Recuerden que no somos máquinas
Una de las pruebas de la hipocresía de nuestras sociedades, que aseguran preocuparse de manera preeminente por la salud de los ciudadanos hasta el punto de castigarlos si no se atienen a las reglas dictadas desde los Ministerios de Sanidad, es el monstruoso ritmo de trabajo a que someten a esos mismos ciudadanos. A los que tienen trabajo, se sobreentiende; y, como éstos son cada vez menos y son por tanto menos los que cotizan, y sobre ellos recae todo el inmenso gasto del Estado, y así dependen de su sudor los subsidios de paro y las pensiones, las diversas ayudas a los desfavorecidos, la construcción y el mantenimiento de hospitales y escuelas, las cuentas de la Seguridad Social y cuanto quieran añadir, nos encontramos con la siguiente situación: hay una ingente masa de individuos (niños, ancianos, prejubilados, parados) que, a menudo en contra de su voluntad, llevan una vida ociosa pero no por ello menos angustiosa; y una siempre menguante porción de individuos que se desloman a diario y contra cuya salud se atenta sistemáticamente. La gente que trabaja trabaja cada vez más horas. Los horarios vuelven a parecerse a los del siglo XIX, ríanse de la teoría: lo de las ocho diarias se ha quedado en algo nominal, y no son raras las jornadas de doce y aun catorce, tanto para los asalariados como para quienes ejercen profesiones liberales. Numerosos empresarios -digo "numerosos", no "todos": absténganse de protestar los que no incurran en estas prácticas- han aprovechado la crisis para prescindir de parte de su personal y esclavizar, o casi, a la parte que conservan, que ha de multiplicarse para cubrir la tarea de sus compañeros despedidos, por el mismo o menor sueldo y sin osar rechistar siquiera.
"Llama la atención la explotación a que se somete a los 'privilegiados', por ejemplo los deportistas
Lo que más llama la atención, sin embargo, es la explotación a que se somete incluso a los "privilegiados", si entendemos por tales no a las personas que han gozado de privilegios desde su nacimiento, sino a quienes han tenido suerte o han recibido un don o un talento, por ejemplo los deportistas. Hace unas semanas no salía de mi asombro cuando vi que, una vez concluida la larga temporada futbolística, que ya venía precedida por la disputa del Mundial el pasado verano -con la merma de vacaciones y el enorme desgaste que una competición así supone-, los internacionales españoles no se iban a descansar un poco, sino que la Federación les había montado dos partidos amistosos ... en los Estados Unidos y en Venezuela, que caen bien a mano. Los internacionales argentinos, brasileños y demás, a su vez, debían desplazarse a su continente para jugar la Copa América. Imagino que es cuestión de tiempo que todos revienten, que se resientan sus respectivas saludes y que se acorte drásticamente la duración de sus vidas deportivas. En cuanto a los tenistas, año tras año me quedo perplejo al ver cómo coronan un torneo en Melbourne un domingo y empiezan otro el inmediato lunes en Miami o Estocolmo. No se sabe ni cuándo han tenido tiempo para desplazarse, y así, sin parar, durante toda la temporada. Luego las mismas Federaciones y organismos que obligan a estos deportistas a esfuerzos tan ininterrumpidos, y los aficionados que exigen contemplarlos en acción sin pausa, ponen el grito en el cielo cada vez que se descubre que alguno se ha dopado, y lo escarnecen de manera violenta y despiadada. Lo que no concibo es que los haya que no se dopen. No tanto para obtener resultados cuanto para aguantar el ritmo demencial y frenético que se les impone. Los jugadores de la NBA, en los Estados Unidos, no sólo disputan encuentros cada dos días, sino que se pasan la existencia metidos en aviones que los trasladan de sur a norte y de costa a costa. En realidad no entiendo que no consuma sustancias todo el mundo, del ciclista al taxista y del cantante al albañil, para aguantar. Ni cómo las drogas están perseguidas por los mismos que las convierten en casi imprescindibles.
Parece como si se hubiera asentado la idea bárbara y retrógrada de que a los seres humanos hay que extraerles todo el jugo -sobre todo a los que dan dinero- a toda velocidad y hasta la última gota, sin que importe nada que se rompan más pronto que tarde. Como si fueran máquinas, en cuanto se quiebren o mueran se los sustituirá por otros que aguardan su turno con impaciencia, para gozar de su breve periodo de cara gloria -los deportistas y artistas- o de simple empleo remunerado -el resto de la población anónima-. Se los consumirá a toda prisa y que pasen los siguientes. Este es el panorama laboral actual, para los privilegiados como para los que no lo son. Algunos nos negamos a entrar en esa rueda infernal, aunque lo paguemos. Al publicar una nueva novela hace dos meses y pico, he leído esta expresión numerosas veces: "Tras más de tres años de sequía ..." No sé cuánto creen los periodistas que se tarda en concebir y escribir una novela, sobre todo si la anterior le ha llevado a uno ocho o nueve años, tres volúmenes y un total de 1.600 páginas, de todo lo cual conviene recuperarse mínimamente. La expresión en cuestión ya lo dice todo: si alguien no produce continuamente, padece "sequía". Prueba de ello es que también se me ha preguntado, como lo más natural del mundo, si estaba ya escribiendo algo nuevo ... mientras no paraba de viajar y promocionar la obra recién salida. Sí, nos dediquemos a lo que nos dediquemos, todos nos sentimos como esos pobres ciclistas a los que, nada más acabar exhaustos la última etapa del Giro de Italia, se les acerca un reportero insaciable y les dice: "Bueno, y ahora, a por el Tour de Francia". Sí, se ha olvidado algo fundamental: que no somos máquinas.
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