra pesimista sobre las posibilidades de que el país cree una sociedad ordenada y funcional "en 300 años", pero luego dice: "Podríamos aprender mucho de ellos. De su bondad". El oficial formó parte de una gran fuerza que Tony Blair envió a Sierra Leona para poner fin a la guerra civil. Uno de los pocos casos de "política exterior ética" en la historia, y salió bien. El comentario del oficial, que deja patente su desesperación por la pobreza, el caos y la corrupción omnipresentes, pone de relieve la esencia del gran misterio de África: la extraordinaria capacidad de bondad que existe al lado de toda esa miseria y esa violencia. Y esa bondad se expresa, sobre todo, en la capacidad de perdón que tiene la gente. El salvajismo también es una constante en el resto de la especie, por ejemplo en Europa durante el siglo XX. Pero los africanos son los únicos que parecen capaces de superar rencores, perdonar y olvidar. Mientras en los Balcanes, donde todavía recuerdan con amargura batallas libradas en el siglo XIV, o en el País Vasco, o en Irlanda del Norte el revanchismo pugna sin cesar con la necesidad de reconciliación, en África están los ejemplos de Ruanda, donde hutus y tutsis viven en paz tras un genocidio en el que murieron casi un millón de personas, y Sudáfrica, donde la población negra perdonó a los blancos después de haber sufrido siglos de indignidades racistas que rozaban la esclavitud. Una de las explicaciones es que la pobreza obliga a los africanos a ser prácticos. Si lo que está en juego es la supervivencia, uno no puede permitirse el lujo de recrearse en los viejos agravios. Pero otra razón, más profunda, y en cierto modo relacionada con la primera, me la dio un preso insólito en Pademba Road.
Su nombre (también insólito) era Simon Hayman-Goldsmith. Era negro, pero ahí acababa toda semejanza con los demás presos. Británico, chisposo, elocuente, había estado estudiando para obtener un máster en administración de empresas en Inglaterra cuando tuvo la desafortunada idea de ganar un poco de dinero extra transportando cocaína desde Sierra Leona, un puerto de paso para las drogas colombianas destinadas a Europa. Él confirmó que la sensación de seguridad que me había dado la prisión no estaba equivocada. "Nueve guardias sin armas, 1.300 presos y prácticamente ningún problema, prácticamente ningún peligro. ¡África es asombrosa!". Sobre todo porque, como dijo, hay muchos motivos para el resentimiento. Muchos de los presos, me contó, estaban en la cárcel por razones injustas, bien por delitos que no habían cometido, bien porque les habían otorgado condenas desmesuradas, bien porque pasaban mucho tiempo tras las rejas en espera de juicio. "Lo que pasa", explicó Simon Hayman-Goldsmith, para darme su respuesta al enigma africano del perdón, "es que la gente, aquí, vive absolutamente en el presente. Olvidan el pasado, así que olvidan lo que sucedió. Y el futuro también tiene poco significado. Viven aquí y ahora, y nada más".
En teoría, los aproximadamente 140 presos reunidos para un servicio en la capilla de la prisión, al que asistimos por insistencia del capellán, estaban preparándose para el más allá. En la práctica, estaban disfrutando del momento. Era la religión como espectáculo: todos cantaban, bailaban, daban palmas, se movían y gritaban, dirigidos por un ministro de la escuela de histrionismo ("¿Sois felices?". "¡Sí!". "¿Estáis contentos?". "¡Sí!") de los baptistas sureños de Estados Unidos. ¿Tendrá su origen allí, en América? ¿O lo llevaron los esclavos desde África? O, en el caso concreto de Sierra Leona, una colonia fundada por esclavos devueltos desde América por los británicos a finales del siglo XVIII (de ahí Freetown, "ciudad libre"), ¿lo llevaron allí y luego lo volvieron a traer? Fuera como fuera, les vino bien. Estos fieles tenían un hambre de alimento divino no siempre visible en los fieles que van a misa en los barrios burgueses europeos. La capilla era el único sitio de la prisión en el que se había invertido en la estética. Unos pequeños cuadros enmarcados seguían a lo largo de las paredes la pasión de un Jesucristo negro acompañado de su madre María. En otro cuadro, tras el altar, un Jesucristo blanco, y a su lado, un gran cuadro de san Pablo en una celda, rezando, observado por un guardia con uniforme de soldado romano. En la parte de abajo del cuadro había una frase de la carta de Pablo a los filipenses: "Regocijaos en el Señor. Otra vez digo, regocijaos...". Los presos se regocijaban con el entusiasmo de unos hinchas de fútbol cuyo equipo acaba de ganar la liga. La religión es un fenómeno que está desvaneciéndose, o volviéndose mecánico para algunos de los que todavía practican, en los países ricos europeos, pero posee un valor diferente para la gente que no tiene nada; en el caso de estos africanos, los alejaba de la implacable crudeza de su vida en la cárcel y les infundía, aunque fuera de forma provisional, un sentimiento de dignidad, triunfo y esperanza.
Algo muy parecido habría latido en los corazones de los fieles que adoraban a Alá en la minimezquita que hay dentro de Pademba Road. Y la misma tolerancia también. Cuando le pregunté a un guardia sobre las posibles tensiones entre presos musulmanes y cristianos, me respondió con una mirada francamente perpleja.
El presidente de Sierra Leona es cristiano; el vicepresidente, musulmán. Todas las ceremonias oficiales del Gobierno comienzan con oraciones de las dos religiones dominantes del país. Los matrimonios mixtos son habituales y, por lo visto, sin tensiones. Uno de los muchos taxistas con los que hablamos Fernando y yo tenía una pegatina en el salpicadero que decía: "La sangre de Jesús es mi arma". Sin embargo, era un musulmán devoto, y bastante severo, que sometió a sus dos pasajeros infieles a un interrogatorio duro -y cada vez más preocupado sobre su fe en Dios. Pero tampoco era wahhabita, y nos sorprendió con algunas herejías que, si hubiera estado en Arabia Saudí, le habrían hecho aterrizar bastante deprisa en el Pademba Road de Riad. ¿La diferencia entre el cristianismo y el islam? "No son más que palabras. Distintos métodos de adorar a Dios", respondió. ¿Y si un cristiano se enamora de una musulmana? "Si una mujer musulmana se casa con un cristiano, debe hacerse cristiana. Si el hombre es musulmán y ella es cristiana, debe hacerse musulmana".
Está claro que todavía queda mucho por hacer en materia de derechos de la mujer en Sierra Leona, aunque sí oí decir que en ocasiones, con matrimonios mixtos de este tipo, se celebran dos ceremonias religiosas, una en una iglesia y otra en una mezquita. También me enteré de que están penetrando por el norte "influencias árabes" que amenazan con radicalizar a los musulmanes y complicar su relación, hasta ahora tranquila, con los cristianos. Eso podría ponerles las cosas más difíciles a las prostitutas que se ofrecen alegremente junto a los bares de la playa. Si las cosas cambian, serían candidatas a ser lapidadas. Ahora, en cambio, no parece que ningún hombre se sienta ofendido. Las mujeres tienen que sobrevivir, como todo el mundo.
La hora de la comida en la sección de la cárcel en la que estaba Abdul mostró un aspecto menos benigno de la vida en prisión. El capellán se fue y el guardia, reacio a entrar en la galería donde estaban encerrados los presos en espera de juicio, nos dejó que campáramos por nuestros respetos. Ya se había formado una cola frenética en las puertas de metal de una mazmorra oscura y los presos mayores decidían cuánto se servía a cada uno primero. Un preso murmuró: "Ni un perro querría comerse esto". Pero todos se lo comieron, y con ansia. Con las manos, en cuclillas, medio desnudos sobre el suelo del calabozo, en cuencos de plástico. La comida era arroz con hojas de patata espolvoreadas. Cada preso recibía un botellín de plástico de agua, un agua sucia que a Fernando y a mí nos habría hecho enfermar, pero que todos los presos atesoraban y bebían a sorbos, con enorme sentido del ahorro, durante todo el día y la noche, hasta que les llegara el siguiente botellín 24 horas después. A cada lado del calabozo había filas de celdas pensadas para dos personas, pero en las que dormían ocho. No fue la primera vez, en mis años de viajar por África, que me impresionó -mejor dicho, me abrumó la resistencia de los africanos, su capacidad de seguir adelante en condiciones que a los europeos les parecerían infrahumanas, su infinita capacidad de adaptación y aguante.
Por fin nos encontramos con Abdul Sesay en una celda grande, como la cuarta parte de una pista de tenis, en la que dormían 60 personas. Era menudo, con un rostro de niño, marcado de acné, y unos ojos tristes. Su padre (también el suyo) había muerto en la guerra; su madre, de enfermedad (la edad media de mortalidad en Sierra Leona es hoy 42 años, frente a 39 durante la guerra). "Vivía con mi abuela en la aldea, pero me dijo que me fuera porque no tenía dinero para cuidarme". Eso pasó en 2003, cuando Abdul tenía 9 años. Desde entonces estaba en Freetown, trabajando en lo que le salía, llevando cestos en el mercado, durmiendo de noche dentro de un automóvil en un cementerio de coches a las afueras de la ciudad. ¿Por qué estaba en Pademba? "Alguien robó una radio y me la dio. Yo no sabía de dónde procedía, pero la policía me la encontró encima y me acusó del robo". Mientras Abdul hablaba, Fernando le metió una píldora roja en la boca. Era para combatir las erupciones de sarna que le cubrían la mitad del cuerpo. Y tenía muchas más enfermedades, dijo Fernando. "Me siento mal todo el tiempo. Me como la comida porque no tengo más remedio. Tengo miedo de algunos presos". Cuando dijo eso miré detrás de él, donde había dos tipos musculosos vestidos con camisetas de malla, unos matones carcelarios típicos, que nos observaban por el rabillo del ojo. Intenté no tenerles miedo yo también. ¿Por qué había ido a parar a una cárcel de adultos? Abdul se bajó el pantalón para mostrarnos un vello púbico precoz. "El policía me miró y dijo que estaba mintiendo, que no tenía 16 años, sino 19". No tenía por qué sacar esa conclusión, ¿verdad? "No, pero había presiones de los demandantes". ¿Pagaron al policía? Abdul no respondió nada. Pero bajó la vista y, con un gesto como de ir a llorar, asintió. ¿Alguna esperanza de salir? Sí, dijo. El viernes comparecía ante el juez. El fiscal podía ofrecerle salir con fianza. Le habían dicho que podría ser de 50.000 leones, que equivale a la espléndida suma de 10 euros. Fernando y yo nos miramos y decidimos en silencio que íbamos a intentar sacar a Abdul de allí.
Después de salir de la prisión fuimos a ver a una abogada. Exigió permanecer anónima, pero nos explicó bastantes cosas. "En Sierra Leona, si uno no tiene dinero, no puede obtener justicia", dijo. También destacó que si uno tiene dinero, puede conseguir que vaya a la cárcel una persona que piense que le ha hecho algo malo, aunque solo tenga una sospecha. "A las personas vulnerables las atropellan", dijo. Y la corrupción está presente en todo el sistema. Afortunadamente, el Gobierno está alarmado por el problema y quiere crear, básicamente con dinero británico, un sistema creíble y eficaz de defensores de oficio. El motivo de su alarma es que la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, establecida tras la guerra con ayuda de la ONU, llegó a la conclusión de que la mejor manera de evitar que se repitiera la pesadilla que había sufrido el país cuando un ex cabo del ejército llamado Foday Sankoh se levantó en armas contra el Gobierno era combatir la idea generalizada de que en Sierra Leona no existe justicia para los pobres. Sankoh, que dirigía un grupo rebelde lleno de niños soldados al que dio el grandilocuente nombre de Frente Unido Revolucionario, había pasado siete años en Pademba Road por su presunto papel en un motín del ejército mucho antes de convertirse, a finales de los noventa, en el criminal de guerra más famoso del mundo. Según la abogada, la Comisión de la Verdad concluyó que el resentimiento que Sankoh sentía por la injusticia que consideraba que se había cometido con él y con otros líderes del FUR (con nombres como Rambo, Superman y Coronel Salvaje) había sido el motor que le había llevado a desencadenar aquel baño de sangre. El hecho de que, en el caso de Sankoh, el grito exigiendo reformas hubiera dado paso enseguida a la codicia y la obsesión por adquirir diamantes (una situación dramatizada en el film de Leonardo DiCaprio Diamante de sangre, situado en Sierra Leona) no negaba la necesidad de acabar de raíz con la injusticia endémica. "El Gobierno comprende", dijo la abogada, "que si no tenemos un sistema de justicia como es debido, tarde o temprano nos encontraremos con otra rebelión, otro Sankoh".
Sankoh fue detenido en 2000 -una detención que suscitó celebraciones en todo el país e imputado por 17 cargos de crímenes de guerra. Pero antes de que fuera a juicio murió en la cárcel de un derrame; el destino le concedió, en palabras de un fiscal de Naciones Unidas, "un final pacífico que él había negado a tantos otros".
El hotel en el que me alojé fue construido por una empresa china y es propiedad de ella; la empresa es una de las muchas que están explorando África y prácticamente recolonizándola en busca de materias primas que alimenten su celebrado milagro económico. De los cinco canales de televisión disponibles en las habitaciones, dos eran chinos. (Y no solo en el hotel; a la entrada de la prisión había visto a un guardia pegado a un culebrón chino que era imposible que entendiera). En las paredes de los pasillos del hotel había fotografías enmarcadas de edificios relucientes, llenos de cristal, luces de neón y metal, en Pekín y Shanghái. En especial, las imágenes del espectacular nuevo aeropuerto de Pekín representaban (dado que el aeropuerto de Freetown es una especie de chabola grande) un mensaje a la población local rayano en el insulto, como si les restregara en la cara su ignominia económica.
Sin embargo, cuando me fui a tomar una cerveza junto a la piscina del hotel, presencié una pequeña escena que me recordó algo que, en estos días de crisis económica, solemos olvidar: que no solo de pan vive el hombre. Tres chicas nativas de Sierra Leona, de unos 20 años, retozaban en biquini por donde no cubría, moviendo las caderas de acuerdo con un ritmo que solo ellas oían, chillando, gritando, dando carcajadas. Pronto se les unió un joven negro de músculos espectaculares y, tras una breve charla de presentación, se puso por turnos a cogerlas por la cintura, o agarrarles los muslos, o llevarlas a caballo. Aparecieron dos chinos, seguramente directivos del hotel. De mediana edad, llevaban el pantalón hasta el ombligo y sandalias con calcetines grises. Se sentaron en unas tumbonas de plástico, se pusieron las manos detrás de la nuca y contemplaron en silencio el espectáculo, como en trance, durante media hora. ¿Qué les estaba pasando por la cabeza? Quizá es demasiado imaginar que estuvieran pensando en que, después de todo, Dios es justo, que comparte las riquezas con más equidad de la que a veces creemos, con nuestra obsesión por los datos de crecimiento económico y los tipos de interés; que África, despreciada y considerada un continente perdido, tal vez tenga algo que enseñar a los tigres asiáticos; que la vida es corta y quizá tenga sentido disfrutar -saborear- nuestro tiempo sabiendo que, muy por encima del ciego deber de ganar dinero, las mejores cosas de la vida son gratis; que en África existe un principio del placer, una dimensión de alegría y sensualidad que China, la admirada China, no ha sido capaz de ver. Seguramente, los dos caballeros chinos no pensaron en todas estas cosas durante su ensoñación tropical junto a la piscina; pero quizá deberían haberlo hecho.
Al día siguiente de visitar la prisión fuimos a la sede de los juzgados, un impresionante edificio construido hace 100 años por los colonizadores británicos. Nos sirvió de ensayo para nuestro plan de sacar a Abdul el día posterior. El truco consistía en convencer a un par de habituales del juzgado, en nuestro caso un joven periodista y un señor mayor que se identificó como "presidente del tribunal", y conseguir que fueran garantes de la fianza. A cambio de sus servicios, que incluían hacer un trato con el fiscal del caso (que era además policía), pagaríamos 160.000 leones por chico. La fianza en sí no era más que 50.000 cada uno, pero había que comprar a varias personas.
Fernando voló de vuelta a casa esa noche, y me quedé yo a ocuparme de Abdul al día siguiente. Esa misma tarde, Fernando había visitado un par de instituciones que cuidaban de jóvenes sin hogar para ver si podían acoger a Abdul en caso de que saliera en libertad, pero no se pudo. Había demasiados impedimentos burocráticos, y Pademba Road tampoco era buena tarjeta de visita. Yo iba a tener que intentar alguna otra cosa al día siguiente, como pedir ayuda a la abogada anónima, aunque tenía que coger mi avión de regreso a media tarde.
Antes de despedirse, Fernando me dio un montón de papeles que había recibido de los presos de Pademba para que los leyera. Eran los testimonios de más de 20 reclusos en los que describían su vida dentro y fuera de la cárcel. Todos comenzaban: "Querido Fernando" o "Querido señor". En todas las cartas había elementos comunes: una sensación de injusticia ("francamente, no hay justicia para los pobres", decía uno), las enfermedades, la falta de medicamentos, las muertes en prisión, la suciedad de las letrinas, los alimentos que tenían que comer, las aguas estancadas que bebían, la imposibilidad de lavarse nunca de verdad y, pese a todo, su fe en Dios.
He aquí algunos extractos de la nota escrita por Issa Kamara, de 15 años:
"Fecha de llegada a la prisión de Pademba: 5 de febrero de 2010. Condena: tres años. Crimen cometido: rompí el cristal de un coche... Mi madre y mi padre están vivos, pero no vivo con ellos porque no tienen con qué mantenerme, así que eso me hizo salir a la calle con mis amigos. Dormíamos en el gueto y dormíamos en el suelo. Cuando me despierto por la mañana voy con mis amigos a empujar una carretilla. A veces mis amigos no me dan dinero, solo me dan comida para que coma... Cuando llegué a Pademba Road me sentí mal. Somos siete en la celda. Cuando me despierto por la mañana tengo frío, dolor, dolores malariales. La comida no es buena. Cuando termino de comer no tengo agua para beber ni para bañarme. Yo iba a la escuela. Dejé de ir porque mis padres no tienen dinero... Cuando salga de esta prisión me gustaría ir a la escuela. Cuando termine mi educación me gustaría ser mejor persona en el futuro... Si tengo el dinero, me gustaría casarme... Y cuando esté libre de la prisión me gustaría volver con mis padres y les pediré que me vuelvan a llevar a la escuela. Si se lo ruego y me aceptan, no les dejaré solos. Lo juro por Dios".
¿Con quién se iría a vivir Abdul si saliera? En cualquier caso, lo primero era sacarlo de Pademba. Aparecí en el juzgado a las diez de la mañana, justo cuando Abdul y otros presos estaban llegando en un furgón verde de la policía, con sus manos morenas visibles a través de unas rajas de metal. Mis dos cómplices del día anterior, el "presidente" y el periodista, me esperaban, deseosos de volver a hacer negocios. El plan era pagar la fianza, sacar a Abdul, llevarlo a una farmacia para comprar las pastillas y cremas que necesitaba para sus diversas enfermedades y llevarlo después a la abogada, que había dicho que entendía muy bien lo necesario que era ayudar a los presos que salían a rehacer su vida. Pero las cosas no fueron tan sencillas.
Entré en una sala con paredes recubiertas de madera, presidida por una magistrada de aspecto imponente: cabello teñido de rojo, aire brusco, temiblemente eficaz. La sala estaba llena. Había 10 presos que aguardaban veredicto, entre ellos Abdul. Nos miramos a los ojos, él con una mirada suplicante, le saludé con la mano, asintió. Mis dos "agentes", hacia los que no sentía ningún rencor (se estaban ganando la vida a su manera), habían hablado ya con el fiscal de la policía, un joven de uniforme. El periodista, un joven solemne e intenso, me informó de que la libertad de Abdul iba a costar más dinero que la de los dos hermanos el día anterior. Iba a ser uno por el precio de dos: 320.000 leones. Dado que no estaba en situación de poder negociar, calculé cuánto dinero me quedaba y cuánto necesitaría para pagar el taxi hasta el ferry y el ferry hasta el aeropuerto, que salía a las tres de la tarde. Acepté pagar los 320.000, que en Sierra Leona -donde una pastilla de jabón puede tener un valor inmenso- parecen una fortuna, pero en realidad son unos 64 euros.
Llegó el turno de Abdul. La magistrada le preguntó cuántos años tenía. Dieciséis, contestó. Le miró confusa. "¿Y estás en Pademba?". "Sí". Ella anotó algo y le ordenó volver a su asiento. Iba a tardar más que el caso de los dos hermanos. Fui a la calle a cambiar más dinero y cuando volví hablé con mi otro agente, el "presidente del tribunal", mayor, más experto en maniobrar por los pasillos de la justicia del país, pero también más ocupado, corriendo arriba y abajo sin dejar de hablar con gente. Suponía que él se iba a quedar con la mayor parte del dinero, pese a que, como había explicado claramente su socio, habría que pagar unos cuantos sobornos más antes de saber exactamente cuánto les quedaba a ellos. El presidente dijo que tendríamos a Abdul en la calle en cuestión de una hora. Eran las once. Muy bien. Todavía había tiempo.
Esperé fuera con el periodista. Un bullicio de gente, esperando, como yo. Por un canalón a lo largo de la pared del edificio caía un chorro amarillo verdoso. Hacía calor y me compré una fanta, una cosa que nunca bebo en casa, pero que aquí me supo a gloria. Me costó 30 céntimos de euro. Habían pasado dos horas y no había ni rastro de Abdul. Me hacían falta 40 minutos para volver al hotel y llegar al ferry -que si lo perdía, perdía el avión-, así que me quedaba una hora. De pronto pasó a mi lado Abdul, sonriente, seguido del policía y mi amigo el presidente. Tenían que sacarle la "foto" y firmar unos papeles. Diez minutos, dijo el presidente. Pasó media hora, y nada. Pensé que había que olvidarse de la abogada, del plan de buscarle un cierto amparo a Abdul una vez que recuperara su frágil existencia callejera. Pero por lo menos iba a conseguirle los medicamentos en la farmacia. El periodista entró en el edificio y volvió a salir. "Abdul dice que está muy contento y que será tu padre para siempre". Sí, pero si no le veo en la calle y en libertad, tú no recibirás tu dinero, le dije.
Me hizo subir por unos escalones y me condujo por un laberinto de pasillos. Papeles, papeles en todas partes; juicios y fianzas transmitidos por escrito; ni un solo ordenador. Mendigos, policías, mujeres lozanas y maravillosamente vestidas, golfillos descalzos, abogados con traje oscuro y corbata. Una vez más, era una escena sacada del Londres de Dickens. Nos detuvimos en una pequeña habitación en la que observé cómo la magistrada rellenaba muy despacio un formulario. Eran ya las dos de la tarde. Incapaz de contenerme, montando un espectáculo absurdo, me puse a maldecir. La magistrada alzó una ceja y siguió con lo suyo. Volví a salir, por temor a causar un incidente que diera al traste con toda la aventura; esperé 10 minutos más y entonces apareció Abdul, escoltado por mis dos conspiradores, libre. Me agarró la mano derecha con las dos suyas y no quería soltarla. Me miró a los ojos, transformado, con una sonrisa propia del niño que verdaderamente era, como si acabara de recobrar la salud. Me preocupaba que ya no tenía tiempo de ir a por las medicinas. Pagué la suma acordada a sus dos libertadores y luego le metí en el bolsillo un puñado de leones, por el valor de unos 40 euros, cantidad que seguro nunca había visto, ni imaginado ver, en toda su vida. Vete a la farmacia y luego vete a tu pueblo, al campo, intenta encontrar a algún familiar. Pero antes quédate por aquí y haz todas las comparecencias ante el tribunal que te exija tu fianza. El periodista y el presidente de la corte asintieron con rostro serio. Para ellos sería un problema -o eso dijeron- que él huyese.
Un taxista al que di mis últimos 40.000 leones me llevó por los peores barrios de Freetown, montañas de basura en los que la gente rebuscaba a la desesperada, un puente endeble sobre un río negro que daba la impresión de que te arrancaría la piel en 10 segundos si tenías la mala suerte de caer en él. Llegamos al ferry con solo unos segundos de margen. Mientras me ponía mi chaleco naranja vi a un hombre de unos 25 años que vendía ropa de colores en el embarcadero. No tenía manos. A mí no me quedaba dinero ni tiempo para comprarle nada. Ojalá hubiera podido. En el camino de regreso a casa pensé (como sigo pensando hoy) que quisiera haber hecho mucho más por Abdul, haber cumplido la encomienda que me había dejado Fernando. Pero luego pensé en todos los demás presos de Pademba Road a los que me gustaría haber ayudado, pensé en el rostro desolado de un chico que estaba sentado junto a Abdul en el juzgado y que sabía que él no iba a ser el afortunado beneficiario de este hombre blanco, y pensé en los millones y millones como ellos en África por los que no podía hacer nada, y en cuánta brutalidad y cuánta corrupción hay en el continente, pero cuánta bondad también, y cuánta alegría y cuánta sensualidad y cuántas lecciones que podrían enseñarnos, pero que no aprendemos los demás, que no se nos ocurre ni tomar en cuenta, por culpa de la maldita pobreza en la que viven.
Está sentenciado a año y medio de prisión por el robo de un móvil en su escuela. una ayuda, muchas víctimas. Abdul Sesay estaba en una celda en la que dormían 60 personas. Dice que tiene 16 años; parecen 12. Desde los 9 vivió solo en las calles de Freetown. Sesenta euros le sacaron de la cárcel. Tuvo suerte. Millones y millones de chavales como él no tendrán el mismo destino. La decisión final. . Muchos necesitan acudir docenas de veces antes de ser juzgados y pueden pasar años encerrados antes de recibir una sentencia que en algunos casos puede ser exculpatoria.
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