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En ninguna dirección

Leo con disgusto que autoridades y expertos se cuestionan la peligrosidad del uso de navegadores por satélite: afirman que un 37% de los accidentes mortales de tráfico lo causan las distracciones en que incurren los usuarios por amor al GPS. La cuestión es reprimir. Dios quiera que no. Vale que nos quiten el tabaco y el vinillo, pero poca coña con nuestro navegador. Es la esencia de nuestra época. El Lazarillo, pero a otro nivel de picaresca.

Y eso que, cateta yo, la primera vez que vi un GPS, en el 2001 (odisea del espacio) casi me lo comí porque dicho navegador (o Sistema de Posicionamiento Global en un castellano de folleto que pone los quevedos como rabos), situado en el tablero de un automóvil de alquiler, atraía de tal forma la atención del conductor y del ocupante del asiento contiguo; de tal forma, insisto, se hallaban incursos en la amena conversa de celebrar virilmente las prestaciones del –por entonces– todavía extraño juguete, que ni uno ni otro se apercibieron de que, a pocos metros de nosotros, en la autopista, hallábase atravesado un camión recién derrapado. Si no llega a ser por el camionero (o Sistema Obsoleto de Navegación Humana) que nos hacía señales enarbolando el chaleco fluorescente (Sistema de Alarma Manual de Urgencia), no estaría aquí para contarlo. El coche y su adminículo, así como los cuatro ocupantes, dimos varias vueltas sobre nuestros propios ejes y salimos algo contusos: pero el navegador sobrevivió, siendo el que menos lo merecía. De ahí mi admiración hacia su parasitaria y cínica existencia. En el Pentágono debieron de aplaudirle como hacen en la NASA en las películas de astronautas. ¡GPS sale libre, de vuelta de Zaragoza, después de que casi los mata!

Creí yo que aquello era una moda que no iba a durar: ignoraba la desmesurada necesidad que siente el conductor medio de saber dónde se encuentra y adónde tiene que ir. Y, sobre todo, de que alguien le dé la razón. Con los años, quien más quien menos dispone de GPS en el coche, sin que la indudable utilidad del invento haya influido en lo más mínimo en la idiosincrasia de sus usuarios. Ni para bien ni para peor, como demuestra el hecho de que los taxistas a quienes ello complace pueden deleitarse con este modelo de tecnología sin tener que renunciar a su búsqueda diaria del paraíso perdido en la Cope.

Reconozcamos que a todos nos gusta llevar encima –aunque sea en el bolso, cual es el caso de los no conductores como yo– un artefacto desarrollado en su momento por el Departamento de Defensa de Estados Unidos y que gracias al trabajo fino de más de una veintena de satélites coordinados entre sí puede detallarnos cómo va el tráfico en el cruce de Balmes con Laforja, mientras se les comunica a todos los servicios secretos que corresponden dónde nos ubicamos nosotros, por un si acaso.

A mí el GPS me parece, en estos momentos, mucho más práctico que un peine; porque he llegado a un punto en que puedo desmecharme con los dedos, pero de ningún modo osaría arrojarme a las calles de mi ciudad sin un taxista que portara incorporado su Global Positioning System, su emisora preferida sintonizada, sus retratos de la señora y los niños y su llavero con la Cruz de Malta colgando del retrovisor (algunos se ponen la de Lorena: tiene más brazos, más tablas, más fe; como se enteren de que la usaba De Gaulle, ellos, que son más bien de Vichy, van a ponerse a parir piedras).

Es lo que yo llamo combinar la vida moderna sin perder los valores tradicionales. El nivel de mala leche cotidiana puede convivir perfectamente con –hasta puede ser incrementado por– el uso de los últimos adelantos del espionaje universal o del armamento global. El GPS, como su antecesor en tecnologías sin fronteras, el teléfono llamado móvil, es la prueba viviente de que la banalidad de los inventos se adecua como un guante a la banalidad del mal y del bien.

Y así, poco a poco, pero inexorablemente, vamos dejando de discurrir. Y se nos ayuda a transcurrir sin más. De aquí para allá y de allá para aquí. Que es de lo que se trata.

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