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Reportaje:

Serrat, entre ballenas

Son muchos y distintos los argumentos por los que gran cantidad de españoles escogen Argentina para pasar sus vacaciones. El favorable cambio de la moneda, el idioma común, la simpatía y hospitalidad de los porteños son algunas de las razones por las que muchos compatriotas viajan al Buenos Aires cosmopolita y tanguero, donde conviven el café Tortoni y Caminito con el Boulevar Alcorta y el Patio Bulrich, o buscan otros destinos turísticos como Bariloche, El Calafate, Iguazú o la Península de Valdés.

Personalmente, una de las cosas que más le agradezco a mi oficio titiritero es la posibilidad que me da de viajar. Cantar por el mundo me lleva a descubrir paisajes, gentes y culturas, me acerca a nuevas experiencias que paradójicamente me reafirman en la certeza de que todos los humanos, lo sepamos o no, nos guste o no, no sólo somos muy semejantes, sino también muy parecidos y sangramos, más o menos, por las mismas heridas y velamos sueños similares.

Llegué a Argentina por primera vez en 1968 y desde entonces muchas cosas nos han ocurrido juntos. Sueños y desilusiones. Luces y sombras. A lo largo de todos estos años he recorrido cantando buena parte del país, pero los tiempos de una gira no siempre son los idóneos para enterarse de cómo es el lugar que se está pisando. Uno se convierte en un experto en hoteles, aeropuertos, carreteras y restaurantes, apenas con el tiempo justo para reconocer a los amigos dejando siempre asuntos que serían primordiales para cualquier visitante, pendientes para otro viaje, "cuando vaya con más tiempo".

Ahora me busqué el tiempo. Aparqué los escenarios y me regalé con la parienta un viaje largamente ansiado y minuciosamente preparado por algunos lugares de Argentina de los que mucho había oído hablar y con los que me sentía en falta. Han sido unos pocos. Dejo aún mucho pendiente y de la misma manera que cuando un tipo me gusta quiero que mis amigos lo conozcan, pues es probable que se gusten entre ellos, así me gusta compartir lo que amo y quiero que los demás lo conozcan y puedan amarlo como yo. Por eso me he animado a escribir una pequeña parte de lo que ha sido esta experiencia.

Federico, el guía, que es, junto con Alfredo Lichter, el alma mater del Ecocentro de Puerto Madryn, nos esperaba en el aeropuerto de la ciudad de la Patagonia y se apresuró a advertirnos que si queríamos avistar ballenas debíamos salir directamente a Puerto Pirámides sin pasar por el hotel. "No hay otra forma. Hay que hacerlo hoy y salir ya. Para mañana anuncian mal tiempo. Va a cambiar el viento y probablemente cerrarán el puerto".

Teníamos dos días para visitar las ballenas y lo habíamos programado para la jornada siguiente, pero tal como estaban las cosas las opciones se reducían a ahora o ahora. Hasta Pirámides nos esperaban dos horas de camino, pero si nos apurábamos aún llegaríamos con luz, así que cargamos rápidamente los bártulos y nuestras humanidades en el vehículo y salimos.

Caía la tarde cuando llegamos a Puerto Pirámides, una pequeña aldea en las recogidas aguas del golfo Nuevo en la Península de Valdés y único lugar permitido para practicar avistajes de ballenas desde los botes.

Pinino, nuestro capitán, es un personaje muy conocido y apreciado en la zona. Tiene todo el aspecto de un marino de película. Barbudo, de piel curtida y ojos azules, que recuerda físicamente a Franco Nero y a Juanito Amorós, es también buzo profesional. Lleva 28 años paseando turistas por estas aguas. Él, como tantos de los que ahora habitan la Península de Valdés, es un inmigrante interior. Forma parte de las gentes que han ido llegando hasta aquí desde distintas partes de Argentina buscando una manera distinta de usar la vida.

Ellos, como en su día hicieron los primeros colonos blancos que anduvieron por estas tierras -inmigrantes galeses que en 1865 desembarcaron en el golfo Nuevo para instalarse a orillas del río Chubut-, también están construyendo con sus vivencias más o menos mínimas una historia colectiva y nueva en una Patagonia donde, se dice, hay que aprender a andar contra el viento, a hacerle frente y también a aprovechar su fuerza para llegar a destino.

Antes de embarcar nos embutimos sin rechistar en el salvavidas reglamentario, sobre el que nos pusimos un práctico chubasquero de vistosos colores, lo que, visto en conjunto, nos daba un cómico aspecto de gnomos en fiesta de fin de curso.

No hacía falta recorrer los 100 kilómetros de Puerto Madryn a Puerto Pirámides para ver ballenas. Sin ir más lejos, al día siguiente de nuestra llegada, desde la ventana de nuestro cuarto del hotel Territorio, pudimos disfrutar del espectáculo de una ballena brincando en el mar. A veces basta levantar la mirada desde la Rambla de Madryn, detenerse en el muelle o en cualquiera de los balnearios que jalonan el camino a Pirámides para descubrir el chorro de vapor que produce la ballena cuando resopla aire cálido y húmedo y éste se condensa al contacto del aire frío exterior.

De junio a septiembre, ellas están allí. En las aguas del golfo Nuevo. Se las ve por el día, y a veces en la calma de la noche la brisa nos acerca los sonidos de su respiración y el sonido de sus canciones que en otros tiempos aterrorizaron a los hombres de la mar.

Es fantástico saber que las ballenas están ahí, sentirlas tan cerca de la costa, tan cerca de uno. Pero nada es comparable con la emoción de navegar a su lado, de escuchar sus voces, de observarlas a un tiro de piedra dar un salto al cielo, salpicándote, golpeando la superficie del mar con sus aletas y sumergirse para emerger de nuevo por estribor. Participar de su magia, ser cómplices de sus juegos, es un regalo de la naturaleza que despierta una emoción que nos recorre de las tripas a los ojos.

El primer avistamiento fue un ballenato brincando por babor. Lo alcanzamos a toda velocidad. Pinino cortó motores y navegamos a su lado. La madre no tardó en aparecer y unirse por un rato a la curiosidad de su vástago, pero al poco rato, aburrida, se aparta y la cría en solitario nos persigue muy cerca de la barca. Golpeando su aleta caudal contra el agua, el ballenato llama a la madre y ésta acude. El ballenato se acerca demasiado y ella le empuja con dulzura hacia fuera con la cabeza.

Paramos el motor de la barca. Madre y cría se acercan espiándonos. Asomando apenas los ojos del agua como jugando con nosotros al escondite. Las callosidades que presentan en la cabeza son sus huellas de identidad. Por ellas sé reconocerlas e identificarlas. Un fotógrafo que nos acompaña tiene más de 400 ballenas identificadas. "Ésta es la Bonafide", afirma orgulloso. "La llamamos así, como la marca de café, por la raya blanca que tiene".

"¿Cambiamos de animal...?", grita el capitán y bromea diciendo: "¿Quién quiere manejar...?".

Avistamos otra pareja y vamos a su encuentro. Son otra madre con su cría. Cuando se acerca el verano sólo quedan en la bahía hembras paridas que aguardan que sus cachorros estén lo suficientemente fuertes para iniciar la travesía a las aguas antárticas. La ballena franca austral es la más abundante en la zona aunque no es raro que de vez en cuando aparezca alguna ballena jorobada o incluso algún cachalote.

Las ballenas llegan a las aguas de la Península de Valdés en junio. Algunas, preñadas del año anterior para parir allí, en aguas cálidas y calmas donde las crías tienen más probabilidades de sobrevivir. Otras, en cambio, lo hacen para copular.

A diferencia de otras especies en las que los machos han de pelear entre ellos para conseguir el favor de la hembra, aquí se produce una civilizada lucha espermática en la que todos los machos copulan con la hembra y se supone que será el macho más fuerte, el que mayor cantidad de espermatozoides produce, quien se llevará el premio de la paternidad. Es otra forma de selección natural, no violenta.

Permanecerán aquí, en estas aguas, amamantando a sus crías hasta que se anuncie el verano austral, y antes de fin de año la última ballena habrá abandonado las aguas de la península para viajar al Sur, a la confluencia antártica, donde el océano Atlántico y el Antártico se juntan cerca de las islas Georgia, buscando aguas donde su principal alimento, el krill, sea abundante. Durante los seis meses que las ballenas pasan en estas aguas, su ayuno es casi completo y pierden entre el 20% y el 30% de su peso.

Es admirable que un animal tan grande y poderoso -un adulto puede llegar a medir hasta 16 metros y pesar 50 toneladas- sea tan pacífico. Esta mansedumbre, este comportamiento amistoso con el hombre explica por qué, antes que otras especies, las ballenas estén al borde de la extinción. ¡Es tan fácil acercarse a ellas y clavarles un arpón...! Nadan cerca de la superficie para alimentarse, y cuando duermen, flotan, convirtiéndose en "francas", o sea, fáciles para los balleneros.

La ballena franca austral se encuentra hoy en situación de vulnerable, un estadio superior al de extinción, que es el que tiene su hermana del Norte, una especie de la que apenas quedan alrededor de 300 ejemplares y a los que la contaminación y el intenso tráfico marítimo en las aguas septentrionales americanas están abocando a una desaparición que hoy ya parece algo inevitable.

Al día siguiente, antes de visitar la pingüinera de Punta Norte, entramos en el Ecocentro de Puerto Madryn. Un espacio de encuentro y reflexión que promueve, a través de la educación, la ciencia y el arte, una actitud más armónica con el océano. Un proyecto privado y filantrópico fruto del esfuerzo de Alfredo Lichter.

En la puerta del Ecocentro, un poema de Borges recibe al visitante y le invita a descubrir los enigmas que el mar encierra. En sus salas, el viajero puede documentarse de la riqueza de estos mares y del peligro en que se encuentran. De la depredación salvaje que el hombre está llevando a cabo en estas costas patagónicas y de las soluciones que serían precisas para que el proceso no sea irreversible.

El Ecocentro aporta respuestas y también preguntas acerca de qué es o qué significa el mar. "La trama se compone de cosas evidentes y otras que no lo son tanto. No es necesario que el mar nos desvele todos sus secretos. Basta con compartir sus misterios? La destrucción del mar no puede ser su destino. Debemos cambiar. Transformar a los habitantes en ciudadanos", se lamenta el propio Lichter.

Tenemos cierta tendencia a relacionar los pingüinos con los hielos polares y tal vez por eso nos sorprende verlos cruzar la estepa patagónica entre guanacos y ñandúes, ir y venir del mar al nido y viceversa cruzando la aridez de Punta Tombo o Punta Norte, donde tiene sus nidos el pingüino de Magallanes.

El pingüino es un ave marina. Vienen del Sur del Brasil, por lo que no es raro que algunos de ellos, cuando llega la primavera austral, aparezcan, confundidos, en las playas de Mar del Plata o Montevideo para regocijo de los primeros bañistas.

Los machos son los primeros en llegar en septiembre para tomar posesión de sus nidos. Son animales muy territoriales y no tan monógamos como parecería. Las hembras eligen al macho en función del nido que éste le ofrezca, así que los machos pelearán duramente por conservar los nidales del año pasado o incluso tratarán de mejorar su status de vivienda, sabedores de lo que se juegan.

En el rigor de la estepa y cerca del mar, a caballo de dos ecosistemas, ponen sus huevos escondiendo los nidos bajo tierra entre matas espinosas y crían a sus polluelos tratando de ponerlos a salvo de los zorros y la gaviota cocinera, dos de sus más temibles predadores.

El macho y la hembra se alternan en empollarlos. Así, mientras el uno se ocupa del nido, el otro camina hasta el mar -a veces recorre dos kilómetros- para alimentarse.

El pingüino de Magallanes se ha habituado a que el hombre ronde sus nidales, pero cuando camine entre ellos tenga en cuenta un par de cosas, como no tocarlos nunca si quiere conservar la mano intacta. Son muy curiosos y se acercan a uno, llegando a picotearte el pie con su afilado pico, pero no hay que confiarse. Se mosquean con facilidad y si usted se pasa en la confianza, le arrean un viaje descomunal.

Otra recomendación a tener en cuenta es que si un pingüino viene hacia usted, no se interponga en su camino. El pingüino siempre tiene preferencia, así que apártese. Si no lo hace, el animal se detendrá, moverá la cabeza de un lado a otro preguntándose: "¿Qué hace éste en medio del camino si ayer cuando pasé por aquí no estaba? Debo de haberme equivocado". Y dará media vuelta regresando al punto donde inició su caminata, el mar o el nido, y empezará de nuevo el camino de sus recuerdos. Esto puede parecer muy gracioso, pero su pareja tendrá que hacer doble guardia en el nido a la espera de que llegue el distraído cónyuge y así poder viajar al mar para alimentarse y alimentar a sus plumones si los huevos hubiesen eclosionado.

A mediados de enero, los pichones son abandonados por sus padres. Mudan el plumón con el que nacen, y que no les permitiría soportar las bajísimas temperaturas del agua, por el traje de gala. Es entonces cuando los pingüinos adultos se alimentan en el mar durante dos semanas y regresan gordísimos a la costa para mudar sus plumas por unas nuevas.

En abril, bien preparados, viajarán a sus cuarteles de invierno en el sur del Brasil siguiendo las corrientes frías y los cardúmenes de peces y calamares que forman parte de su dieta. Allí permanecerán hasta la primavera austral, en que de nuevo regresarán a las pingüineras de la Península de Valdés.

Almorzamos un magnífico cordero patagónico a las brasas en el viejo galpón de una estancia vecina donde no hacía mucho tiempo las comparsas de esquiladores habían dado cuenta de más de 5.000 ovejas cuya lana, separada por calidades, aún aguardaba apilada en compactos fardos plastificados su destino final.

Un guanaco de apenas ocho días y una cría de ñandú pasado de rosca que atacaba todo lo que se movía nos amenizaron el almuerzo.

Teníamos la tarde por delante. Nos daba tiempo a llegar a los miradores de Punta Delgada y contemplar algunas colonias de elefantes marinos que a partir de septiembre comienzan a arribar a estas costas. Primero llegan los machos y más tarde las hembras, que después de 11 meses de gestación y entre los cinco o seis días posteriores a su desembarco paren una sola cría.

Allí estaban. Perezosos, agrupados en harenes a lo largo de 200 kilómetros de costa entre Punta Buenos Aires y Morro Nuevo. La población de elefantes marinos en la Península de Valdés es la más septentrional del hemisferio sur y también el único apostadero continental y la única colonia que se encuentra en crecimiento.

El sol se ponía por el Atlántico pintando un abanico de colores del rojo al amarillo que prolongaban la belleza del día. A medida que oscurecía, se apagaban las conversaciones y uno tras otro nos fuimos acurrucando en los asientos de la furgoneta. Un programa de radio local en el que diversos payadores locales competían milongueando alentaba la modorra. Las primeras luces de Madryn aguardaban a lo lejos.

Por la cabeza me daba vueltas una canción que dice: "El milagro de existir... / El instinto de buscar... / La fortuna de encontrar... / El gusto de conocer...".

Al día siguiente volvíamos a Buenos Aires.

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