El fantasma de Buenos Aires
Empieza así: es enero, lunes, Buenos Aires. Es el anochecer de un día de verano. La calle Larga se hunde en la oscuridad cremosa de las casuarinas, y allí donde se cruza con la calle Pinzón hay una glorieta que flota en la luz tierna de las lámparas, envuelta en el aroma de un bosque de naranjos y separada de la casa -enorme, señorial- por un jardín cuidado. Cada tanto se escucha el ruido de un caballo, pero nada más. Una carreta que cruje, pero nada más. El cielo es una membrana tensa, enrojecida.
Cuando se escucha el disparo, ya es de noche.
La sala de visitas, a metros de la glorieta, es pequeña. Hay pocos muebles: un espejo, sillas, una mesa sobre la que la mujer, ahora, se apoya con esfuerzo. Se tambalea, se pasa los dedos por la frente, palpa una lámina de líquido untuoso. Piensa que es un raspón, que por eso está casi ciega: porque se ha golpeado en la caída.
Pero ¿qué caída?
Se mira el vestido y no ve nada. Se mira las manos y sólo ve ese pequeño rastro de sangre. Y entonces, a sus espaldas, escucha el jadeo, y el miedo llega antes que el recuerdo. Corre hacia la puerta, la abre, sale a la galería. La noche es una espuma suave que se deshace sobre la copa de los árboles. Tiene un pensamiento involuntario, humillante; piensa "qué calor". Y no es cuando siente el flujo repulsivo de la hemorragia ni el primer silbido de dolor rompiéndole la espalda, sino cuando ve el rostro de Samuel, el hombre con el que ya no va a casarse, que entiende que se va a morir. Y grita: "¡Samuel, me muero!". Y después cae.
Es 29 de enero de 1872. A las nueve de la noche, en Barracas, un barrio al sur de Buenos Aires, Felicitas Guerrero de Alzaga, de 26 años, la viuda más joven, rica y hermosa del país, emprende el viaje hacia su agonía de bestia. La muerte la alcanzará de madrugada, y durante semanas la ciudad no hablará de otra cosa: de la coqueta y su amante, o de la pobre mujer y el loco enardecido. La heredarán sus padres, que, en los fondos de esa casa con glorieta y bosque de naranjos, mandarán construir una iglesia con el fin de enterrar allí, alguna vez, su cuerpo.
Eso será todo.
Hasta que un día Felicitas Guerrero de Alzaga -lo que quede de ella- empiece a aparecer sobre la cúpula de su propio templo.
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Buenos Aires es ahora capital de muchas cosas: de su país, pero también de las compras buenas bonitas baratas; de la urticaria exasperante de los hoteles boutique; de los miles que llegan buscando vino, tango, bife de chorizo. La ciudad está repleta de viajeros: los urbanitas se dispersan en el circuito aspiracional de diseño de Palermo Viejo; los tradicionales, en las elegancias reposadas de la Recoleta; los bohemios, en el historicismo tangólatra de San Telmo o la desolación angélica de La Boca. Los enterados van a Barracas. En Barracas, Buenos Aires se sumerge bajo arroyos de adoquines y esquinas arrancadas a los principios del siglo que pasó. Al filo de La Boca y de San Telmo, este barrio empezó siendo un puñado de barracas cercanas al río y zona de residencia de los ricos. A comienzos del siglo XX devino tierra de fábricas. Después, la industria nacional cayó en el olvido y el barrio se llenó de galpones vacíos. Pero a principios del siglo XXI, redescubierto por artistas, diseñadores y grupos inmobiliarios que llegaron atraídos por inmensos galpones baratos, Barracas empezó a ser el secreto mejor guardado de Buenos Aires. Hoy conviven fábricas de arquitectura fabulosa donde se construyen condominios con piscina, solárium y gimnasio; viviendas para empleados del ferrocarril de estilo inglés circa 1890; una estación de trenes que de tan vieja parece falsa, y un hipermoderno Centro Metropolitano de Diseño, ubicado en el antiguo Mercado de Pescado, donde se experimenta con cortes, formas y texturas. En abril de este año, cuando el gobierno de la ciudad anunció que mudaría allí sus oficinas, las propiedades subieron un 60%, y ya no quedan casi espacios por comprar.
Pero Barracas es también un sitio de alienados: entre el hospital neuropsiquiátrico de mujeres Braulio Moyano, el hospital neuropsiquiátrico de hombres José T. Borda y el hospital de salud mental infanto-juvenil Tobar García suman cuarenta hectáreas de entregados a los sueños de la razón que producen monstruos. Dos de esos hospitales, el Moyano y el Borda, están separados por la calle Brandsen. Si un viajero siguiera esa calle en dirección al río llegaría a la avenida Montes de Oca, que fue alguna vez la calle Larga. Donde la avenida se encuentra con Pinzón hay una plaza: la plaza Colombia. Allí, a fines del siglo XIX se levantaba una casa con glorieta y un pequeño bosque de naranjos. Comprada por el municipio en 1906, fue derrumbada en 1937. Pero frente a la plaza todavía se conserva algo que formó parte de esa propiedad: una iglesia construida en 1879, donada al gobierno de la ciudad en 1981, consagrada a una santa del siglo II -Santa Felicitas- y flanqueada por un parque en cuyos fondos hay una reproducción de la gruta de la Virgen de Lourdes y un colegio religioso.
En el atrio, en el parque, en el templo y en la gruta de Lourdes hay decenas de gatos: negros, pardos, grises como golpes, como pequeños túmulos inmóviles.
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Don Carlos Guerrero Reissig y doña Felicitas Cueto y Montes de Oca, los padres de Felicitas Guerrero, vivían en la calle México en una casa que ahora lleva el número 524 y es residencia de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Carlos Guerrero Reissig había nacido en Málaga en 1814 y llegado a Buenos Aires en 1832. Era un agente marino, padre de 12 hijos de los cuales Felicitas era la mayor, nacida el 26 de febrero de 1846 bajo el nombre de Felicia Antonia Guadalupe. Aunque los retratos la muestran achaparrada, de mirada bovina, en aquel tiempo fue una quemazón legendaria. Se decía que era la mujer más bella de la república, y en su libro Crónicas I (1914) el periodista Rafael Barreda la describe como un monte de perfecciones: "Sin ser muy alta, era esbelta. Su rostro oval, encuadrado en untuosa cabellera de castaño oscuro; sus ojos pardos, de dulce mirar y expresión distinguida; sus labios coralinos, al sonreír, dejaban entrever el doble arco de su dentadura blanca, igual y apiñonada".
Si Felicitas era la más hermosa, Martín de Alzaga era el más rico. Había nacido en 1814, y descendía de familia trágica: su abuelo, el español Martín de Alzaga, había sido alcalde de la ciudad y, años después, en 1812, acusado de contrarrevolucionario y ahorcado en la plaza pública. Su nieto había aumentado la fortuna familiar hasta alcanzar los sesenta millones de pesos y las miles de hectáreas en la provincia de Buenos Aires, repartidas en estancias que llevaban por nombre La Pelada, Juancho, La Postrera. Tenía cuatro hijos naturales, ninguna esposa y casi cincuenta años cuando, un día de 1861, se cruzó con esa llaga que era Felicitas y la quiso para él. No fue difícil. Se casaron en 1862: ella tenía 16 y él era casi viejo. Marcharon a vivir a una casa sobre la calle Larga en el barrio de Barracas. La casa tenía en la esquina una glorieta sumergida en el aroma fresco y violento de un bosque de naranjos y se llamaba La Noria.
No se sabe si fue feliz. Hay quienes dicen que, allí donde esperaba encontrar sólo vejez, Felicitas terminó por encontrar bondad y un compañero, pero también quienes dicen que sólo fue ambición. Sea como fuere, todo pasó muy rápido. El 24 de julio de 1866, Felicitas tuvo un hijo, Félix, que murió en 1869. Lo enterró conteniendo las náuseas de otro, que llevaba en el vientre y que nació muerto el 2 de marzo de 1870. Su marido, Martín de Alzaga, sobrevivió apenas: habiendo testado en su favor -"por el cariño que le profeso y por las inequívocas pruebas de afecto y bondad que he recibido de ella"-, murió el 17 de mayo de ese año. Un mes más tarde, cuando se celebró una misa en su memoria y Felicitas entró a la catedral -los ojos ardidos por todas esas muertes-, su luto no era luto, sino una valva lujosa. Era joven, viuda, rica y una mujer vedada, separada del mundo por un muro de luto cementicio.
Entre los bancos de la iglesia, un hombre la miraba, entre los muchos hombres que la miraban tanto.
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"Las experiencias de fantasmas, entidades y otras formas de apariciones han sido vistas -virtualmente- en todas las culturas", escribe en su libro Fenómenos paranormales. Una introducción a los eventos sorprendentes (Kier, 2003) Alejandro Parra, argentino, licenciado en psicología, presidente de la Asociación Civil Instituto de Psicología Paranormal. Según Parra, la experiencia más común es la sensación de presencia: una persona que sabe que está sola, y que aun así se siente observada. En el otro extremo está la experiencia de posesión. Entre ambas, la experiencia aparicional: la visualización, más o menos clara, de una figura antropomórfica. Los sitios donde estas apariciones se producen reiteradamente se conocen como sitios infectados, y son sometidos a estudios con sensores infrarrojos, térmicos y electromagnéticos para lograr evidencias concretas. Si bien hay casos de espectros plasmados en fotografías -los sacerdotes fantasmales aparecidos en una foto junto a la señorita Palmer en 1925 en la basílica de Santa Juana de Arco en Domrémy (Francia), o la Dama Parda de Raynham Hall (Inglaterra), aparecida en una foto tomada en 1936 en la casa del marqués de Townshend-, en Buenos Aires las evidencias logradas siempre han sido débiles.
Aunque en los últimos años los vecinos reportaron ruidos extraños en el área que ocupa la plaza Colombia y apariciones en la iglesia y el parque aledaño, esta zona de Barracas no ha sido objeto de estudios, ya que las manifestaciones no se encuadran dentro de lo fantasmagórico tradicional, sino en el marco de la leyenda urbana: relatos que, aunque plagados de elementos sobrenaturales, se cuentan como hechos que han sucedido, que suceden.
Como la leyenda de Disney en su cápsula de hielo.
Como la leyenda del vampiro.
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Después de la muerte de Alzaga, Felicitas pasó un tiempo en sus estancias y -aunque la costumbre marcaba dos años de luto severo y uno de luto alivianado- regresó a Buenos Aires para reabrir sus salones. La saludaron las páginas sociales, y alguien le dedicó esta copla grosera:
"Qué eres hermosa he sabido.
Y aunque coqueta, yo infiero
Que has de hallar pronto marido,
Pues tienes mucho dinero".
"La plaza fue sitiada en toda regla", dice Rafael Barreda, "y el asedio, formidable, sin que hubiera paladín que pudiera jactarse del menor triunfo obtenido de aquella fortaleza al parecer inexpugnable. Hasta que llegó a decirse que la bella cuanto rica viudita andaba dando su preferencia, distinguiéndolo, a uno de sus más asiduos pretendientes: Enrique Ocampo".
Victoria Ocampo, fundadora de la revista Sur, la publicación literaria en español más influyente de su época y sobrina nieta de Enrique Ocampo, decía esto en su Autobiografía (que comenzó a escribir en 1952): "Este joven se enamoró perdidamente (es decir, para su perdición y la de su amada) de Felicitas Guerrero, viuda de Alzaga (...). Felicitas, por su belleza y la considerable fortuna heredada, era objeto codiciado. Gozaba, suponemos, de la muy relativa libertad concedida, en esos tiempos de barbarie (respecto a la mujer) a una viuda joven de la alta clase social. No la quemaron en la pira del marido, hay que reconocerlo. Por tanto, se podía dar por bien servida".
No hay datos ciertos acerca de dónde y cómo se conocieron: hay quienes dicen que fue en la iglesia, el día de aquella misa; que él la miró y que ella ya no pudo olvidarse de esos ojos. Hay quienes dicen que, en una sociedad aldeana de cien familias que lo tenían todo, era imposible que no se conocieran desde siempre. Si Felicitas se enamoró de él o si Ocampo vio señales allí donde no había nada, no puede saberse. Si Ocampo se enamoró de ella o si sólo pretendía sus millones, tampoco. En la revista argentina Todo Es Historia, en diciembre de 1968, E. M. S. Danero escribía: "Convertido Enrique Ocampo en el preferido de Felicitas, comenzó el chismorreo. ¿Amaba Enrique desinteresadamente a la joven viuda? ¿No buscaría en Felicitas el inmenso caudal de pesos y novillos dejado por don Martín de Alzaga? ¿Se amaban de verdad? ¿Desde cuándo? ¿Acaso desde antes de ser viuda?".
Dicen que Ocampo le enviaba cartas a razón de una por día, y que ella no las respondía en absoluto. Y dicen lo contrario: que se enzarzaron en un amor escandaloso. Dicen que, para evitar a ese hombre desquiciado, Felicitas regresó a sus estancias. Y dicen lo contrario: que fue a sus estancias a encontrarse con él; a que el río y la pampa vieran lo que nadie, en la ciudad, tenía permitido ver.
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Hay religiones que abonan la creencia en los espíritus como parte de la vida cotidiana, que conviven con ellos de forma natural. Pero en Buenos Aires, los fantasmas son parte del reino de la noche.
No es posible dar una fecha exacta al inicio de las apariciones de la viuda de Alzaga en Barracas, aunque se sabe que sesenta años atrás los vecinos ya se juntaban en torno a la iglesia para percibir un vagido triste que brotaba de las paredes. Cuando se emprendieron trabajos de reparación en los años ochenta, varios obreros mencionaron ruidos extraños y súbitos descensos de temperatura en el interior. Uno de los arquitectos aseguró que, aun cuando el carrillón no funcionaba, las campanas solían tocar solas, y que las cuatro estatuas de los ángeles del tambor tenían el ala izquierda -izquierda- rota. Relatos de ex alumnos del colegio contiguo aseguran que, ya en 1978, en el parque aledaño solían ver "cosas raras" mientras permanecían ocultos cuando jugaban a las escondidas.
Pero fue a mediados de los años ochenta cuando los vecinos comenzaron a ver con frecuencia una figura vestida de blanco aferrada a las rejas de la iglesia. Y todos supieron que se trataba de Felicitas Guerrero.
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A principios de 1871, Enrique Ocampo partió a Londres a intentar negocios en la Bolsa. Al mismo tiempo, en Buenos Aires se desató una epidemia de fiebre amarilla. Conocida como vómito negro, la peste mató, entre enero y junio de ese año, a 14.000 personas en una ciudad que habitaban 200.000. Huyendo de la muerte, Felicitas volvió, una vez más, a sus estancias. Y todo lo que sucedió después empezó con un paseo por el campo: una tarde, Felicitas, su primo Cristián Demaría -su enamorado secreto-, su amiga Albina Casares y su tía Tránsito Cueto iban por la pampa en coche de caballos. Estaban entre la nada y la nada cuando se desató una tormenta de dragones, el cochero perdió el rumbo y Felicitas le ordenó detenerse. No la ganó la desesperación, sino la rabia, y bajo ese torrente de verano murmuró:
-¿Dónde estamos?
Y escuchó la voz que le decía:
-En mis tierras, señora, que son suyas.
Cuando giró y vio al hombre en su caballo no sabía quién era: no sabía que tenía treinta años, que su nombre era Samuel Sáenz Valiente, que era dueño de miles de hectáreas vecinas a sus campos. No sabía nada, pero el latigazo de esa respuesta -que son suyas, que son suyas- le arañó el cuello y el corazón hasta dejarlos rotos.
A aquel encuentro en la tormenta siguieron varios. Durante todo el verano de 1871, y mientras la ciudad se hundía en un mar de peste, Sáenz Valiente frecuentó y enamoró a la mujer que no llevaba siquiera un año en la patria de las viudas. Rendida, asomada quizá a lo que nunca había conocido, Felicitas accedió a anunciar su compromiso en marzo de 1872: un lapso apenas prudente para evitar la indecencia.
Ni antes ni después recordó a Enrique Ocampo. No respondió las cartas que el hombre le enviaba desde lejos y se sumergió en un silencio que creyó lo mejor. Cuando él regresó de Londres, la noticia le llegó bajo la forma de un rumor artero. Danero, en Todo Es Historia, escribe: "El desdén de Felicitas constituyó el ultraje para el que ya se había considerado su prometido. Su orgullo vulnerado incitó a Ocampo a llevar su pretensión hasta la última instancia. Como en un dramón vulgar, debió de decirse 'el amor o la vida'. Convirtió aquella enloquecida vulgaridad en su divisa. Desplazado, lesionado, pensó que tenía derecho absoluto a ser correspondido".
Dicen que le pidió visitas que ella rechazaba. Que le rogó desesperadamente. Que se encontró con su padre y le advirtió: "Dígale a su hija que, si se casa con otro, la voy a matar". Que un día la cruzó -a ella, a la mismísima- y le dijo, sibilino: "Si no me permite ser el sol de su amor, seré su sombra".
Y fue.
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Las apariciones de muertos tienen patrones en común: llevan ropa de época, obedecen a las leyes de la perspectiva y producen ruidos sincronizados con sus movimientos. La aparición de Felicitas Guerrero se produce siempre durante el atardecer, en el atrio o flotando sobre la cúpula de la iglesia. Lleva ropas largas, blancas, de época, y llora. A veces tiene el torso bañado de sangre. La duración de su presencia es breve, acompañada de gritos lejanos que no parecen gritos de mujer.
En mayo de 2008, el Ballet Argentino, dirigido por el bailarín Julio Bocca, estrenó un espectáculo basado en esta historia llamado Felicitas. Amor, crimen y misterio. En él se alude a una creencia de los vecinos de Barracas que, desde hace tiempo, anudan pañuelos a las rejas de la iglesia: si amanecen húmedos, garantizan amores eternos. Una vecina, que vio la aparición de madrugada, dijo que Felicitas se enjugaba las lágrimas con los pañuelos y que "fue horrible: sangraba, estaba aferrada a la reja y lloraba con la boca abierta, como lloran los chicos".
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El 29 de enero de 1872, por la noche, Felicitas organizó una cena en La Noria a la que asistirían dos de sus hermanos; su tía Tránsito Cueto; su amiga Albina Casares; su primo Cristián Demaría; el padre de su primo, Bernabé Demaría, y Samuel. Los invitados se reunieron al atardecer en la glorieta de la esquina. A las ocho y media de la noche, una volanta se detuvo en la puerta y de ella bajó Enrique Ocampo. Le atendió, después de unos minutos, Tránsito Cueto, que le dijo la verdad: que Felicitas estaba de compras en el centro. Él pidió esperarla. Le hicieron pasar a la sala de visitas.
Felicitas llegó cuando faltaba poco para las nueve de la noche. Tránsito Cueto escuchó el carro que se detenía y salió al encuentro de su sobrina y amiga. Le avisó que Ocampo estaba esperando y le aconsejó que no lo recibiera. Felicitas pensó que había que ponerle un fin a todo eso y dijo que lo iba a atender: que lo iba a atender sola.
Cuando la vio entrar en la sala, Enrique Ocampo no vio a la mujer que amaba, sino a una encarnación que lo condenaba a la infelicidad. Tiempo después, todos los cronistas recrearon esa escena que fue ciega y muda:
"-Quiero hablarte por última vez -dijo Enrique-. Quiero que me digas si me desdeñas y si continúas prefiriendo a ese hombre.
-Señor, ese tono -dijo Felicitas.
-Este tono es el de un hombre que te ama con toda su alma, pero al cual desesperan tus desdenes -manifestó Ocampo-. Antes de que te vea en los brazos de ese miserable, te daré una y mil veces la muerte", escribió, por ejemplo, Danero en la revista Todo Es Historia.
Esto se sabe: cuando Felicitas dio la conversación por terminada y se dispuso a irse, Ocampo sacó un revólver y le disparó. Ella cayó, se golpeó la frente, se levantó aturdida, vio la sangre, pensó "qué raro", y cuando escuchó el jadeo a sus espaldas, el pánico la arrojó sobre la puerta, empujó, salió a la galería, pensó "qué calor", vio la cara de Samuel y supo que se moría.
Siguieron gritos, tiros, sangre, muertos, el fin de todo, la leyenda.
Una versión dice que, al escuchar el disparo, Bernabé Demaría corrió, y que, cuando entró en la sala de visitas, Ocampo estaba en el suelo, todavía vivo, pero con un disparo en el corazón y otro en la boca. Otra versión asegura que fue Cristián Demaría quien corrió hacia el hombre perfectamente vivo, le arrebató el arma y disparó dos veces. Sea como fuere, Ocampo murió allí, se acordó que se había suicidado, y el expediente de la causa desapareció de los tribunales.
Felicitas Guerrero, en cambio, no murió enseguida, pero la herida, en el costado izquierdo -izquierdo- era fatal. La bala "se había desviado hacia la columna vertebral, comprometiendo la médula espinal y provocando la rotura de órganos vitales", asegura el historiador Enrique Puccia en su libro Historia de la calle Larga. Murió de madrugada entre dolores diseñados para osos. La velaron en la casa de la calle México, donde había nacido, asfixiada por velones y mantillas negras, y el 31 de enero la inhumaron en el cementerio de la Recoleta, en la bóveda de la familia Alzaga, junto al féretro del único hombre que quizá había conocido: Martín, su marido viejo.
El martes 30 de enero de 1872, la segunda página del diario La Nación titulaba: "Un hecho espantoso", y entre anuncios de parteras y obituarios reseñaba el desastre: el disparo, los gritos, Felicitas agónica y Ocampo muerto. Pero en el ejemplar microfilmado de esa fecha, que se conserva en el archivo del periódico, el artículo ha desaparecido, y en su lugar hay un hueco prolijo, recortado.
Lo demás se sabe: sin marido, descendencia ni testamento que indicara lo contrario, los padres heredaron a la hija y mandaron construir aquella iglesia con el fin de enterrar allí, alguna vez, su cuerpo. De estilo neorrománico con influencia alemana, la consagraron a Santa Felicitas, una santa que vio morir a sus siete hijos para después morir también. Tiene nave única con crucero y cúpula, vitrales franceses, arañas con caireles de cristal, un reloj inglés con carrillón, un órgano alemán y, apenas después de las puertas de entrada, dos moles de mármol beis: la figura de pie de Martín de Alzaga; la figura inclinada sobre un niño -Félix, el hijo muerto- de Felicitas Guerrero. Don Carlos Guerrero murió en 1896; su mujer, diez años más tarde, y nunca tuvieron permiso oficial para llevar a Barracas el cuerpo de su hija. La casa fue vendida, derribada, y la iglesia, donada al municipio.
Lejos de allí, en el cementerio de la Recoleta, la necrópolis más elegante de Buenos Aires, cuando los guías de turismo se detienen frente a la bóveda de los Alzaga cuentan esta historia y dicen que el cadáver de Felicitas llegó hasta ahí en un ataúd suntuoso el 31 de enero de 1872.
Pero hay quienes creen que ese ataúd está vacío.
Que el cuerpo no está -que nunca estuvo- allí, sino en un barrio antiguo, bajo la tierra, en una iglesia que los gatos cuidan.
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