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Mozas no muy gallardas

Javier Marías

Tiene chiste. El pasado agosto me vi involucrado, de refilón, en una polémica habida en un dominical –XL Semanal– en el que hace casi cinco años que no escribo y en el que además, desde entonces, se me tiene vetado (quiero decir que allí se cuidan escrupulosamente de no sacar ni una nota sobre mis publicaciones y actividades). La cosa empezó un día de junio. Salíamos Arturo Pérez-Reverte y yo del Hotel Palace, tras haber mantenido una charla para La Nación de Buenos Aires, cuando nos cruzamos con lo que mi abuelo paterno solía llamar "una moza muy gallarda". Los ojos se nos fueron a los dos, no recuerdo si hacia el conjunto o el escote, y yo puse un pero: "Aunque es un poco basta". Y añadimos, él o yo: "No sé si es que nos estamos haciendo mayores y los cánones de belleza actuales no los compartimos, o si ya no quedan apenas mujeres como las de nuestra infancia y adolescencia; si ese tipo es casi irrepetible". Y el otro respondió: "Posiblemente sean las dos cosas. Es a esas edades cuando uno 'fija' sus preferencias, y las nuestras están condicionadas por las mujeres de los años cincuenta y primeros sesenta. No sólo por Claudia Cardinale, Ava Gardner, Angie Dickinson, Sofia Loren, Ann-Margret y hasta Grace Kelly en sus momentos más cálidos, sino también por las de aquí, las de carne y hueso. Mujeres que sabían llevar una falda tubo y andar con garbo, con o sin tacones, mujeres con caderas y pechos y piernas y culo, pero en su justo término. Hoy es ya muy raro verlas".

Y como quiera que hablábamos de eso, no sin un dejo de preocupación por nosotros mismos, nos fuimos fijando en las transeúntes hasta la Plaza Mayor, donde nos despedimos, constatando más bien nuestra inicial impresión pesimista, a saber: que la mayoría de las mujeres de hoy no saben vestir, ni andar, ni llevar tacones, ni sugerir (no al menos como las de nuestra infancia), o que sí saben y nosotros no se lo apreciamos. Al Capitán Alatriste se le ocurrió publicar en XL Semanal parte de esa conversación en una columna titulada "Mujeres como las de antes", bien es verdad que omitiendo la preocupación que he mencionado y poniendo más el acento en el actual desastre general femenino respecto a porte e indumentaria: nuestro trayecto se vio trufado de respetables gordas que sin embargo –perdón– no nos gustaban físicamente, y de no menos respetables jóvenes con tatuajes patibularios y pantalones de longitud imposible que tampoco –perdón– nos agradaban; y cuando por fin divisamos a otra moza en verdad gallarda, la pobre estropeaba sus dotes con unos tacones a todas luces improvisados que la hacían caminar como si estuviera saltando el potro.

A Pérez-Reverte le han llovido tortas por parte de mujeres y mujeristas (ya saben, esos varones que adulan lacayunamente al sexo opuesto, venga o no a cuento), y a mí me ha alcanzado algún zurriagazo de la indignación suscitada, en tanto que "cómplice". Pero a él le ha caído la gorda –lo digo sin doble sentido–, como es natural y como autor de la pieza. Lo más suave que le han dicho es "machista", seguido de "cabrón" y "neonazi", e imagínense de ahí en adelante. Alguna erizada le espetaba cosas como: "Después de pasarme el día trabajando, de llevar y traer a los niños, etc, ¿aún pretenden ustedes que vaya hecha un pincel por la calle?" Vamos a ver si aclaramos: ni Alatriste ni yo pretendemos nada, y todo el mundo es muy libre –ya lo padecemos, sobre todo en verano– de salir a la calle como le venga en gana. Pero todo el mundo es igualmente libre de fijarse en los viandantes y opinar sobre ellos, lo mismo que opinamos sobre los edificios, los escaparates, las malditas obras del alcalde o los espantosos suelos de granito o albero con que él y su predecesor han tapizado Madrid. Cuantos nos echamos a la calle miramos y somos mirados, juzgamos y somos juzgados. Lo normal, claro está, es que no nos enteremos de los veredictos. Pero huelga decir que en su artículo el Duque de Corso no mencionaba ningún nombre, porque los ignorábamos, y él y yo, como nuestro viejo ídolo Guillermo Brown, "nos limitamos a constatar un hecho", seguramente más alarmante para nosotros que para la fauna femenina andante. (Dicho sea de paso, si le hubiera tocado el escrutinio a la fauna masculina enchancletada y pantalicorta, habría salido aún peor parada.)

Basta de hipocresías y dengues. Las mujeres hacen los mismos comentarios sobre los hombres con quienes se cruzan, y por supuesto hay decenas de anuncios en los que los varones aparecen como "objetos" o son despellejados por ellas sin que nadie proteste (hay ahora uno de un mayordomo ante el que varias exclaman "¡Cacho domo!" o algo más grosero, no recuerdo), mientras que se pone el grito feminista en el cielo cada vez que esos papeles se invierten. A los hombres heterosexuales se nos van más las antenas hacia las mujeres, nos fijamos más y más opinamos. Eso es lo que hicimos el Capitán y yo durante nuestra passeggiata veraniega: lo mismo que todo el mundo, sea varón o hembra. Pero a tenor de la desatada furia contra mi colega, se diría que hay ya mucha gente con tanta ansia prohibitiva que está dispuesta a reprimir los dos mayores reductos de libertad que nos restan: la mirada y el habla. Pues lo siento, pero aún quedamos unos pocos que no vamos a pasar por ese aro.

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