Corre, corazón
Sin más dilación es urgente comenzar una historia con una muchacha que entra en una ferretería para comprar una regadera grande. Pero no se puede empezar así, porque este principio se lo he robado a Robert Walser y sería acusado de plagio por algún inmisericorde aunque muy ilustrado bloguero que sin duda se agazapa con el cuchillo entre los dientes en el rincón más oscuro de la red. Vale que el cuento de Walser trataba de un mono que entra en un bar para matar el tiempo, pero aun así en estos días hay que andarse con ojo, porque le delación se ha convertido en un deporte más popular que el fútbol.
Empecemos, pues, de otra manera.
La joven F había acumulado tantas flores en sus cuatro balconcitos que la pequeña regadera que tenía en casa, la que había comprado antes de interesarse por las flores, ya no servía. No es que no sirviera, no estaba agujereada ni nada de eso, es que era tan pequeña que obligaba a la pobre señorita F a ir y venir al baño (el grifo de la cocina estaba aún más lejos) unas veinte veces cada vez que regaba.
"¡Ya está bien! Con novio o sin él, me haré con una regadera más grande"
¿A qué tantas flores -le decía su buena madre cuando venía a visitarla-, es que no tienes novio?
La señorita F fingía no prestar atención y volvía al baño para rellenar su pequeña regadera, y así día tras día y año tras año, hasta que se dijo: ¡Ya está bien!
Desde que dijo eso hasta que se decidió a hacer algo al respecto pasaron dos meses, lo cual no es tan raro porque a veces las decisiones se dilatan y se maduran, o se distraen por una cosa o por la otra.
Pero una buena mañana, creo recordar que era jueves, cogió el monedero y bajó por fin a la ferretería.
"Con novio o sin él, me haré con una regadera más grande".
Y dicho y hecho. Después de sopesar varias opciones, se decantó por una regadera que así, a ojo de buen cubero, doblaba la capacidad de la anterior. Y tan campante, la pagó en efectivo, cerró el monedero y volvió a casa.
Por el camino se encontró con una vecina a la que se le acaba de morir el perro. "Lo siento mucho", dijo, y la vecina agradeció el gesto como se agradecen las cosas antes de saber si son o no sinceras.
Lo cierto es que lo decía de veras, porque el perro en cuestión era muy viejo y tosía mucho y eso le daba un no sé qué muy humano.
La vecina aduló lo mejor que pudo la dichosa regadera y se fue con su pena y con sus cosas, mientras la señorita F entraba en el portal y recuperaba su firmeza.
"Ahora se va enterar mi madre" -pensó mientras subía la escalera.
En su casa no había ascensor, pero eran sólo dos pisos y el ejercicio era de agradecer, ya que su trabajo de costurera la mantenía sentada casi todo el día.
Ni que decir tiene que se moría de ganas por probar su nueva regadera, pero como se había precipitado regando por la mañana todas sus flores, no tuvo más remedio que esperar al día siguiente. Tampoco era cuestión de ahogar a las pobrecitas. Tan malo es ignorar a las plantas como abusar de su cariño y anegarlas. No había más remedio que esperar.
Nos pasa a menudo a todos; uno tiene ganas locas de hacer algo y se da cuenta de pronto de que ya lo acaba de hacer.
El día se le hizo largo y la noche corta.
Como no podía ser de otra forma durmió intranquila (sucede siempre que uno hace planes para mañana), pero al despertar (y eso también sucede) sintió que el día en lugar de una promesa traía una certeza, y sin desayunar ni nada, descalza y en camisón, cogió su regadera nueva y se puso a la tarea. ¡Qué diferencia! En dos viajes había solucionado el asunto. Y el asa, perfecta, ergonómica; y el peso, ajustado a sus fuerzas, ni muy pesada ni muy liviana. Y su pulso, firme. Ni una gota se le cayó en la madera del salón. En fin, todo un éxito.
Una vez regadas las flores, se sentó tranquilamente a fumar un cigarrillo y pensó en su madre.
¡A ver qué dices ahora!
Después se preparó un té con limón y se dispuso a enamorarse.
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