República consumista china
Mi Tingjun se inclina sobre la bandeja, agarra con las dos manos el trozo de pollo rebozado y en unos minutos da cuenta de la porción de ave, el puré de patatas, una hamburguesa y un café. Todo por 38 yuanes (4,2 euros). El olor a fritanga inunda el local de comida rápida KFC (Kentucky Fried Chicken), cuyas paredes están decoradas con grandes fotos de caras sonrientes y jóvenes abrazados. Varios carteles lanzan mensajes en inglés a los clientes que a las tres de la tarde se afanan sobre las mesas: "amigable, relajado, fresco, de sabor único".
Mi Tingjun menea la mandíbula ornamentada por un bigotillo ralo. El cuerpo, rendido al exceso de comida. El pelo, lacio. "Vengo aquí muy a menudo porque trabajo en este edificio. Es rápido y práctico, y por este dinero no es posible almorzar comida china", asegura este joven de 28 años, vestido con una sudadera negra y un vaquero agujereado de tonos cobrizos. Sobre la mesa descansa un teléfono Nokia de última generación. "A los jóvenes chinos nos gustan los productos extranjeros", dice, y añade que tiene un coche japonés, Nissan.
A finales de 2009, 670.000 familias tenían más de un millón de dólares, un 60% más que el año anterior
"Ningún sitio como Ikea para palpar el cambio. El centro construido en Pekín es un termitero cada sábado"
La sociedad china es hoy de las más desiguales. Conviven los Ferrari y los carromatos tirados por mulas
Mi, que trabaja en el sector publicitario, es un claro ejemplo de la nueva clase media china y su pasión consumista, especialmente por todo lo que venga de fuera, ya sea electrónica Sony, ropa de Zara o pollo KFC. "La calidad de los productos extranjeros es mejor", afirma. "Además, en el caso de los coches, los fabricantes chinos siempre copian los diseños extranjeros. Sería una vergüenza conducir una imitación de un BMW". Dice que gana unos 20.000 yuanes (2.200 euros) al mes. "A veces, mucho más; depende de las campañas".
La agencia en la que trabaja se encuentra unos pisos más arriba en este complejo de viviendas y oficinas llamado SOHO New Town. El conjunto de torres multicolores, situado en el lado este del CBD -el distrito financiero y de negocios de Pekín-, fue el primero en aplicar en China, cuando fue inaugurado en 1998, la idea de combinar pequeños negocios y viviendas; un concepto importado por sus promotores, que fue instantáneamente un éxito. SOHO es el acrónimo de las palabras inglesas small office, home office (pequeña oficina, vivienda oficina).
En los bajos del grupo de rascacielos se suceden los paneles publicitarios con leyendas en inglés y los comercios llegados de otros países: un restaurante de la cadena japonesa Yoshinoya, una tienda 7 Eleven, una heladería italiana. Son una constante en todas las grandes ciudades chinas, donde las ansias compradoras de las nuevas clases adineradas han dado alas a muchas marcas extranjeras, cuyos mercados nacionales, ya maduros, renquean especialmente en estos tiempos de crisis.
Se estima que la clase media china está integrada por unos 200 millones de personas, una cifra que aumenta sin cesar al calor de una economía que ha crecido a una media del 10% durante las dos últimas décadas y ya es la segunda del mundo tras superar el año pasado a Japón. Para 2025 se prevé que llegue a 800 millones. Un informe del banco de negocios Credit Suisse del pasado enero vaticina que para 2020 el mercado de consumo chino alcanzará 16 billones de dólares y se convertirá en el mayor del planeta.
En el segmento del lujo las cosas van aún más rápido. El país asiático desplazó en 2010 a Estados Unidos como segundo comprador mundial de exclusividad, solo por detrás de Japón. Se estima que en cuatro o cinco años será el primer mercado de artículos Louis Vuitton, Chanel, Hermes, Cartier, Patek Philippe o Gucci, cuyos locales y puntos de venta se han multiplicado por el país en los últimos años. Según el grupo Boston Consulting, a finales de 2009 había en China 670.000 familias con una riqueza superior a un millón de dólares, un 60% más que un año antes. Para otras marcas más mundanas como Volkswagen (automóvil), Dell (ordenadores) o Colgate (dentífrico), el cliente chino es desde hace tiempo un paraíso.
"La gente tiene cada vez más confianza y medios para comprar, porque dispone de más dinero, se han producido mejoras en la red de seguridad social y hay un avance continuo de los servicios de crédito. China se está transformando en una sociedad con una cultura visible del consumo, de la misma forma que ocurrió en Occidente en la década de 1960", explica Sun Feng, profesora en la Escuela de Sociología de la Universidad Qinghua, en Pekín, una de las más prestigiosas del país.
Ningún sitio como Ikea para palpar el cambio que ha experimentado la sociedad china. A primera hora de la tarde del sábado, el mastodóntico centro construido por la cadena sueca a las afueras de la capital es un termitero. Miles de parejas, grupos de amigos y familias con hijos y abuelos deambulan por sus laberínticos pasillos. Muchos han llegado en sus flamantes coches recién estrenados. Unos acuden a comprar, aunque sea un pequeño jarrón de cálido diseño nórdico. Otros, simplemente, a pasear, atravesar sus apartamentos modelo y disfrutar de un viaje virtual a Occidente.
Sentados en un sofá, dos jóvenes cogidos de la mano sueñan con el futuro en silencio. "Hemos venido a ver. Nos queremos casar este año y estamos pensando cómo decorar el piso", explica Zhang Hua, empleado en el sector inmobiliario. Un piso que aún no tienen, pero que Zhang piensa comprar antes de la boda y aportar al matrimonio como dictan los cánones en China. "Me gusta el estilo de los muebles de Ikea y el ambiente. Puedes mirar, probar y nadie te presiona. Venir aquí es como viajar", dice, mientras su novia teclea sin cesar en su móvil.
Unos metros más allá, Yu Haiyan, de 35 años, acaricia unas cortinas. "Quiero comprar algunos complementos y, de paso, buscar ideas", afirma esta decoradora. Al lado, un hombre de unos 60 años se echa una siesta desde hace más de 15 minutos en un amplio sofá.
"¿Crees que podría utilizar esta sartén para hervir unos fideos instantáneos?", pregunta un joven, hipnotizado por el diseño, a su acompañante en la sección de cocinas, quizá consciente de que el utensilio, que cuesta 149 yuanes (16,6 euros), no es el más adecuado para hervir pasta.
La curiosidad por los productos occidentales -que muchos chinos creen que elevan su estatus social- se extiende también a la comida. El restaurante del centro comercial sueco está abarrotado. El menú ofrece principalmente comida extranjera: albóndigas por 20,5 yuanes (2,3 euros), salmón marinado (1,9 euros) y pechuga de pollo rebozada (2,2 euros).
La gastronomía foránea tiene gran éxito. En el complejo comercial al aire libre más chic de Pekín, Sanlitun Village -un conglomerado de edificios coloristas de cristal y acero-, se suceden los restaurantes y cafés estadounidenses, italianos, españoles, japoneses, indios... Por ejemplo, Element Fresh, un local decorado con madera clara, especializado en platos de fusión asiática y occidental, con "ensaladas de firma", sándwiches o quesadillas. En cada mesa, un cartoncillo ofrece el vino del mes -un caldo del Languedoc (sur de Francia)- a 48 yuanes (5,3 euros) el vaso, que promete "una delicada fragancia de lirios y albaricoque", " fabuloso para acompañar el filete de atún con verduras de invierno". El local está lleno.
Mucha gente recuerda en China los tiempos en que para, comprar una bicicleta, tela o carne en el mercado, hacían falta cupones de racionamiento. Hoy, la abundancia de productos y el fervor consumista es evidente en los supermercados, con estanterías que han sufrido una indigestión de bollería industrial y golosinas; pero, sobre todo, es visible en los centros comerciales, donde cada fin de semana los jóvenes se lanzan a su deporte favorito: ir de compras.
Chen Yao, de 21 años, ha salido de tiendas con una amiga por Sanlitun Village. Parece sacada de una revista de moda: ropa multicolor, gorro de lana, gafas modernas, y, en el brazo izquierdo, una bolsa de la tienda de moda española Mango. "Siempre tengo una idea clara de lo que quiero, y normalmente solo lo encuentro en marcas extranjeras. Son frescas, nuevas", dice en un excelente inglés esta estudiante de Finanzas en la Universidad de Melbourne (Australia). "La gente quiere conocer cómo son las cosas de otros países. Actualmente existe cierto rechazo a las tradiciones chinas. Pero es una etapa. En el futuro, habrá una vuelta hacia lo chino", añade.
Un vistazo a los rótulos de los comercios presentes en Sanlitun Village da idea de hasta qué punto el consumo de la clase media se ha convertido en una herramienta de crecimiento para las compañías extranjeras: Benetton, Starbucks, Lacoste, Calvin Klein, Swatch, Vero Moda, The North Face, Puma, Casio, Esprit, Columbia, Levi's, Rolex, Nike, Diesel, Balenciaga, Balmain y un largo etcétera. Todas ellas están situadas alrededor del negocio estrella del complejo: la tienda de cristal y color aluminio de dos plantas de Apple, en la que cientos de jóvenes, vestidos a la última moda, prueban con pasión teléfonos iPhone, ordenadores MacBook Air o la tableta iPad. En el exterior, un enorme logotipo de la manzana de la marca estadounidense arroja su luz blanca sobre los paseantes como si de un ojo divino se tratara.
Cui Ni, de 20 años, vendedora de L'Oréal en el cercano centro comercial Pacific Century, describe lo que está ocurriendo: "Los clientes vienen a comprar porque es un producto extranjero. Luego, vuelven porque les gusta la calidad. Pero cada vez más gente compra porque lo que quiere es la marca". En la pared, una foto de la actriz Gong Li, imagen de la compañía de cosmética francesa, sonríe a los clientes.
Sun Feng, la socióloga de la Universidad Qinghua, explica el auge de los artículos llegados de fuera y de lujo. "Las empresas extranjeras conocen la mercadotecnia, saben cómo utilizar valores como el éxito, la felicidad, el gusto o simplemente el hecho de estar a la moda. En China, existe una apreciación por todo lo que es extranjero y un anhelo desde hace mucho tiempo de vivir algunos aspectos del estilo de vida occidental".
Este interés ha mordido con fuerza en el sector inmobiliario, cuyos promotores recurren con frecuencia a la inspiración extranjera en el diseño y, sobre todo, en los nombres y las campañas publicitarias. "Majestic Mansion. Corazón noble durante generaciones. Dé un bonito paseo aquí, exactamente igual que en los Campos Elíseos", dice el cartel de un complejo residencial en Wangjing, un barrio de Pekín cercano al aeropuerto, cuyos precios se han disparado en los últimos años. "Lincoln Park. 4.000 acres de parque ecológico para uso residencial. La vida en este lugar es comparable a la vida en Central Park, en Manhattan (Nueva York)", asegura un proyecto en el distrito Daxing, al sur de la ciudad. Otros exhiben nombres como Renaissance, King's Garden Villa o Number 8 Royal Park; una fusión, este último, del número de la fortuna en China con un término aristocrático.
Wang, una abogada de 45 años que solo da su apellido, compró un apartamento de 190 metros cuadrados hace dos años en uno de estos complejos residenciales de nombre grandilocuente, Upper East, un proyecto compuesto por cuatro grupos de torres en el este de la ciudad, identificados con Australia, España, Estados Unidos y Dinamarca, aunque su diseño no recuerde en nada a estos países. "Muchos chinos se sienten atraídos por el estilo de vida occidental. Son casas más cómodas, y los extranjeros son más tranquilos".
"El gran tamaño de la población china obligó a las familias a vivir en casas muy pequeñas durante los años de economía planificada", señala Sun Feng. "Una vez que comenzaron las reformas económicas, los valores occidentales llegaron a China y la gente comprendió el concepto de vivir en mansiones. Esto explica en parte por qué, cuando una persona en China tiene dinero, elige vivir en una casa grande. Además, la asociación de los proyectos residenciales con términos extranjeros como Vancouver Forest o Venice Channels ha demostrado ser una potente herramienta comercial. Estos nombres evocan imágenes de elegancia, tranquilidad y delicadeza".
Mi Tingjun -el publicista- coincide en parte: "Desde la creación de la nueva China (en 1949, por Mao Zedong), no tenemos cultura. Hemos olvidado nuestro pasado. Así que los promotores inmobiliarios prefieren apostar por lo que tiene éxito".
Algo similar ocurre en el sector de la educación, donde se ha producido un boom de escuelas internacionales. SOHO New Town tiene una guardería llamada Oxford y Upper East cuenta con un colegio con excelentes instalaciones, Beanstalk International Bilingual School. "El nombre es muy importante. Lo internacional está de moda. Si dices que un colegio es internacional, tienes asegurado que más padres quieran enviar a sus hijos. Es una tendencia, sobre todo en las grandes ciudades como Pekín y Shanghái", explica Cathy, una joven de 26 años que trabaja en el sector y utiliza su nombre inglés.
Las torres blancas, los jardines interiores rodeados de hormigón y los terraplenes cubiertos de césped artificial imprimen un carácter frío e irreal a Upper East. La sensación crece cuando se camina por la calle que bordea el complejo residencial, a lo largo de un muro de ladrillo de varios cientos de metros cubierto con fotos del proyecto y frases publicitarias: "Somos una familia", "Disfrute completamente de la prosperidad en un lugar próspero", "Pureza y belleza, gusto supremo", "Una vida diferente, la tolerancia es lo que más cuenta", "Casas amplias y exquisitas, con corazón, que no conocen fronteras".
Pero la prosperidad y las casas exquisitas solo están en un lado. Detrás del muro y sus frases, late la miseria: un conjunto de chabolas rodeadas de basura; unas letrinas sin techo, en las que hurga una rata; un negocio de reciclaje de botellas de plástico en un patio polvoriento, por el que deambulan las gallinas bajo un cordel en el que se seca carne de cerdo al sol.
Es la paradoja de la sociedad china hoy, una de las más desiguales del mundo, en la que conviven, a veces solo separadas por una calle, riqueza y pobreza; en la que por las mismas calzadas de sus ciudades ruedan millonarios en Ferrari junto a chamarileros en triciclo y vendedores de sandías en carromatos tirados por mulas.
La brecha es especialmente profunda entre las zonas urbanas y las rurales, donde viven dos tercios de la población. La renta per cápita mensual en las primeras -1.752 yuanes (195 euros)- más que triplica la de las segundas -493 yuanes (55 euros)-. De ahí que, aunque las ciudades vivan una euforia consumista, China en su conjunto está aún muy lejos de ser una sociedad de consumo madura, el objetivo que persigue el Gobierno, que ha tomado medidas para incentivar la demanda interna y bascular de un modelo económico excesivamente basado en la inversión y la exportación a otro más sustentado en el consumo.
El cambio necesitará tiempo. Por un lado, para elevar el nivel de ingresos de la población y desarrollar una red de seguridad social, que permita a las familias no tener que ahorrar tanto para hacer frente a los gastos sanitarios -los hospitales son de pago, ya sean públicos o privados- y de educación de los hijos. Por otro, porque muchos en China no comparten la actitud consumista de jóvenes como Mi Tingjun (el publicista), Zhang Hua y su novia o Chen Yao (la estudiante en Australia).
La generación de sus padres atravesó las hambrunas y el caos del Gran Salto Adelante (1958-1961) y la Revolución Cultural (1966-1976), décadas en las que murieron millones de personas, la gente se vio obligada a comer cortezas de árbol para sobrevivir y se dieron incluso casos de canibalismo. Estas experiencias les marcaron profundamente y han desarrollado un espíritu de austeridad extrema. Hasta el punto que algunas personas mayores se duchan encima de un barreño y utilizan el agua que recogen para fregar el suelo de la vivienda o como sustituto de la cisterna en el retrete. No lo hacen por conciencia ambiental, sino por ahorrar unos céntimos.
Lo ocurrido no hace mucho tiempo a una joven empresaria del este de China cuando su madre vino a visitarla a Pekín refleja claramente esta brecha generacional. "Mi madre estaba haciendo una sopa y yo entré en la cocina para calentar una bolsa de leche de soja al baño María", cuenta. "Eché agua en una cacerola y encendí otro fuego, pero, cuando iba a meter la bolsa, mi madre la cogió, la introdujo en la sopa hirviendo y me dijo: 'Así ahorras".
Esta generación poco inclinada a gastar representa aún una parte importante de la población. Pero los jóvenes vienen empujando. No han conocido las penurias de sus progenitores, y pocos padres les han hablado de ellas. China está inmersa en un acelerado proceso de transición de una economía de la producción a una economía del consumo. Mi Tingjun lo resume de forma muy directa, gráfica y sencilla, en solo cinco palabras: "La gente quiere gastar dinero".
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