Engreídos y enrollados
Hace ya muchos años escribí en otro lugar un artículo en el que señalaba que hay tres cosas que los españoles nunca estamos dispuestos a admitir no tener. Sólo recuerdo aproximadamente cuáles eran, pero estoy seguro de que no se trataba de belleza ni de inteligencia, ni desde luego de saber. Quiero decir que no nos queda más remedio que reconocer que hay personas más guapas, o bien que no gustamos. Y aún es más: hoy se diría que la mayoría asume estar muy lejos de la perfección, a tenor de la locura quirúrgica que se ha apoderado de una exagerada parte de la población. Adolescentes que se implantan pechos como maderos o globos, señoras que se inyectan cuanto es inyectable y se sajan y rajan y tajan por doquier, caballeros que se estiran el pene o se recortan los glúteos, actrices, cantantes y locutores que ya no pueden ni esbozar una sonrisa, de tirantes y pespunteados que van, en fin. Tampoco cuesta aceptar que otros piensan mejor, o que tienen "más cabeza", no digamos ya más saber. El saber suele traernos sin cuidado, y nos sentimos muy ufanos de que con lo que ignoramos se puedan llenar enciclopedias que no cabrían en ninguna biblioteca. La tendencia es más bien a ponerse desafiantes ("Sí, no tengo ni idea, ¿y qué pasa?") o a burlarse de los conocimientos ajenos ("Joé, en qué cosas pierde este el tiempo").
Lo que nadie soportaba, en cambio (de dos cosas sí me acuerdo), era que se le negara la posesión de sentido del humor y de buen gusto. Raro es el que no está convencido de verse adornado por esas dos cualidades. El que va hecho un adefesio a los ojos de los demás jamás comparte esa opinión, sino que cree que lo favorecen sus pantalones semicortos o de longitud imposible, su repugnante camiseta por fuera y sus sandalias de ibicenco o de fraile, por mencionar un atuendo frecuente en los ofensivos meses veraniegos que ya han llegado. Y todo el mundo cree tener su casa decorada con magnífico gusto, así sea como la que le hemos visto al imputado Roca de la "Operación Malaya" o las que en su día nos mostró su padrino y compadre Gil y Gil. En cuanto al sentido del humor, yo he visto cómo presumía de poseerlo a raudales el escritor más avinagrado, solemne, quejoso y apocalíptico de cuantos pululan por aquí. Baste con ese ejemplo de divergencia extrema entre la propia visión de uno mismo y la que tienen los demás.
Ya digo que no recuerdo la tercera cualidad que entonces me pareció irrenunciable para casi cualquier español, pero hoy veo otra, que sin duda no incluí: nuestros compatriotas no soportan no pasar por "enrollados", por "unos tíos o tías enrollados", y, para demostrar que lo son, no vacilan en hacer el ridículo, sobre todo cuando suena música alrededor, lo cual ocurre en España sin cesar. El ejemplo más nítido lo vi en televisión, y no precisamente en los muchos programas que consisten en hacer el ridículo: hace un año o así, el cantante Juanes interpretó unas canciones (vayan a saber por qué) ante el Parlamento Europeo. La mayoría de diputados las escuchó sentada, con curiosidad. Salvo buena parte de los españoles, que, para que se viera lo enrollados que son y que "no podían resistirse al ritmo", se pusieron en pie y bailotearon con aspavientos junto a sus escaños, con enorme artificialidad. La visión causaba vergüenza ajena y ganas de fingirse belga o danés (que, francamente, ya es fingir). Otro tanto sucedió en el último Festival de Cannes: durante diez minutos, sin tiempo ni para calentar el ambiente, el grupo U2 interpretó unas melodías subido a una tarima (vayan a saber también por qué). Por lo que se veía, abajo había sobre todo actores, y sólo algunos españoles se lanzaron a bailar "en seco" pero frenéticamente, con todo tipo de gestos y contoneos y sombreros insólitos, para que se apreciara que "llevaban la música en la sangre" y que eran unos "superenrollaos": gente expresiva, con garra, grotesca. Es curioso que un país en el que no se imparte la más mínima educación musical, en el que a la mayoría no se le ha enseñado ni a entonar un himno o canción sencilla, se jacte de andar loco por la música, y en verano más, con los infinitos festivales de baffle y sudor. Qué marchosos somos, hay que ver.
En cambio, nadie reconoce poseer una de las características más frecuentes entre los individuos del país: el engreimiento, que asoma hasta en quien menos se espera. Un ejemplo reciente y significativo: al día siguiente de limar asperezas con Zapatero ante la renovada amenaza de ETA, el sosísimo Rajoy fue a la radio más chulesca, y, cuando creía que no lo grababan, se pavoneó de haber desconcertado al Presidente: "Ayer él no se creía que yo iba a hacer lo que hice, ¡ni de coña, vamos! Con lo cual se quedó así, un poco ? Y luego salió la otra, que se veía que debía tener otro rollo preparado, y sobre la marcha hizo una intervención un tanto extraña ..." "La otra" no era ni más ni menos que la Vicepresidenta de la nación. Todo ello acompañado de una sonrisita fanfarrona ("Mecachis, qué astuto soy"). Pero observen estas dos expresiones, "¡ni de coña, vamos!" y "otro rollo preparado". ¿No es meridiano que, además de todo, Rajoy quería que sus contertulios se quedaran pasmados de lo enrollado que era? La prudencia nos libre de ellos, de los engreídos y los enrollados.
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