Los demonios de Mickey Rourke
Pocas cosas gustan tanto en Hollywood como un comeback, la resurrección de un ángel caído. Quizá una buena historia. Y Mickey Rourke tiene las dos cosas. Nadie fue tan bueno en lo que hace ni trabajó tan duro para destrozar su carrera.
"Si hubiera muerto después de El corazón del ángel, sería recordado como un James Dean o un Marlon Brando", dijo el director Adrian Lyne después de trabajar a su lado en Nueve semanas y media. Pero Rourke optó por seguir respirando. La muerte no siempre viene cuando uno quiere o cuando se les antoja a los críticos. La de Heath Ledger llegó por sorpresa cuando tenía 28 años y toda una carrera por delante. Rourke tiene 56 (o 53, o 58, porque en cada una de sus biografías da una edad), y lo sorprendente es que siga vivo. "Han sido 15 años, o así, desde que yo mismo me senté en el banquillo", explica. "El mismo tiempo que me llevó entender mi proceso de autodestrucción. Un camino muy lento que me tomó mucho más de lo que pensaba y en el que todavía estoy trabajando. Así que he vuelto, he cambiado, sigo cambiando. Pero no puedo hablar de comeback, porque lo que he vivido no se puede resumir en una palabra".
Es fácil recordarle por su pelo grasiento y su boca de chulo, siempre lista para lanzar un nuevo improperio; por ese rostro destrozado, incluso deformado, a causa del boxeo o por culpa de demasiadas cirugías plásticas -que, al igual que Michael Jackson, sigue negando-; por esos chihuahuas y otros perros canijos que adora e impone, antes de que Paris Hilton los pusiera de moda como complemento en el vestir, y sobre todo por todas esas malas películas que ha hecho, una lista mucho más larga que la de sus grandes títulos por los que se dio a conocer: Fuego en el cuerpo, La ley de la calle, Diner, El borracho o Manhattan Sur, además de El corazón del ángel o Nueve semanas y media. Pero la razón por la que se le sigue recordando es porque Rourke fue muy bueno.
UN BRANDO, UN DEAN, un Paul Newman. Alguien igual de legendario, pero de una generación más próxima. Tan rebelde y transgresor como Sean Penn, Javier Bardem o Joaquin Phoenix, pero antes que todos ellos; con tantos demonios y problemas como Val Kilmer, pero con mucho más talento. Un combinado explosivo en una industria donde, como él mismo dijo al recoger el primer Globo de Oro de su carrera el pasado mes de enero por El luchador, quiso ir contra el sistema y le dieron a base de bien: "Ésta es una profesión donde, si trabajas duro y pasa el tiempo suficiente, puedes disfrutar de una segunda oportunidad", dijo.
Próxima estación: los Oscar. Faltan siete días. Es el candidato con más posibilidades de hacerse con la estatuilla al mejor actor protagonista. Un momento que pondría final feliz a ese comeback, a esa segunda oportunidad que tanto les gusta a quienes convierten en realidad el sueño de Hollywood.
El luchador le ha devuelto la vida. Es una película tan sencilla como su título, realizada por un director normalmente complicado como Darren Aronofsky, el mismo que se dio a conocer por películas de lectura enrevesada como Pi o Réquiem por un sueño. Su nueva obra desprende tintes de Rocky. Cuenta la historia de Randy, The Ram, Robinson, una ex estrella de la lucha libre. Una persona que hace 20 años fue alguien, la sensación del Madison Square Garden, pero que ahora no es absolutamente nadie. Su hija, a quien descuidó desde su infancia, no quiere saber nada de él, el dinero no le llega ni para vivir en la caravana de mala muerte que tiene por hogar y es la última persona en el mundo sin teléfono móvil.
En esta cinta de ficción no falta el papel de la prostituta con un corazón de oro (Marisa Tomei), que probablemente sin Rourke habría pasado sin pena ni gloria. Él es la historia. "No la escribió ex profeso para mí, pero supongo que me tenía en mente y a medida que trabajamos juntos la hicimos más cercana. Teníamos algo especial en nuestras manos. Algo que tocaba todos mis puntos débiles, un reto. Y Darren supo cómo pedirme más. Para cuando concluimos el rodaje, por primera vez en mucho tiempo, lo había dado todo. Me había olvidado de esa sensación, algo que no sentía desde que era estudiante de arte dramático. Conmigo nunca fue un problema de habilidad, de mi capacidad para ser actor. Eso nunca estuvo en duda. Con lo que tuve problemas fue con mi comportamiento en sociedad, con ser capaz de responsabilizarme de mis actos", se confiesa Rourke, en pleno acto de contrición.
HAY UN BRILLO HÚMEDO en sus ojos, que en cualquier otro momento de su vida se podría entender como fruto de una borrachera o de cualquier sustancia ilegal. Tras 13 años de psicoanálisis, esas lágrimas a punto de brotar son sentimientos a flor de piel. Como le describe Aronofsky, Rourke "es un duro con un corazón de gelatina". El actor suelta una carcajada socarrona. "También hay muchos rincones oscuros y dolorosos, cariño", responde golpeando su pecho. Su hablar es pausado. Está de regreso esa voz que, sin ser el murmullo incomprensible de Brando, tiene un tono muy personal, entre ligón y torturado, una mezcla que en su día le convirtió en estrella. Ahora suena más cascado -demasiados Marlboros en su día a día, con toda su nicotina, un vicio que no abandona- y con un cierto tono cazallero. Su rostro no puede ocultar el paso del tiempo: "¿Quién tiene la misma cara que hace diez años?", dice. Y deja patente algunos de los momentos más estrambóticos de la vida de este actor, como cuando lo abandonó todo para volver al boxeo.
DESPUÉS DE HABER VISTO las facciones desfiguradas con las que se dejó fotografiar en los noventa, e incluso a principios de este siglo, su rostro actual no está tan mal. Ajado, sí; algo desaseado, también; con mechas en una melena un tanto grasienta y camisa a rayas desabrochada. Kim Basinger le describió como "un cenicero humano". Pero aún conserva algún rastro de aquella sonrisa que Pauline Kael, la más legendaria de las críticas en EE UU, describió en Diner como "dulce y pura, una sonrisa que parece dirigir a ti y a nadie más". Aquello fue en 1982.
Ahora junto a él, como siempre, está uno de sus seis perros, Loki. Pero incluso esa obsesión perruna que tantas peleas le ha costado parece algo más controlada. Aunque la presencia de este can en el hotel Beverly Hilton de Los Ángeles no es lo más habitual, el actor tampoco intenta imponer a su fiel compañero. Simplemente le acompaña lo mismo que su representante, David Unger, todo oídos a lo que se le pregunta y a lo que Rourke responde. "Todavía me da vergüenza hablar de ello, pero tuve que ver a un psicoanalista. Sigo yendo, y trabajamos duro para analizar lo que provocó el cortocircuito que tengo en mi cerebro, lo que oculté durante tantos años detrás de mis locuras y de mis machadas, comportamientos que me eran más fáciles de interpretar que la vergüenza que sentía. Sigo luchando por cambiar, pero lo que sé con certeza es que no quiero volver a ese lugar donde pasé tantos años de mi vida. Perdí a mi esposa, mi casa, mi carrera... Es complicado y sigo aprendiendo, pero sé que ésta es mi última oportunidad". Rourke está de regreso. Es un hecho que ha llegado hasta las puertas del Oscar y que ha logrado el premio de la Mostra Internacional de Venecia para El luchador. ¿Pero de dónde vuelve?
Para Steve Buscemi, como para muchos otros amantes del cine, la historia de Rourke comienza con Fuego en el cuerpo (1981). Su breve aparición en la película como saboteador sin escrúpulos es tan recordada como el sudor que le echaron Kathleen Turner y William Hurt a aquella cinta. "Recuerdo que pensé: '¿Quién es este tipo?", afirma Buscemi, actor y director. Francis Ford Coppola le convirtió en el chico de la moto en La ley de la calle (1983) por ese estilo único que combinaba "un aire de misterio y un atractivo extraño".
Los franceses le recuerdan especialmente por Manhattan Sur y Nueve semanas y media, que permaneció dos años en la cartelera de los Campos Elíseos. El público francés elevó al actor a la categoría de máximo representante de la cultura americana. Y la audiencia internacional guardó para siempre en la memoria su mano a mano con Robert De Niro en El corazón del ángel (1987). Rourke nunca estuvo mejor, a excepción, quizá, de su vuelta en El luchador. "Me han preguntado muchas veces cuál es mi trabajo favorito. Y podía decir con honestidad que todavía lo estaba esperando. Ahora puedo decir que El luchador es sin duda lo mejor de mi carrera, la película más dura y de la que estoy más orgulloso". La afirmación va más allá de las exigencias de promoción.
SI HAY ALGO QUE a Rourke se le ha dado rematadamente mal son las respuestas de compromiso, jugar dentro de las reglas, cualquiera que fueran esas reglas. Nacido en Schenectady, una de las ciudades más grandes de Nueva York, se crió en Liberty City, el gueto negro de Miami donde Philip André Rourke Jr. no se perdía una pelea. "Tenías que ser rápido y saber luchar", dice siempre de su infancia. Apenas conoció a su padre, un culturista amateur que se divorció de su madre cuando era un niño y murió alcoholizado años más tarde. De su padrastro durante muchos años ha preferido no hablar, lo mismo que de sus hermanastros. Al único que cita como familia es a Joey Rourke, el más joven de todos ellos y que murió a su lado tras una larga batalla con el cáncer. En este ambiente, el boxeo fue su primera pasión. Su falta de disciplina le alejó del deporte mientras una semilla germinaba con más fuerza en su interior: la curiosidad por el arte dramático.
"Fui muy afortunado en mis comienzos. Conocí a una profesora en el Actor's Studio, Sandra Seacast. Hablo de los últimos años de [Lee] Strasberg y [Elia] Kazan. Fue discípula de todos ellos y me enseñó a hacer real cada momento. Un estilo que no es para todos. Fueron los mejores años de mi vida, también los más duros, cuatro años en los que me aislaba día y noche para capturar la esencia. Ensayo y error hasta encontrar lo que buscaba", rememora Rourke. Sigue existiendo un tono competitivo en su voz. No era sólo actuar, hacer arte. Se trataba de ser el mejor.
Eran los años de Al Pacino, de De Niro, de Chris Walken, de Harvey Keitel. Y Rourke nunca quiso ser un segundón. "Quieres ser tan bueno como el material o como el director". Los demonios afloran en sus palabras. Fue el mejor y llegó muy rápido. Sus grandes trabajos, por pequeños que fueran los papeles, se sucedieron uno tras otro durante la década de los ochenta de la mano de aquellos que tiene en el pedestal: Francis Ford Coppola y Michael Cimino a la cabeza. Pero con ellos llegaron sus demonios.
La falta de disciplina que le acompañó desde su infancia contagió su trabajo como actor. "Mickey nunca necesitó aprenderse sus diálogos", aseguró otro rebelde como Eric Roberts después de trabajar a su lado en Sed de poder (1984). No todos compartieron esta opinión, y Alan Parker, tras dirigirle en El corazón del ángel, describió la experiencia como "una pesadilla". "Es alguien peligroso porque nunca sabes lo que va a hacer", recalcó. Ésos son también los años en los que se metió en una refriega verbal con Mel Gibson, cuando dijo que actuar "no es un trabajo de hombres", a lo que el australiano contestó que Rourke se creía "un tipo duro con camiseta negra".
TAMBIÉN FUE POR ENTONCES cuando donó parte de su sueldo al IRA y se tatuó su apoyo a la banda terrorista. Peor que sus fanfarronadas fue su falta de criterio artístico. Tan larga como su lista de éxitos o de fracasos, esta última llena de títulos que fueron directos a vídeo, es la de los proyectos a los que dijo no. Platoon, Rain Man, Los intocables, 48 horas, Superdetective en Hollywood, El silencio de los corderos, Highlander o, más recientemente, Pulp Fiction, donde Quentin Tarantino le ofreció el papel del boxeador que acabó interpretando Bruce Willis.
Rourke se apartó de todo lo que sonaba a comercial, de los trabajos basados, en su opinión, más en su físico que en su talento artístico. Y fue también ése el momento, a los 34 años, en que lo lógico hubiera sido cosechar los éxitos de taquilla, las candidaturas y los grandes contratos, cuando decidió darle la espalda a Hollywood. Retomó su carrera de boxeador entre 1991 y 1995. Fue el adiós a Rourke y la llegada de Marielito, su nombre como púgil.
"El boxeo es un 90% preparación y saber colocarte", dice. "No estás luchando contra la fuerza de tu contrincante. Tienes que saber atacarle, pelear con la cabeza. Y en mi caso la vuelta al boxeo me hizo mejor actor, porque una de mis mayores debilidades siempre fue mi falta de concentración. El boxeo me enseñó eso". Y añade eso de "yo me pasé porque estuve hasta los 40, y aquí hay que saber retirarse a tiempo".
Su retirada vino forzada por el sentido común y los médicos que le rodeaban, cuando fallaron las pruebas neurológicas antes de una pelea: "Un día, el médico me preguntó cuánto iba a ganar en Atlanta. 'Mickey, un golpe más en la cabeza y no podrás contar ni el dinero', me dijo". A esas alturas ya había perdido la memoria inmediata, llevaba cinco operaciones en la nariz, había sufrido dos o tres contusiones y tenía rotas las manos y el hueso de la mejilla. Las manos siguen destrozadas, pero confiesa que se las apaña para cerrar el tubo de la pasta de dientes. "Tengo el equilibrio suficiente como para subir las escaleras. Bajarlas es otra cosa", añade socarrón.
Más irremediable fue el efecto de su carrera pugilística en su futuro como actor. Del mano a mano con De Niro al ménage à trois con Jean-Claude Van Damme y Dennis Rodman en Double Team (1997). Malas películas unidas a todavía peores broncas en los rodajes por imponer la presencia de sus perros incluso en sus personajes (Luck of the Draw, 2000) o por peleas a puñetazos con supuestos camellos listos para proporcionar drogas al amor de su vida, su segunda esposa: la modelo Carré Otis, a quien conoció en Orquídea salvaje (1989).
Las malas compañías ayudaron a su descenso imparable a lo más bajo. Rourke se jactó de sus contactos con el mafioso John Gotti. Asistió a su juicio en 1992, fue uña y carne con Tupac Shakur, después de trabajar a su lado en Bullet (1996), y del cabecilla de los moteros Hell's Angels, Sonny Barger. "Los noventa fue una década terrible para mí". Rourke echa la vista atrás con otra calada. "Pero gracias a eso estoy aquí hoy. Tuve que llegar a lo más bajo para darme cuenta de que necesitaba buscar ayuda, algo que todavía me avergüenza reconocer".
LA VENTA DE SU COLECCIÓN de motos le dio para ir tirando, tras arruinarse con la compra de una mansión muy por encima de sus posibilidades. Pero su separación de Otis, tras una denuncia por malos tratos que la modelo luego retiró, no hizo más que aumentar su fama de chico malo. Llegó un momento en que su única forma de supervivencia fueron los 200 dólares que le prestaban los amigos para seguir tirando en un cuchitril de Hollywood. Por eso se desvivió durante la gala de los Globos de Oro en agradecimientos a aquellos que apostaron por él. Su agente, "por tener las pelotas", o su psicoanalista, por seguir tratándole cuando no tenía dinero para pagarle. Sus ojos se humedecen más que nunca al pensar en una escena de El luchador que tanto odia, quizá porque es demasiado cercana a su propia vida: The Ram trabaja en el departamento de charcutería atendiendo al público, un show que consigue llevar a su terreno hasta que alguien le reconoce y le dice eso de "¿no te he visto antes?". "Siente la mayor de las humillaciones, una sensación terrorífica", reconoce el actor.
Sólo ahora es capaz de articular las razones de su espiral al infierno. Los abusos, incluso físicos, que sufrió en su infancia están en la base, pero también esa falta de autoestima que le acompañó oculta tras la fachada de duro. "Nunca pude aceptar la fama; para entonces no quería alabanzas. Las necesitaba cuando era así de grande, y no ahora", señala, subrayando el tamaño de su chihuahua. "Eso fue lo que me llenó de rabia, que recibí toda esa atención cuando era un hombre, y nunca de niño".
Rourke está de regreso, sí, pero ¿hasta cuándo? El luchador no es su primer comeback. El semanario Entertainment Weekly hablaba en 1994 de un Mickey Rourke que "golpea de nuevo". En el diario Los Ángeles Times, un titular gritaba en letras de molde: "El nuevo Mickey". Era 1997. The Observer proclamaba en 2003 a un Rourke "trazando su camino de regreso a Hollywood". Coppola le dio otra oportunidad en Legítima defensa (1997). Penn hizo lo mismo cuando le dirigió en El juramento (2001). Sin City (2005) fue uno de sus últimos espaldarazos, a las órdenes de Robert Rodríguez. Pero ninguno de estos regresos resultó una completa resurrección. Él asegura que ésta es la definitiva. "Amo pocas cosas en mi vida. Mi abuela, mi hermano, mis perros, mi ex esposa, el boxeo y, desde hace poco, he vuelto a amar la interpretación". Tiene un Oscar en ciernes, el estreno de The informers en la última edición del festival de cine independiente de Sundance y su más que posible participación en Iron Man 2. "Como en El luchador, yo reaccionaba sin pensar, no aceptaba ninguna responsabilidad. No quiero volver a ese lugar. Ni que me vean como un acabado, porque todavía respiro. Que me metan en la caja cuando esté muerto, pero no mientras me quede aliento".
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