Richard Rogers. El lord 'hippy' de la arquitectura
Frente al río Támesis se encuentran los almacenes que el arquitecto Richard Rogers (Florencia, 1933), reconvirtió hace décadas en su colorista despacho. Es temprano, de vez en cuando pasa alguien corriendo por el margen del río. El acceso es público. Eso hace que por el patio del despacho se cuele gente con pantalón corto que le da a la oficina un aire inesperado. Dentro del edificio, el esmerado mantenimiento de una tapicería naranja sin rozaduras revive el aire jovial y setentero del que Rogers ha hecho su sello. Más allá de las sillas verdes y la recepción amarilla están las corbatas y los trajes oscuros de los clientes. Rogers acaba de ganar el Premio Pritzker, pero el renacer del estudio del autor del Centro Pompidou, o del rascacielos Lloyds, en la City londinense, se cuece desde hace una década. Hoy, su despacho de 130 arquitectos levanta edificios en Nueva York, Japón, Corea, Burdeos, Amberes, Barcelona y Londres. Inaugura viviendas sociales sostenibles y construye pisos de lujo en la orilla sur del Támesis, la zona de Londres que, tras un ciclo de charlas en la BBC, consiguió resucitar. Esas charlas -recogidas en el libro Ciudades para un planeta pequeño- le encumbraron como el arquitecto de Tony Blair, le convirtieron en el artífice de la reconversión de Londres y le hicieron lord, lord Rogers of Riverside. Un lord en bicicleta, que llega puntual, pedaleando. Viste una camisa verde manzana con cuello Mao y zapatillas de piel naranja. Está delgado, bronceado con un tono natural -más el de paseo en bicicleta que el de horas en la obra (o minutos en la cabina)-. Su parsimonia contrasta con las urgencias de los encorbatados reunidos en las distintas salas, todas con tabiques transparentes, todas con sillas de colores, de su oficina.
"De pequeño, al ser disléxico, siempre estuve poco integrado. Luego aprendí el valor de ser distinto, de ahí mi anticonformismo"
"Creo sinceramente que el mayor error de Tony Blair fue mirar a América en lugar de apoyar a Europa"
¿A la Cámara de los Lores también va en bicicleta?
Pues sí. Es mi manera de mantenerme en forma. Te da tiempo para pensar y te permite tomar el pulso a los lugares.
Allí tendrá que vestir de otra manera. ¿O acude con sus legendarias camisas de cuello Mao?
No, allí requieren otro tipo de vestimenta. Pero voy poco. Es demasiado lento para mí. Despacho con Ken Livingstone [alcalde de Londres] una vez por semana.
¿Por qué siempre viste esas camisas? ¿Estética? ¿Ideología?
No me gustan las corbatas. Pero la decisión no es política, puede ser estética o anticonformista. De pequeño, al ser disléxico, siempre fui un niño poco integrado. Luego, de mayor, en lugar de sufrir por ello aprendí el valor de ser distinto. Tal vez sea eso. Pero no lo sé muy bien. No lo he pensado nunca. Puede que fuera mi madre. A ella le gustaban los colores intensos. A mí la parte estética me viene de mi madre.
Ella también era italiana
Todos en mi familia. El primero era un Rogers de Sutherland que se fue a Venecia hace 200 años. De allí pasaron a Florencia, y luego regresamos tras la II Guerra Mundial, huyendo del fascismo. Mi madre ha sido una persona muy importante en mi vida. Mientras vivió hablé con ella a diario. Ella nos enseñó, a mi hermano y a mí, el amor por los colores, por buscar lo bello y por ensuciarse con el barro.
La madre, italiana y ceramista, de este hombre de 73 años aparecerá varias veces en la conversación. Estamos sentados en el River Café, el restaurante en el edificio junto a su estudio que ha convertido a su segunda mujer en una celebridad gastronómica local. Ruth Rogers abrió el negocio hace 12 años y se ha hecho famosa firmando libros de recetas italianas. Rogers recurre a esa parte italiana con frecuencia. A ella atribuye su talante creativo, su naturaleza sociable, su preocupación por el espacio público y hasta su gusto por la vida. La mañana de la entrevista no es la de un día cualquiera. Tony Blair, el político que creyó en las ideas de este arquitecto, anuncia su retirada.
Blair ha sido una figura clave en la arquitectura de su país y en su propia carrera. ¿Cómo juzga su legado?
Si hablamos de regeneración urbana, porque no vamos a hablar de Irak...
¿No?
Si quiere, hablaremos. Pero empecemos por lo positivo. Sin duda ha asentado las bases para la regeneración de las ciudades británicas. ¿Cómo? Densificándolas. Ha dado prioridad a reconstruir los núcleos urbanos en lugar de apostar por la expansión y el crecimiento, que es lo que las ciudades suelen hacer hoy. Por primera vez en mucho tiempo, la gente está regresando, volvemos al centro. Manchester, por ejemplo, ha pasado de tener un centro sin residentes a tener 250.000 ciudadanos que han elegido vivir allí. En Liverpool sucede lo mismo.
¿Por qué es importante que la gente regrese al centro?
Porque es la vida diaria de los ciudadanos lo que construye una ciudad. Una ciudad habitada está siempre más cuidada. No podemos tener vacíos en el centro por delincuencia y salir a construir fuera como si en el corazón no pasase nada. Las ciudades deben tener un límite. Antes que apostar por extender hay que tratar de recuperar y sanear los centros.
En España estamos todavía en la fase uno. Los precios hacen muy difícil vivir en el centro de las ciudades.
Aquí tratamos de compensarlo con vivienda social. La vivienda social no puede estar en guetos. Si apostamos por la integración, debe repartirse por todos los barrios. Y un Gobierno laborista apuesta por la integración.
¿Cómo se puede integrar a la población con la arquitectura?
Poniendo límites. En Londres hemos dibujado una línea, una barrera que no podemos superar. Lo hemos llamado cinturón verde. Y allí ya no se puede construir. Sólo podrá hacerse en el futuro, cuando no nos quede ni un pedacito de terreno en la ciudad que podamos reaprovechar. Perseguimos la densificación.
¿Por qué?
Porque la gente que vive en ciudades compactas tiene mejor vida como peatón. Consigue caminar por su ciudad. Un número elevado de ciudadanos justifica inversiones en transporte público. Si la ciudad es de las extendidas, la vida se hace en el coche. Y eso trae más problemas de los que soluciona: ambientales, de ruido, de aparcamiento o de seguridad. Cuando los centros se abandonan, se convierten en guetos, y las ciudades están perdidas. Ése es el principal problema de Estados Unidos. Ken Livingstone, el alcalde de Londres, ha llevado esas ideas un paso más adelante. Londres espera tener un millón de habitantes más en los próximos años. Y él ha decidido que no se van a levantar nuevos barrios. Se van a recuperar zonas internas.
Pero los precios serán prohibitivos.
Londres tiene los precios de vivienda más altos del mundo. Pero las sigue vendiendo. Hay gente enriquecida por el petróleo que compra mucho. ¿Hace eso una ciudad? ¿Vender sus viviendas caras? El alcalde ha decidido que el 50% de lo que se construye debe ser de precio controlado para gente con renta baja. Vivienda semisocial.
¿Y el Ayuntamiento pagará por esas viviendas?
El Ayuntamiento no ganará dinero. Pero Livingston es muy bueno negociando. Ha puesto condiciones. Serán los promotores quienes paguen. Sacarán el dinero del valor del suelo. No se puede ganar siempre mucho. Para ganar con algunas promociones tendrán que cubrir gastos con otras, que además estarán al lado, o muy cerca. Lo del 50% es el objetivo. Estamos en el 35%. Pero eso ya es un gran logro. En los años ochenta, Margaret Thatcher no construyó vivienda social en el centro de Londres. Cero. Acabó con una tradición anterior que yo considero básica para la estabilidad de nuestra sociedad. De modo que volver a mezclar la población ha sido difícil. Legalmente hemos tenido que partir de cero. Deshacer y hacer muchas leyes.
Usted es una persona muy política. Se implica. Opina y decide. Sin embargo, su imagen es más la de un arquitecto social que la de alguien que sabe moverse por los despachos. ¿Cómo lo hace?
¿Cómo divide entre lo social y lo político? Creo que es lo mismo. Ser ciudadano implica involucrarse en política. No hablo de tener un escaño en el Parlamento. Lo que hacemos, las acciones más nimias, comportan decisiones políticas. La sociedad civil es eso. La arquitectura no puede evitar ser política. Define cosas que afectan a la sociedad. Pero lo mismo ocurre con el periodismo. Claro que puede haber arquitectos apolíticos. Si te dedicas a hacer manubrios de puerta, puedes permitírtelo; pero si estás defendiendo el espacio público, las calles y plazas para los ciudadanos, estás haciendo política.
Comenzó como muchos arquitectos afortunados, hizo la casa de sus padres. ¿Los convenció?
La primera de todas la hice para los padres de mi primera mujer, Sue. La conocí cuando estudiaba en Yale; ella era socióloga, pero se convirtió en "arquitecta por absorción". Formamos un grupo con Norman Foster y su primera mujer, Wendy, el Team Four, y juntos hicimos la casa. Estábamos convencidos de la relación de la arquitectura con otras ciencias y con el resto de la sociedad. Hoy, también. Aquella casa funcionó, y luego llegó la de mis padres, que también hicimos juntos.
¿Qué recuerda de aquel tiempo cuarenta años después?
Cuando llegamos aquí, Inglaterra era un lugar oscuro. Aislado del resto de Europa. Todo ocurría de puertas para dentro. En todas las clases sociales. En todos los ámbitos. Igual da el pub del pueblo que el club de los ricos. No había vida en la calle. Por no hablar de la exclusión de las mujeres, que no podían entrar en los pubs. Era lo contrario a Italia. En los años sesenta, muy poca gente estaba preparada para el shock que puede proporcionar conocer otra cultura, otras costumbres. Y correr el riesgo de que esas otras costumbres te gusten más que las propias. Inglaterra vivía a oscuras. Por eso es tan difícil de creer el cambio que ha dado este país en veinte años.
Se casó en segundas nupcias con Ruth, que es 'chef'. ¿Había demasiada arquitectura en su vida?
La arquitectura y la cocina trabajan ambas con la estética. Y con las pasiones. Una apela al cerebro, y la otra, al estómago. Tengo cinco hijos y nueve nietos, y sólo uno de los chicos es diseñador. Otro es filósofo; otro, periodista; tengo uno que trabaja en una ONG, y finalmente el pequeño, que es todavía estudiante y vive en casa, con nosotros.
Rogers vive en el sur de Londres, en el barrio de Chelsea, en una casa victoriana por fuera y radicalmente rompedora por dentro. Hace obras con frecuencia. Comenzó retirando forjados y subiendo los techos del salón. Luego demolió paredes hasta que, hace 12 años, su mujer "se hartó de dormir sin puerta", comenta. La casa ha ido adaptándose a los cambios de la familia. El piso independiente en el semisótano que durante años ocupó la madre de su mujer, ahora que la abuela ya murió lo habita el menor de sus hijos, que es adoptado. "Ruth y yo lo teníamos claro. Yo, cuando llegué al matrimonio tenía tres hijos. Tuvimos uno más juntos y adoptamos un quinto, que era algo que los dos queríamos hacer".
¿Qué ha ganado y qué ha perdido su arquitectura en cincuenta años de profesión?
Uno pierde y gana al vivir. Forma parte del juego. La mayor ganancia ha sido que hicimos un informe sobre el urbanismo de Londres. Y el Gobierno decidió convertirlo en su línea de actuación. No es que lo apliquen al cien por cien, pero lo asumieron. En general, yo soy una persona que disfruta envejeciendo. Creo que la vida es mejor con más experiencia. Y pienso que esa idea me vine de los problemas que tuve en la infancia. Si empiezas mal, lo tienes más fácil para mejorar... Claro que con 73 años el futuro puede ser más corto ahora que antes.
Cuando empezó, ¿quién quería ser?
Tengo que volver a recordar que vengo de Florencia. Y uno que viene de Florencia quiere ser Brunelleschi. No lo digo en broma. Las ideas que he defendido siempre sobre el espacio público, la plaza para encontrarse, todo eso viene de la Italia renacentista, de la influencia helénica. No es nada nuevo, aunque a veces parece que lo hayamos olvidado. La relación entre la sociedad y la arquitectura es el espacio público: el lugar de encuentro e intercambio de ideas. Al margen de eso, yo nunca fui un moderno convencido. Cuando en los sesenta estudiaba en Yale, Frank Lloyd Wright era mi arquitecto favorito. Fue un tipo que adelantó muchas ideas de la arquitectura sostenible. En el momento en que empecé a construir, que es cuando buscas una guía para elegir un camino, lo que más me llamaba la atención era la gente que trabajaba con prefabricados, el matrimonio Eames, o Buckminster Fuller, un auténtico inventor.
Fuller fue también el arquitecto de cabecera de su amigo Norman Foster.
Sí, pero a mí no me interesa sólo el Buckminster Fuller high tech. También fue un precursor de la arquitectura sostenible. Ideó burbujas urbanas, una red para cubrir Nueva York. Todavía no hemos evolucionado lo suficiente como para utilizar sus conceptos de prefabricación. Yo me siento cercano a todos los arquitectos que tratamos de hacer evolucionar el movimiento moderno sin darle la espalda. Nosotros quisimos asimilar la lección de nuestros maestros y dar algo más.
¿Qué más se podía dar?
Ellos habían pensado en la manera simple de construir; la manera económica, rápida y democrática: el cubo. A nosotros, en cambio, nos tocó llegar a la gente. Y luego decir que el cubo puede ser lo más bonito, pero no es lo más sostenible. En cualquier caso, yo siempre he aprendido más de la gente con la que trabajo que de cualquier maestro. Sin duda aprendí más de Norman Foster que de Yale. Y luego me pasó lo mismo con Renzo Piano o Peter Rice en el Pompidou. Con Renzo hablo cada semana, y Norman es uno de mis mejores amigos.
¿Quién ha cambiado más con el tiempo, él o usted?
Yo creo que Norman. Él ha depurado mucho su estilo. Pero no se cambia mucho, uno simplemente se va haciendo más, se define.
En los setenta, cuando levantaron el Pompidou, la tecnología era algo importante. Y exhibir esa tecnología, también. Hoy que es casi invisible, ¿ya no es tan importante mostrarla?
Sigue siendo importante. La tecnología da las claves del estilo arquitectónico de cualquier época. No creo que deba ocultarse. La catedral gótica es una consecuencia de la tecnología que hizo posible el arco de medio punto. Brunelleschi fue consecuencia de superponer dos bóvedas. El avance real en arquitectura es cuestión de técnica. Lo que ocurrió en Inglaterra en los ochenta, cuando se nos puso la etiqueta de high tech a los principales arquitectos de aquí, he pensado que fue una consecuencia de la debilidad tecnológica de nuestro siglo XIX arquitectónico. Más allá de las grandes estaciones, algunos puentes y el Crystal Palace, del principio de la revolución industrial, en Inglaterra la arquitectura del siglo XIX fue muy floja. Muy poco tecnológica. Los arquitectos de entonces eran peores que los ingenieros. Tal vez por eso, al buscar referentes locales, los arquitectos del siglo XX nos apoyamos en los ingenieros.
¿Qué busca la tecnología hoy?
Ser sostenible. Y esa búsqueda afecta a la forma y al aspecto de los edificios. Nuestros primeros edificios eran rectangulares, básicos, tectónicos, que es la forma racional de construir. Pero un cubo no es la forma más sostenible. Ahora construimos fijándonos en la incidencia del sol, el efecto del viento, el ahorro energético, y todo eso abre la caja. Eso es tecnología medioambiental, y claro que debe mostrarse.
¿Se paga un precio estético por tratar de ser sostenible?
De los últimos edificios que he construido, el de los Tribunales de Burdeos es uno de los más importantes de la última generación. Puede que no haya tenido buenas críticas arquitectónicas, no lo sé. Pero sí ha aportado. No creo que la sostenibilidad deba pagar precio estético.
Cuando recibió el Pritzker, el acta del jurado le reconoció más como urbanista social que como arquitecto. ¿Le molestó?
No. Pero tampoco lo creo. Yo soy arquitecto. Y trabajo a diversas escalas. Entre mis últimos edificios, la terminal 4 del aeropuerto de Madrid ha tenido bastante éxito, ¿no cree?
Sin duda. Pero quizá no se podría decir lo mismo de sus edificios en Barcelona. El hotel Hesperia y la remodelación de la plaza de toros de Las Arenas no han sido tan afortunados.
Sea como sea, el diseño es nuestro. Lo hacemos todo aquí. Pero espere a que se acabe. En Las Arenas tenemos que convivir con el anillo de la plaza, que no hemos podido demoler. Por dentro será un edificio extraordinario.
¿No cree tener mejores y peores edificios?
No. Son como hijos. Un padre no puede elegir entre sus proyectos.
Pero un padre sabe qué hijo es el generoso y cuál es el pillo.
Los hijos cambian. Pasan fases. Mi mujer, Ruthie, y yo decimos que el que esté en crisis este año estará bien el año que viene. Y eso puede pasarle a los edificios. Hay edificios, como los de Buckminster Fuller, que llegan demasiado pronto, y otros que llegan con retraso.
¿Los suyos son todos puntuales?
Son parte de una evolución. Si no hubiera hecho la casa de mis padres, no podría haber construido después el Centro Pompidou. No creo en las grandes ideas. Creo en las piezas justas. Yo soy el mismo que hizo el Pompidou. Y mi arquitectura, también. Pero el tiempo ha cambiado. Puede, en todo caso, que no hayamos cambiado lo suficiente. Puede ser... En la vida aprendemos a centrarnos en lo que nos interesa, y lo que a mí me interesa son dos cosas: los espacios para la gente y que la arquitectura no suponga más deterioro que beneficio, nada más. No quiero cambiar.
Cuando levantaron el Pompidou, nunca imaginaron que algo que hicieron como una respuesta contestataria, 'hippy' casi (meter tubos de colores en el centro de una ciudad cartesiana como París), iba a tener una secuela tan fructífera en la arquitectura: la de inyectar vida a los barrios con edificios muy visibles.
El logro del Pompidou fue que consiguió expresar su tiempo. Lo firmamos Renzo Piano y yo. Él es un tipo poético, y yo soy un arquitecto político y social. Eso quiere decir que, haciendo el mismo edificio, cada uno podemos juzgarlo, incluso hoy, de una manera. Para mí era y es un edificio para todo el mundo: todas las edades, todas las ideologías, todos los credos. Un cruce entre Times Square de Nueva York y el Museo Británico. Un lugar de encuentro donde poder estudiar. Se trataba de quitar la caspa a las bibliotecas para dinamizar la cultura. De llevar la cultura a los lugares de encuentro. Las personas juntas podemos hablar, mirar, leer y pensar. No sólo darle a un balón o tomar cerveza, que también se puede hacer, claro. La vitalidad es la clave para la vida de los edificios. El éxito del Pompidou es que había muy poca distancia entre lo que nosotros creíamos y lo que la gente de la calle quería. La imagen era especial. Pero era algo casi anecdótico. Lo revolucionario fue la tipología. Y de eso, nadie habló. En los seis años que duró la construcción, todo fueron protestas. Sólo Ada Louise Huxtable escribió un artículo positivo en The New York Times. Pero la respuesta la dio la gente. El primer día había colas para entrar. Y hasta hoy.
¿Antes a la gente le costaba más digerir lo nuevo? ¿Ahora aplaudimos lo extraño?
Eso es un peligro. Yo entiendo que la gente fuera reticente ante el Pompidou. Era como poner una bomba en el barrio. Pero luego el tiempo pasó y la bomba se convirtió en una inyección de vitalidad. No sé cuántos edificios gamberros podrán hoy decir lo mismo. La gente acude a ver las novedades. Pero lo importante no es el primer día, sino el año después. Lo importante es que vuelvan.
¿Qué hace que la gente vuelva a ver un edificio?
Yo creo que la gente fue al Pompidou porque había músicos que cantaban en la calle y caricaturistas en la plaza. Uno se sentía feliz en aquel lugar. Si uno quiere hacer política tiene que saber lo que quiere la gente. Y mejorarlo.
Su siguiente paso fue el edificio Lloyds, en la City londinense. ¿Se remonta a los años ochenta su preocupación por el medio ambiente?
Es más antigua. Diseñé una casa de cero consumo energético. Pero la sociedad y los constructores no estaban preparados. Eso ha cambiado. Hace una semana inauguramos 145 viviendas sostenibles en Milton Keynes que se venden por 90.000 euros.
¿Sigue siendo más caro hacer una arquitectura sostenible?
Algunas cosas no cuestan: decidir dónde van las ventanas. Y ponerlas bien supone ahorro energético. Otras se hacen por ley (reciclaje de aguas o placas solares, empleo de diversos materiales reciclables o no contaminantes), y otras, sí, son más caras porque no hay suficiente demanda.
¿Todos sus edificios son igualmente sostenibles?
Es mucho más difícil levantar edificios sostenibles en Estados Unidos que en Europa. Es más caro porque no hay demanda y no hay leyes que lo obliguen. Pero eso va a cambiar. Hay nuevas leyes, y, sobre todo, hay promotores que por elección personal piden construcción sostenible. Así también se pueden cambiar las cosas.
Junto a la tecnología y la sostenibilidad, las ciudades son el tercer pilar de su arquitectura. Lo que lo ha hecho más político. Usted es el autor intelectual de la reforma urbanística de Londres, la recuperación de la orilla sur del Támesis.
La orilla sur hace veinte años era un barrizal, peligroso y descuidado. Hoy es el futuro de la ciudad. Dentro de la ciudad. Pero esos cambios son un espíritu. No dependen de una persona. Hay un peligro en asociar las cosas a individuos. En una ciudad, o en un edificio, rara vez una persona hace una cosa. Las cosas se hacen en equipo. Yo creo que llegué a tiempo. Y Tony Blair acertó al nombrar a John Prescott primer ministro. Ha sido una persona muy seria con la que poder trabajar. Pero eso no significa que esté de acuerdo con la guerra de Irak, que quede claro.
¿Ése ha sido el mayor error de Blair?
Sin duda. Yo no estoy de acuerdo con la política de Bush en general, y creo sinceramente que el mayor error de Blair fue mirar a América en lugar de apoyar a Europa.
¿Con qué frecuencia necesitan cambiar las ciudades?
No cambian, evolucionan. Las mejores calles de Inglaterra son, todavía hoy, vías romanas. Uno de los errores que cometemos arquitectos y políticos es que cambiamos las ciudades con demasiada frecuencia. En lugar de cambiarlas con suficiente radicalidad para dejarlas descansar una temporada. La culpa la tiene el plazo político de los cuatro años. Los políticos quieren tener la casa limpia el día que se abren las urnas. Y al día siguiente, a excavar otra vez. El éxito de Barcelona es que logró empalmar tres turnos de alcaldes persiguiendo el mismo objetivo: mejorar la ciudad. Una ciudad no se cambia en menos de quince años. Si cuesta cinco concluir un edificio, ¿cómo no va a costar el triple alterar una ciudad?
¿Cree que Barcelona sigue siendo un modelo?
En los últimos años pueden estar más desorientados, pero el cambio que experimentó la ciudad sigue siendo una referencia. Cuando Londres consiguió organizar los Juegos Olímpicos de 2012, John Prescott me dijo que teníamos que hacerlo tan bien como Barcelona. Le contesté que era imposible. En Barcelona había un arquitecto con mucho poder, Oriol Bohigas, y eso ayudó. La falta de visión y la burocratización del sistema es lo que no deja crecer a las ciudades. Ricky Burdett, que fue comisario de la última bienal de arquitectura en Venecia, está organizando la estrategia de Londres. Pero le falta poder.
¿Hay cosas en las ciudades que no deben cambiar nunca?
Lo que disfrutamos de las ciudades no ha cambiado en toda la historia de la humanidad: caminar con tu pareja por una calle agradable, sentarte en los escalones de la puerta de casa al sol. Esas cosas cotidianas son básicas. Dan calidad a la vida. Mientras el ciudadano no tenga lugares de paseo y tranquilidad frente a su casa, no confiará en la arquitectura. Y en los políticos. Lo importante es decidir si queremos ser como Vancouver, una ciudad informatizada, o como Cork, en Irlanda, donde el 35% de la población va en bicicleta. Pero hay que elegir. Ésa es la clave. Si no eliges, te quedas en medio.
Construye en medio mundo. ¿Teme perder el control de sus proyectos?
Somos un equipo. Cuando terminamos las obras del Pompidou, en los setenta, escribí un artículo diciendo que el equipo ideal eran 10 personas. Cuando terminé Lloyds, en los ochenta, escribí otro, hablando de un equipo de 30. Hoy diría que 130 es lo justo. Por eso no lo escribo. Nuestra oficina acaba de cambiar el nombre. Somos Roger, Stirk y Harbour. Tengo 73 años. Y estoy activo. Muy en activo. Espero seguir 15 años o más. Pero no es justo que sólo se conozca mi nombre.
¿Cómo se cuida?
Con la bicicleta. Y también esquío en Francia. Es fantástico, como tengo 73 años me dan un pase gratis. No tengo nada en contra de la gente religiosa. Pero no creo en la vida futura, sea la que sea. Creo que todos tenemos un papel que desempeñar en el mundo. Y creo en la vida porque nuestros recuerdos necesitan una continuidad. Vivimos para hacer cosas que merecen la pena. Uno aprende igual de lo que un griego dejó escrito que de lo que le está enseñando su hijo.
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